Por otra parte, a diferencia de los medos, los indo-arios se mantuvieron aislados durante casi cuarenta generaciones, sin dejarse absorber por los nagas, los dravidianos o los harapas. Estaban orgullosos de su piel blanca, sus ojos claros, sus narices rectas. Y, con gran sagacidad, se dividieron en cuatro clases. Los sacerdotes, a quienes llaman brahmanes, muy parecidos a nuestros propios Magos; luego los guerreros; la tercera clase es la de los mercaderes, y la cuarta está integrada por los campesinos y artesanos. Y, aparte, se encuentran los pueblos originales de la región. Son oscuros, sombríos, tristes, como Caraka. En el norte viven todavía millones, sirviendo de mala gana a sus amos extranjeros.
En teoría, los miembros de cada una de las cuatro clases indo-arias no pueden casarse con miembros de otra, y el matrimonio con los pobladores originarios está absolutamente prohibido. Sin embargo, en el milenio transcurrido desde la llegada de los arios a la India, se han tornado considerablemente más oscuros de ojos y de piel que sus primos persas. Los indo-arios te dirán con toda seriedad, a pesar de todo, que esto se debe al violento sol de la estación seca. Yo siempre les dije que sí.
Justamente cuando estaba a punto de retirarme a mi tienda a dormir, un hombre alto y desnudo apareció en la puerta del granero. Por un momento permaneció inmóvil, parpadeando ante la luz. El pelo le llegaba casi hasta los tobillos. Las uñas de las manos y de los pies eran tan largas y curvadas como picos de loros; es de presumir que al llegar a cierta longitud, se le rompieran. Traía una escoba. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, se movió lentamente hacia mí, barriendo el suelo por delante.
Aquellos de mis criados que aún estaban despiertos lo miraron con igual asombro que yo. Finalmente, un guardia desnudó la espada; le hice una seña para que lo dejara pasar.
—¿Qué diablos es esto? —pregunté a Caraka.
—Un santón de alguna clase. Podría ser un jain. O un loco. O ambas cosas.
El hombre se detuvo y alzó la escoba a modo de saludo. Luego dijo algo que Caraka comprendió y yo no.
—Está loco —afirmó Caraka—. Y es un jain. Es una de nuestras sectas más antiguas.
—¿Son locos todos los jain?
—Al contrario. Pero éste dice que él ha cruzado el río, y no es así. No puede ser. Sólo ha habido veintitrés cruzadores del río desde el principio del tiempo.
Esto no tenía el menor sentido para mí.
—¿Qué es un cruzador de ríos? —pregunté—. ¿Y por qué está desnudo este hombre? ¿Y para qué sirve la escoba?
Sin pedir permiso, el hombre barrió cuidadosamente el suelo y se sentó a mis pies. Con las piernas cruzadas, murmuró una plegaria.
Caraka estaba tan confuso como yo ante su compatriota. Tanto, que al principio se negó a explicar. Le dije que el Gran Rey estaba particularmente interesado en todas las religiones de la India, lo cual era cierto. Si había que andar desnudo y con una escoba para apoderarse de la India, Darío lo hubiera hecho.
—Un cruzador de ríos es un hombre muy santo. El último existió hace unos doscientos años. He oído decir que ha aparecido uno nuevo, pero dudo que sea éste. En primer lugar, solamente los extremistas van desnudos. O vestidos de cielo, como dicen los jain.
—¿Y la escoba?
—Para espantar insectos. Un jain no debe matar a ninguna criatura viviente. Con frecuencia llevan una máscara para no inhalar insectos. Se niegan a trabajar el campo para no matar animalillos al dar vuelta a la tierra. No pueden probar la miel, porque las abejas quedarían sin alimento. No pueden…
—¿Y qué pueden hacer?
—Son excelentes comerciantes. —Caraka sonrió—. Mi padre era jain. Yo no lo soy. Es un culto muy antiguo… pre-ario, en realidad. Los jain no han aceptado nunca los dioses arios. No creen en Varuna; ni en Mitra ni en Brahma…
—Porque son demonios. —Cité brevemente a Zoroastro.
—Pueden ser demonios para Zoroastro, pero son verdaderos dioses para los arios. Para nosotros, nada significan. Somos muy diferentes. Los arios creen en una vida después de la muerte. Un cielo para los buenos. Un infierno para los malos. Nosotros no creemos en esto. Creemos en el paso de las almas de una persona a otra, o a una planta, una roca, un árbol o un animal. Pensamos que el estado más alto es el nirvana. Es decir, ser extinguido, como la llama de una vela. La interrupción de la larga cadena del ser. Existir, finalmente, en la cumbre del universo, de un modo perfecto, quieto, completo. Pero, para alcanzar este estado, debemos, como diría un jain, cruzar el río. Dejar de ambicionar las cosas de esta tierra. Obedecer a las leyes eternas.
Durante años he tratado de averiguar si Pitágoras tuvo algún contacto con los jain. No he hallado pruebas de que lo tuviera. Si nunca oyó hablar de la reencarnación, y si la idea de la transmigración de las almas se le ocurrió sin influencia ajena, existe la posibilidad de que esa noción anterior a los arios sea verdadera.
Personalmente, el pensamiento me espanta. Ya es suficiente con nacer una vez y morir una vez. Según nos dice Zoroastro, después de la muerte seremos juzgados. Los buenos vivirán en el paraíso, los malvados en el infierno. Por último, cuando la Verdad elimine a la Mentira, todo se transmutará en Verdad. Ésta me parece una religión no sólo racional, sino sumamente útil. Por eso no puedo imaginar nada más horrible que saltar de un cuerpo a otro, o de serpiente a avispa y a árbol. Naturalmente, uno no tiene por qué recordar —como hacía Pitágoras— encarnaciones previas. Pero éste no es el punto esencial. Yo estoy personalmente a favor del nirvana, una palabra difícil de traducir. El nirvana es algo semejante a la extinción de una llama. Pero hay otros sentidos de la palabra que no sólo son imposibles de traducir, sino difíciles de comprender para un no creyente como yo.
—¿Cómo fue creada la tierra? —solía ser mi primera pregunta.
—No lo sabemos y no nos importa —respondió Caraka en nombre del santón, que continuaba musitando plegarias—. Los arios dicen que una vez, en el comienzo, había unos gemelos, un hombre y una mujer.
—¿Yama y Yima? —Eso me asombró. Yama y Yima eran también reconocidos por Zoroastro, y aún son adorados por los campesinos.
Caraka asintió.
—Son los mismos. Yama quería tener un hijo. Yima temía el incesto. Finalmente, ella convenció a su hermano de la necesidad de aparearse, y así comenzó la raza humana. Pero ¿quién había creado a los gemelos? Los arios hablan de un huevo empollado por el dios Brahma. Está bien. ¿Y quién puso el huevo? No lo sabemos ni nos importa. Somos como los seis ciegos que trataban de definir un elefante. Uno tocó una oreja y dijo «esto no es un animal sino una hoja correosa». Otro cogió la trompa y afirmó «es una serpiente». Y así sucesivamente. Lo importante es lo que es, y cómo lo que es se revela cuando uno ya no quiere las cosas que tornan la vida miserable e impura.
No necesito explicar que Caraka no dijo un discurso cómo éste. Intento destilar en un breve espacio una cantidad de información que adquirí en muchos años.
Pero recuerdo vívidamente aquella noche en el granero de la antigua ciudad harapa. De repente, el jain desnudo empezó a hablar, y gracias a Caraka, que me había enseñado la lengua equivocada, pude comprender unas palabras que no sólo me asombraron entonces, sino que todavía vibran en mí memoria.
—Cuando nació el noveno de los cruzadores de ríos antes del último, tenía un hermano que era tan malvado como bueno era él. De los hombros del hermano malvado brotaban serpientes. Cometía todos los crímenes. Así como uno era enteramente bueno, el otro era enteramente malo. Y así continuaron existiendo hasta que, finalmente, la luz absorbió a la oscuridad y la luz prevaleció. Y así acontecerá cuando el último de los cruzadores de ríos nos lleve de la costa oscura a la costa iluminada por el sol.
Hice lo posible por interrogar al santón. Pero no podía o no quería razonar conmigo. Simplemente repetía historias, cantaba, oraba. Caraka no me ayudaba mucho. Pero a partir de aquel momento anhelé dar con la respuesta a una pregunta cuya solución debe estar en alguna parte del mundo.
¿Se había limitado Zoroastro a revelar una religión que ya era nuestra antes que los arios conquistaran Media y Persia? Ciertamente, Zoroastro no era ario. Como he dicho anteriormente, creo que la familia Espitama es caldea. Pero esa raza está tan mezclada con otras que nuestra religión original ha sido en gran medida olvidada o confundida. Sin embargo, si las así llamadas reformas de Zoroastro sólo eran una nueva afirmación de la verdadera religión original de la raza humana, se explicaría la ferocidad con que Zoroastro atacaba a los dioses que los arios habían traído del norte.
—No son dioses, son demonios —solía decir. Y el hecho de que tanta gente común aceptara su mensaje indicaba que, secretamente, la visión divina original jamás se había extinguido en sus almas. Y también se explica así por qué los aqueménidas nunca han tomado en serio las enseñanzas de Zoroastro. Con la excepción de Hystaspes, sólo pretenden honrar a mi abuelo porque, como caudillos arios, son todavía leales a los dioses tribales que les entregaron todo el mundo al sur de las estepas.
Debo reconocer que mi verdadera educación religiosa empezó en Gandhai. Mientras la lluvia repicaba sobre el tejado, el santón desnudo nos decía, con toda clase de floreos retóricos, que la mente está en todas las cosas, incluso las rocas.
A propósito: la palabra que usaba para decir «mente» es casi idéntica a la griega, cuya acuñación se atribuye a Anaxágoras. También nos dijo que nada es verdad excepto desde un solo punto de vista. Desde otro punto de vista, la misma cosa parece muy distinta. Como en la historia de los ciegos y el elefante. Sin embargo, existe una verdad absoluta que sólo puede ser conocida por un cruzador de ríos, un redentor. Infortunadamente, nuestro santón explicaba en forma bastante vaga cómo se llega a ser un redentor. Él lo era, nos dijo, porque había cumplido los cinco votos: no matar, no mentir y no robar, ser casto y no buscar el placer.
Este último punto presentaba algunas dificultades, como le dije a Caraka al día siguiente, mientras proseguíamos nuestro camino:
—Imagina que tu placer consiste en andar desnudo adoctrinando embajadores persas. ¿No sería esto romper el quinto voto?
—Imagina que odie hacerlo.
—No. Se divertía enormemente. Pienso que no debe ser un verdadero cruzador de ríos.
—Tal vez ni siquiera un jain.
Caraka estaba desconcertado por todo el asunto. De algún modo, sentía que yo había entrado en contacto con un aspecto de la cultura dravidiana que a él le inquietaba un poco. Aunque detestaba manifiestamente a los conquistadores arios, había vivido con ellos toda su vida, tanto en la India como en Persia. Por consiguiente, no era una cosa ni la otra. Una situación en que yo mismo me he encontrado con frecuencia. Después de todo, soy mitad persa, o caldeo, y mitad jonio. Sirvo al Gran Rey ario; pero soy el nieto de Zoroastro. Rechazo a los dioses arios, pero no a sus reyes. Creo en el camino de la Verdad; pero no sé, realmente, dónde está.
A unas cuatrocientas millas al este del Indo se encuentra el río Yamuna, y la rica ciudad de Mathura. Fuimos recibidos por el gobernador, un hombre bajo y grueso con la barba violeta y amarilla. Mientras nuestros barberos intentan devolver los colores de la juventud a los ancianos, el barbero indio se caracteriza por su fantasía. Una barba de cuatro colores se considera muy apetecible. Por lo tanto, no hay visión más curiosa que una reunión de cortesanos indios, con sus barbas color arco iris, sus zapatos de suela blanca peligrosamente gruesa, y sus sombrillas de colores vivos.
Aunque el gobernador había sido designado por el rey Pasenadi de Koshala, Caraka me aseguró que Mathura era prácticamente independiente, como la mayoría de las ciudades de Koshala.
—Nadie teme a Pasenadi. Su reino se está disgregando. A él no le importa.
—¿Qué le importa?
—Los cortadores de cabellos y los domadores de anguilas.
—¿Y eso qué es?
—Vagabundos. Sabios, a juzgar por lo que ellos dicen.
Como puedes ver, la India de hace cincuenta años era muy parecida a la Atenas actual, donde medran domadores de anguilas y cortadores de cabellos como Protágoras y Sócrates, y donde nada es verdad ni mentira.
Ahora, en la ancianidad, empiezo a comprender finalmente qué ha estado ocurriendo en nuestro mundo. Durante cierto tiempo, las poblaciones originales de Grecia, Persia y la India han intentado derribar los dioses —o demonios— de los arios. En todos los países se niega hoy a Zeus-Varuna-Brahma. Como el pueblo ateniense es todavía ario en sus supersticiones, pocos se atreven a cuestionar abiertamente a los dioses del estado. Pero, en privado, se vuelven hacia los cultos prearios del misterio, o a los profetas radicales como Pitágoras… o al ateísmo. Las cosas son más claras en la India. Los dioses arios son desafiados de todas las direcciones. Las antiguas creencias, como la transmigración de las almas, han vuelto a ser populares, y en el campo abundan los santones y ascetas que han cambiado a los dioses arios por las antiguas creencias. Se sabe aun de reyes arios que han abandonado sus tronos para vivir en las junglas, donde mortifican la carne y meditan.
Concedo crédito total a Zoroastro por mostrar a la humanidad no sólo la unidad de dios, sino la dualidad simultánea, condición necesaria de una verdadera deidad. La Verdad no puede ser verdadera sin la Mentira, ni la Mentira refutada sin la Verdad. Por lo tanto, cada vida humana es un campo de batalla entre ambas.
Demócrito ve una contradicción donde yo veo la más completa claridad. Pero él pasa su tiempo con los sofistas.
En Mathura fuimos alojados en una casa de madera, pequeña y cómoda, parecida a una versión en miniatura del palacio de Media en Ecbatana. Lamentablemente, en la estación lluviosa la fragancia de la madera húmeda es curiosamente opresiva y, por más incienso que se queme, en todas las habitaciones persiste un olor a podrido.
Permanecimos dos semanas en Mathura. Durante ese tiempo, llegaron mensajeros de los reyes de Koshala y Magadha. Cada uno pedía que visitase su reino en primer término. Como ya estábamos en Koshala, Caraka pensaba que debía presentarme ante Pasenadi. Pero como era Bimbisara quien había escrito a Darío, me sentía obligado a hacerle el honor de visitarlo en Rajagriha. Además, Bimbisara era el dueño de las minas de hierro que tanto inquietaban a Darío.