Aquello me parecía ateísmo. Aunque, en verdad, jamás he podido figurarme en qué creen realmente los brahmanes, si es que creen en algo. Aunque nuestros propios Magos son complicados, confusos, astutos, en algunas cosas se muestran coherentes. Para ellos, los gemelos originales existen en la forma del primer hombre y la primera mujer. Y no puedo concebir a un Mago que cuestione de pronto —¡y en mitad de una ceremonia religiosa!— la existencia misma del dios creador.
Sumamente embriagado por la droga, retorné al palacio del gobernador, donde Varshakara pretendía sostener una larga conversación conmigo sobre asuntos políticos. Me excusé. El soma, las lluvias y un viaje de más de mil millas me habían dejado exhausto. Dormí durante tres días.
Finalmente, Caraka me despertó.
—Varshakara se ofrece para escoltarnos hasta Rajagriha. ¿Debo contestar afirmativamente?
—Sí. —Aunque todavía estaba a medias dormido, comprendí de repente que algo no marchaba bien. Y luego advertí que por primera vez en casi cuatro meses no oía el rumor de la lluvia repicando en el techado—. La lluvia…
—… ha cesado. Al menos por el momento. El monzón se aleja gradualmente.
—Estaba soñando con ese caballo. —Era verdad. En mi sueño, me encontraba junto a la tumba de Ciro, cerca de Persépolis. Yo montaba el semental. Frente a mí se hallaban Atosa y Lais; cada una con una espada en la mano.
—¡Esto es Persia! —gritaba Atosa.
—Y ése es el caballo equivocado —decía Lais con firmeza.
En ese momento me despertó Caraka.
Debería haber hecho interpretar el sueño de inmediato. Los indios son maravillosamente hábiles para esto. Pero lo olvidé enseguida, y sólo ahora, medio siglo más tarde, lo he recordado vívidamente, aunque de nada puede servir.
—El caballo ha regresado a Rajagriha —dijo Caraka—. Todo el mundo está indignado, y especialmente Bimbisara. Esperaba añadir Varanasi a su reino. O, si esto fallaba, alguna de las pequeñas repúblicas del norte del Ganges. Pero hasta el momento el caballo no ha salido de Magadha. He hecho los arreglos necesarios para que conozcas a Mahavira.
—¿A quién? —Yo no estaba aún despierto del todo.
—El cruzador de ríos. El héroe de los jain. Está en Varanasi, y te aguarda.
Mahavira significa gran héroe. El nombre real del vigésimo cuarto y último cruzador de ríos era Vardhamana. Aunque provenía de una familia de guerreros, sus padres eran tan devotos que tomaban con absoluta seriedad un precepto jain: que la mejor muerte consiste en extinguir lenta, deliberada y reverentemente la propia vida dejándose morir de hambre.
Cuando Vardhamana tenía treinta años de edad, sus padres ayunaron hasta la muerte. Debo decir que me parecieron, si no grandes, verdaderos héroes. Vardhamana recibió tal impresión que abandonó a su mujer y a sus hijos y se convirtió en sacerdote jain. Después de doce años de aislamiento y abnegación, alcanzó un estado que los indios denominan kevala. Esto significa que se ha logrado, de alguna manera, una unión especial con el cosmos.
Vardhamana fue aclamado como Mahavira, y pasó a ser la cabeza de la orden de jain. Cuando yo estuve en la India, la orden estaba integrada por unos catorce mil hombres y mujeres solteros. Los hombres residen en monasterios, las mujeres en conventos. Algunos de los hombres andan desnudos o, como dicen en la India, vestidos de cielo. Las mujeres no pueden ir tan adornadas.
En una sierra baja, sobre el Ganges, un grupo de monjes jain había convertido un depósito arruinado en un monasterio, en el que Mahavira había pasado la estación lluviosa. Nos habían recomendado que llegáramos inmediatamente después de la comida del mediodía. Como los monjes sólo se alimentan con un bol de arroz que han mendigado, la comida empieza y termina a mediodía. De modo que momentos más tarde un par de monjes nos escoltó hasta un cavernoso salón húmedo donde varios cientos de miembros de la orden oraban en alta voz. Observé que en su mayoría no se lavaban a menudo, y que muchos parecían enfermos o físicamente deformados.
Nuestros guías nos llevaron a una especie de balcón, separado del depósito por una cortina. Detrás se encontraba el héroe en persona. Mahavira estaba sentado, las piernas cruzadas, sobre una suntuosa alfombra de Lidia. Usaba una vestidura dorada. Me pareció poco ascético, pero Caraka me aseguró que cada uno de los veinticuatro cruzadores de ríos había tenido, desde el principio de los tiempos, su color y su emblema particulares. El color de Mahavira era el dorado, y su emblema el león.
Supongo que Mahavira debía tener casi ochenta años cuando lo conocí. Era un hombre bajo y grueso con una voz fuerte y autoritaria. Casi nunca miraba de frente, lo cual me resultaba desconcertante. Yo he nacido en una corte donde no se debía mirar directamente a los miembros de la familia real. Por lo tanto, si alguien no me mira, creo que estoy con alguien importante, o ¿con quién? ¿un impostor?
—Bienvenido, embajador del Gran Rey Darío. Bienvenido, nieto de Zoroastro, por cuya voz, según se dice, ha hablado el Sabio Señor.
Me agradó que Mahavira me conociera. Me disgustó la ambigüedad de ese «según se dice». ¿Acaso quería decir que Zoroastro no era un legítimo profeta? Pronto lo supe.
Saludé a Mahavira a la complicada manera india mientras Caraka besaba sus pies en señal de respeto. Luego nos sentamos en el borde de la alfombra. Detrás de la cortina, oíamos a los monjes cantar a coro algún interminable himno.
—He venido a enseñar a todos los hombres los caminos del Sabio Señor —dije.
—Si alguien puede hacerlo, debes ser, sin duda, tú. —Nuevamente la sonrisita de alguien que sabe o cree que sabe más que uno. Controlé mi irritación. Para ponerlo en su sitio, canté uno de los gathas de Zoroastro.
Cuando terminé, Mahavira dijo:
—Hay muchos dioses, exactamente como hay muchos hombres y muchos… mosquitos. —Esto último se le ocurrió mientras un enorme mosquito giraba lentamente en torno de su cabeza. Mahavira, un jain, no podía matarlo. Pensé que, por ser huésped de los jain, tampoco yo podía hacerlo. Y el perverso insecto terminó por chupar sangre del dorso de mi mano, y no de la del dueño de la casa.
—Todos poseemos la misma substancia —dijo—. Diminutas partículas, mónadas vitales, se reúnen y disgregan de una y otra manera. Algunas ascienden en el cielo de la vida —agregó— y otras descienden.
Los jain piensan que el cosmos está lleno de átomos. Uso la palabra creada por Anaxágoras para los infinitesimales trocitos de materia que componen la creación. Sin embargo, las mónadas de los jain no son exactamente iguales a los átomos.
Anaxágoras no pensaría, por ejemplo, que un grano de arena infinitamente pequeño contiene vida. Pero para los jain todo átomo es una mónada vital. Algunas se combinan entre sí y ascienden en el ciclo de la vida, desde la arena y el agua, a través del reino vegetal y el animal, hasta las criaturas superiores que poseen los cinco sentidos, categoría que no sólo incluye a los seres humanos sino a los mismos dioses. O bien, las mónadas combinadas se desintegran y descienden en el ciclo. Primeramente, pierden las llamadas facultades de acción, que son cinco, y los cinco sentidos; luego se descomponen gradualmente en sus elementos básicos.
—¿Pero cuándo y cómo empezó este proceso de ascenso y descenso? —pregunté, con el temor de oír la respuesta que efectivamente recibí.
—No hay principio ni fin. Estamos obligados a pasar de un nivel a otro, subiendo o bajando, como siempre hemos hecho y haremos hasta que este ciclo termine… Y vuelva a empezar. Por ahora, soy el último cruzador de ríos de este ciclo. Ahora estamos descendiendo. Todos nosotros.
—¿También tú?
—También yo, como todas las cosas. Pero soy el cruzador del río. Y he logrado, por lo menos, tornar clara como un diamante la mónada vital que anima mi ser.
Aparentemente, una mónada vital es semejante a un cristal oscurecido o nublado por uno de los seis colores del karma o destino. Si se destruye deliberadamente uno de esos colores, la mónada se vuelve negra. Si se destruye inadvertidamente, azul oscuro, y así sucesivamente. Pero si se observan fielmente todas las reglas de la orden, se alcanza la pureza, pero no el carácter de cruzador del río. Con éste se ha de nacer.
La certidumbre con que hablaba Mahavira era producto de su aceptación de una antigua religión, hasta el punto de no poder concebir otra cosa que sus preceptos. Cuando señalé que la tensión entre la mónada vital y esos colores que la sombrean se parece a la lucha entre el Sabio Señor y Arimán, sonrió amablemente y dijo:
—En toda religión, por poco desarrollada que esté, suele encontrarse una tensión entre la idea de lo bueno y la idea de lo malo. Pero las religiones jóvenes no alcanzan la verdad absoluta. No pueden aceptar el final de la personalidad humana. Insisten en una caverna de arcilla, o en alguna clase de morada ancestral donde el individuo puede subsistir como tal durante todo el tiempo. Ahora bien: esto es pueril. ¿Acaso no es evidente que no puede tener fin lo que no ha comenzado? ¿No está claro que lo que asciende debe también descender? ¿No está claro que no hay forma de escapar? Sólo hay una: tornarse un ser completo, como yo he hecho, integrándome con el universo entero.
—¿Cómo lo has logrado? —pregunté con cortesía y hasta con curiosidad.
—Durante doce años me aislé. Vivía sin ropas, apenas comía, guardaba castidad. Naturalmente, fui golpeado y apedreado por los aldeanos. Pero como sabía que el cuerpo es impuro, transitorio, el ancla que retiene la barca en mitad del cruce, ignoré todas las necesidades del cuerpo hasta que, por fin, gradualmente, mi mónada vital se tornó clara. Como ahora soy indiferente a todas las cosas, no puedo volver a nacer, ni siquiera como rey de los dioses. Esto es algo que se debe temer, porque esa clase de grandeza ha nublado más de un cristal. En verdad, ser uno de los dioses superiores es la última tentación, la más exquisita e irresistible. Piensa en vuestro Ahura Mazda. Ha elegido ser el Sabio Señor. Pero si hubiese sido verdaderamente sabio, habría dado el paso siguiente, el último, integrándose con esa criatura cósmica de la que todos nosotros somos simplemente átomos que incesantemente se combinan y recombinan. Con la integración, uno se libera del yo y flota como una burbuja hasta la coronilla de ese curvo cráneo estrellado y todo se acaba.
Lo que me fascina de los jain no es tanto su seguridad, característica de demasiadas religiones, como la antigüedad de sus creencias. Es posible que su visión atomística del hombre sea la teoría religiosa más antigua que se conoce. Durante siglos han estudiado cada aspecto de la vida humana, relacionándolo con su visión del mundo. Aunque la integración es la meta oficial de todo monje jain, sólo unos pocos la lograrán. Sin embargo, su esfuerzo por lograrlo determina un renacimiento más elevado, si tal cosa es posible.
—¿Puedes recordar alguna de tus encarnaciones anteriores?
Mahavira me miró por primera vez.
—No. ¿Qué sentido tendría? Después de todo, nada cuesta imaginar cómo es ser un león, o el dios Indra, o una mujer ciega, o un grano de arena.
—Un griego llamado Pitágoras sostiene que puede recordar sus vidas anteriores.
—¡Ah, pobre hombre! —Mahavira parecía verdaderamente lleno de compasión—. ¡Recordar ochenta y cuatro mil existencias anteriores! Si existiera un infierno, sería ése.
El número ochenta y cuatro mil me trajo el recuerdo de Gosala. Dije que había conocido a su antiguo amigo.
Mahavira parpadeó. Parecía un amistoso monje gordo.
—Durante seis años fuimos como hermanos —dijo—. Luego, dejé de ser yo mismo. Ya no me preocupé más por él. Ni por nadie. Había logrado la integración. El pobre Gosala no lo ha hecho, no puede. Entonces nos separamos. Dieciséis años más tarde, cuando volvimos a encontrarnos, yo era un cruzador del río. Y como él no podía soportarlo, se odiaba a sí mismo. Y entonces negó la creencia esencial de los jain. Si alguno de nosotros no consigue integrarse, todo pierde sentido para él. Gosala decidió, pues, que no tiene sentido nada que se haga porque… ¿No arrojó un ovillo de hilo al aire?
—Sí, Mahavira.
Mahavira río.
—¿Qué ocurre, me pregunto, con las diminutas partículas que se desprenden del hilo cuando se desenrolla? Sospecho que algunas se integrarán con el todo, ¿no crees?
—No lo sé. Háblame de este ciclo de la creación que toca a su fin.
—¿Qué puedo decir? Que se acaba…
—¿Para volver a comenzar?
—Sí.
—¿Pero cuándo comenzaron los ciclos? ¿Y por qué continúan?
Mahavira se encogió de hombros.
—Lo que es infinito no tiene comienzo.
—¿Y ese hombre colosal? ¿De dónde vino? ¿Quién lo creó?
—No fue creado, porque ya era. Y todo es, para siempre, una parte de él.
—El tiempo…
—El tiempo no existe. —Mahavira sonrió—. Si te parece difícil de comprender —miró a Caraka, el dravidiano—, piensa en una serpiente que se come la cola.
—¿El tiempo es un circulo?
—El tiempo es un círculo. No hay principio. No hay final. —Mahavira inclinó la cabeza, y con esto concluyó la audiencia. Cuando me levantaba para marcharme, advertí un mosquito sobre el hombro desnudo de Mahavira. No se movió mientras le picaba.
Uno de los monjes insistió en mostrarnos el hospital de los animales, donde toda clase de animales heridos o enfermos eran atendidos.
En mi vida he sentido un hedor comparable, ni oído tales aullidos y ladridos como ante aquella serie de destartaladas cabañas.
—¿Atendéis también a los seres humanos? —pregunté, cubriéndome la nariz.
—Otros se ocupan de eso, señor. Preferimos ayudar a los verdaderamente desvalidos. Te mostraré una vaca que partía el corazón cuando la encontramos…
Pero Caraka y yo escapamos a toda prisa.
Aquel mismo día, más tarde, conocí a uno de los más importantes mercaderes de la ciudad. Aunque la clase de los mercaderes es despreciada por los guerreros y los brahmanes, controla casi toda la riqueza de los estados de la India. Los mercaderes suelen ser halagados por las castas sociales superiores.
Mencionaría su nombre, pero lo he olvidado. Curiosamente, mantenía correspondencia con los ubicuos Egibi e hijos, los banqueros de Babilonia. Durante años había intentado organizar con ellos un intercambio de caravanas.
—Las caravanas son la base de la prosperidad —decía. Parecía citar algún texto religioso. Cuando le conté que el Gran Rey deseaba importar hierro de Magadha, dijo que quizá podría ayudarme. Tenía, dijo, varios socios en Rajagriha, y podría hablar con ellos. Algunos eran banqueros y empleaban moneda.