En general, los indios no acuñan muchas monedas. O practican el comercio de trueque, o se valen de burdos lingotes de plata o cobre. Curiosamente, no hacen acuñaciones de oro, aunque tienen en gran estima nuestros dáricos persas, y en la India se producen grandes cantidades de oro que extraen del suelo las hormigas gigantes. Me parecía extraño que esos países tan antiguos y civilizados fueran tan primitivos respecto de la moneda y, sin embargo, me impresionó sobremanera su sistema de crédito.
A causa de los ladrones, los indios rara vez viajaban con oro o con objetos de valor. En cambio, depositan estos bienes en manos de algún mercader de buena fama de su propia ciudad, que les entrega una declaración escrita, donde afirma que ha recibido bienes de un valor determinado, y solicita a los comerciantes de los dieciséis reinos que proporcionen dinero o bienes a quien posee la declaración, garantizada por el dinero o los objetos valiosos que él mismo retiene. Y esto se cumple sin la menor dificultad; ¡no es extraño! El mercader que presta recibe un interés del dieciocho por ciento sobre lo que entrega. Y, afortunadamente, el otro mercader, el que guarda el depósito, suele pagar un buen porcentaje por los préstamos que ha hecho entre tanto.
Es un sistema sin defectos, en lo que concierne a la seguridad y a la comodidad. Durante mi embajada, gané un poco más de dinero del que gasté. Hace algunos años, logré introducir en Persia un sistema de crédito similar; pero no creo que se mantenga. Los persas son a la vez honestos y desconfiados, características poco apropiadas para los negocios.
Mientras el mercader y yo conversábamos, una anciana criada entró a la habitación con un jarro de agua.
—Debo cumplir uno de los cinco sacrificios, si me excusas.
El mercader se acercó a un nicho donde, sobre un estante de baldosines elegantemente vidriados, había una serie de toscas figuras de arcilla. Derramó agua en el suelo ante el nicho, murmuró unas plegarias, y devolvió el jarro a la mujer, que salió silenciosamente.
—Era una plegaria a mis antepasados. Cada día debemos cumplir los cinco grandes sacrificios, como se suelen llamar. El primero a Brahma, el espíritu del mundo. Se recitan partes de los vedas. El segundo, de agua, a nuestros antepasados. Y para todos los dioses se derrama ghee sobre el fuego sagrado. Luego sacrificamos cereales a los animales, las aves, los espíritus. Finalmente, honramos a los hombres ofreciendo hospitalidad a un extranjero. Ahora —continuó, haciendo una reverencia— he tenido el honor de cumplir simultáneamente dos sacrificios.
Mencioné entonces una costumbre aria semejante, anterior a Zoroastro. Y luego mi anfitrión me preguntó cómo educan los persas a sus hijos. Le interesó particularmente el sistema escolar del palacio de Ciro.
—Nuestros reyes deberían hacer lo mismo —dijo—. Aquí somos muy indolentes. Supongo que se deberá al calor y a las lluvias. Nuestros guerreros aprenden a utilizar el arco, y algunos verdaderamente saben combatir; pero muy poco más. Cuando aprenden de memoria un solo veda se los considera muy ilustrados. En general, pienso que los mercaderes somos los mejor educados. Naturalmente, los brahmanes aprenden miles y miles de versículos de los vedas. Sin embargo, rara vez saben las cosas que nosotros juzgamos importantes, como matemáticas, astronomía o etimología. Nos fascinan los orígenes del lenguaje. En Taxila, en el norte, se estudiaba el persa mucho antes de que Darío dominara el río Indo. Siempre nos han interesado las palabras, que a la vez nos unen y nos separan. Yo mismo sostengo aquí, en Varanasi, una escuela donde se enseñan las seis formas de la metafísica y los secretos del calendario.
Aunque me atemorizaban un poco las complejidades de la educación india, acepté hablar con un grupo de estudiantes antes de partir hacia Rajagriha.
—Se sentirán honrados —dijo el mercader— y escucharán con atención.
La escuela ocupaba varias habitaciones en un viejo edificio, detrás de un bazar especializado en objetos metálicos. El ruido incesante de los martillos sobre el cobre no contribuyó a mejorar la calidad de mis palabras. Pero los estudiantes eran verdaderamente atentos. Muchos tenían la piel razonablemente clara. Unos pocos pertenecían a la clase de los guerreros; los demás eran mercaderes. No había brahmanes.
Demócrito quiere saber cómo podía yo saber a qué clase pertenecían. Le expliqué la manera. Cuando un muchacho indio alcanza la edad que se llama del segundo nacimiento, se le entrega un cordón hecho con tres hilos trenzados, que llevará toda su vida sobre el pecho, desde el hombro izquierdo hasta la axila derecha. Los guerreros llevan un cordón de algodón; los sacerdotes, de cáñamo; los mercaderes, de lana. En Persia conocemos un rito de iniciación semejante, pero sin marcas visibles de casta.
Me senté en una silla junto al maestro. Aunque de la clase de los mercaderes, era profundamente religioso.
—Soy discípulo de Gautama —me dijo gravemente—. Le llamamos el iluminado, o el Buda.
Los estudiantes me parecieron amables, inquisitivos, tímidos. Tenían gran curiosidad geográfica. ¿Dónde estaba Persia? ¿Cuántas familias vivían en Susa? No medían la población por la cantidad de hombres libres, sino por la de familias. En ese momento había en Varanasi cuarenta mil familias o, quizás, doscientas mil personas, sin contar a los extranjeros y a los nativos no arios.
Hablé con cierta extensión del Sabio Señor. Se mostraban interesados. No utilicé el estilo altanero que caracterizaba las exhortaciones de mi abuelo. Como los indios aceptan todos los dioses, hallan fácil aceptar la idea de un solo dios. Aceptan incluso la posibilidad de que no haya un creador, y de que todos los dioses arios sean sencillamente superhombres que se extinguirán un día, cuando este ciclo de la creación termine, como debe terminar, y comience un nuevo ciclo, como ocurrirá, según creen.
Comprendo por qué esta falta de certidumbre acerca de la deidad ha conducido al reciente florecimiento de tantas nuevas teorías sobre la creación. Yo había sido educado en la creencia de que el Sabio Señor era eterno y estaba totalmente dispuesto a aniquilar en debate a cualquiera que negara la verdad de la visión de Zoroastro. Pero jamás un indio la negó. Todos aceptaban a Ahura Mazda como el Sabio Señor. Llegaban a aceptar que sus propias deidades superiores, Varuna, Mitra o Rudra, fueran, para nosotros, demonios.
—Todas las cosas evolucionan y cambian —dijo el joven maestro al final de la clase. Luego insistió en que visitáramos el parque de los ciervos, fuera de la ciudad. Mi amigo el mercader nos había proporcionado un carro de cuatro caballos, de modo que atravesamos Varanasi con toda comodidad. Como tantas de nuestras ciudades más antiguas, había crecido sin ningún plan ni avenidas rectas. La mayor parte de la ciudad estaba pegada al río. Muchas de las casas tenían cuatro o cinco pisos de altura, y cierta tendencia al derrumbe. Las estrechas y torcidas callejuelas estaban atestadas, de día o de noche, de gente, animales, carros y elefantes. No había templos ni edificios públicos de interés. La residencia del virrey era simplemente una casa mayor que las de los vecinos. Los templos eran oscuros, pequeños, y apestaban a ghee.
El parque de los ciervos no contenía ciervos, por lo que pude ver.
Era simplemente un encantador parque descuidado, lleno de flores extrañas y árboles aún más extraños. Como la gente común puede usar el parque a su gusto, la población se complace en sentarse bajo los árboles a comer, jugar o escuchar a narradores profesionales o incluso a algún santón.
Gracias a tres o cuatro meses de lluvia, los verdes de la vegetación eran tan intensos que mis ojos se llenaron de lágrimas. Sospecho que ya entonces mis ojos eran excesivamente sensibles y débiles.
—Aquí es donde se sentó Gautama cuando llegó a Varanasi. —El joven maestro señaló un árbol que sólo se diferenciaba de otros en que nadie se acercaba, salvo para mirarlo, como hicimos nosotros.
—¿Quién? —Supongo que yo había logrado olvidar el nombre que me había dicho apenas una hora antes.
—Gautama. Le llamamos el Buda.
—Ah. Tu maestro.
—Nuestro maestro —precisó mi compañero—. Recibió la iluminación mientras se encontraba debajo de ese árbol. Aquí se convirtió en Buda.
Escuché con menos de la mitad de mi atención. No me interesaba Sidarta Gautama, ni tampoco su iluminación. Pero me interesó saber que el rey Bimbisara era budista, y recuerdo haber pensado: «Si, ha de ser budista en el mismo sentido en que Darío es zoroastriano… Los reyes respetan siempre la religión de sus pueblos».
Cuando nos separamos dije al maestro que me marchaba a Rajagriha.
—Entonces sigues ya las huellas del Buda —observó él, con seriedad. Cuando terminó la estación de las lluvias, el Buda salió de este parque y se dirigió a Rajagriha, como tú piensas hacer. Y fue recibido por el rey Bimbisara, como lo serás tú.
—Pero sin duda, allí terminará la coincidencia.
—También puede comenzar. ¿Quién sabe cuándo o cómo llegará la iluminación?
No había respuesta. Como los griegos, los indios están mejor dotados para las preguntas que para las respuestas.
Con gran boato, la embajada persa salió de Varanasi. Normalmente, los viajeros descienden por el Ganges hasta el puerto de Pataliputra, donde desembarcan para seguir por tierra hasta Rajagriha. Pero como el Ganges estaba aún peligrosamente crecido, Varshakara insistió en que realizáramos el viaje por tierra, en elefante.
Al cabo de un día o dos de algo que se parece mucho a un mareo, uno se acostumbra a este tipo de viaje, y hasta termina por amar a la bestia.
No me extrañaría que los elefantes fueran más inteligentes que los seres humanos. Después de todo, tienen la cabeza más grande; y el hecho de que no hablen bien puede ser una muestra de superioridad.
Nuestro fresco otoño es, en la llanura del Ganges, una época tormentosa y caliente. Cuando se retiran los monzones, el aire es cálido y húmedo, y se tiene la sensación de flotar debajo de la superficie del agua. Los extraños árboles parecen helechos acuáticos, y entre sus copas los pájaros multicolores se mueven como peces.
El camino a Rajagriha es particularmente malo. Cuando se lo dije a Varshakara, se mostró asombrado.
—Es una de nuestras mejores carreteras, embajador. —Rió y apenas logré esquivar una roja gota de saliva—. Si fuera mejor, tendríamos ejércitos en marcha para atacarnos todos los días.
Era una frase enigmática, para decir lo menos. Como Magadha era el estado más poderoso de la India, ningún ejército se atrevería a marchar contra ella. A menos que el chambelán estuviera refiriéndose sutilmente a Darío, por supuesto. Aunque con frecuencia me resultaba difícil comprender sus palabras, no tenía ninguna dificultad en comprenderlo a él. Varshakara era un hombre despiadado y de grandes ambiciones, capaz de cualquier cosa para aumentar el poder de Magadha. Aún de… pero a esto llegaré a su debido tiempo.
Me impresionó la riqueza de la tierra en la gran llanura. Había dos cosechas anuales. Una en invierno, la única estación soportable. La otra durante el solsticio de verano. Inmediatamente después de la cosecha del verano, se plantan arroz y mijo. Los campos sembrados con estos granos me parecían tapices de color verde amarillento extendidos sobre el terreno liso. Sin gran esfuerzo, la población estaba bien alimentada. En verdad, si no fuera por la compleja labor de alimentar grandes áreas urbanas, los aldeanos de la India podrían vivir sin trabajar. Las frutas y bayas de los árboles, las aves domésticas y acuáticas, las mil variedades de peces fluviales proporcionan abundante alimentación gratuita.
Pero las ciudades imponen una agricultura elaborada. La consecuencia es que los enormes rebaños de ganado de los conquistadores arios son alejados poco a poco, a medida que la tierra de pasto se convierte en tierra de cultivo, y hay grandes debates acerca de este cambio en la forma de vivir del pueblo.
—¿Qué es un ario sin su vaca? —preguntan los brahmanes. Naturalmente, no esperan respuesta.
Inmediatamente después de la jungla, al este de Varanasi, hay numerosos poblados. Todos están rodeados por una inconsistente estacada, que no tiene por finalidad la defensa contra un ejército, sino el impedir que los tigres y otros animales de presa ataquen al ganado o a los niños. En el centro de cada una de estas aldeas diseminadas al azar hay una casa comunal donde los viajeros pueden dormir en el suelo por nada, y comprar una comida por casi nada.
Me sorprendió descubrir que la mayoría de los campesinos de la India son hombres libres y que cada poblado elige su propio consejo. Aunque deben pagar impuestos a cualquier persona que conquiste el poder, gozan de gran libertad. Esto explica, sin duda, el gran rendimiento de las cosechas en el campo indio. Como cualquier propietario sabe, un campesino contratado o un esclavo producen exactamente la mitad de alimentos que un hombre libre, dueño de la tierra que trabaja. Obviamente, el sistema de la aldea india es un resabio de una época más temprana y transparente de la humanidad.
El viaje de Varanasi a Rajagriha nos llevó dos semanas. Avanzábamos lentamente. Era un viaje cómodo, si se exceptúa el calor del día. Cada noche se montaban primorosas tiendas para el chambelán y para mí. Caraka compartía mi tienda, y el resto de la embajada dormía en la casa comunal del pueblo más próximo, o bajo las estrellas.
Todas las noches hacía arder un incienso nocivo que ahuyenta a los insectos que pican a los hombres dormidos. Las serpientes de la India eran un problema muy distinto. Como ni el incienso ni las oraciones las asustaban, Varshakara me sugirió el empleo de una pequeña criatura peluda y que se alimenta de serpientes, llamada mangosta. Encadena una mangosta cerca de tu cama y ninguna serpiente turbará tu sueño. Las noches eran tranquilas. Caraka y yo escribíamos notas acerca de lo que habíamos visto y oído durante el día. Supervisábamos también la confección de nuevos mapas, puesto que el mapa de Escílax del interior de la India era tan deficiente como preciso el de la región costera. Una vez preparadas las tiendas, solía cenar con Varshakara. Sentía tanta curiosidad por mí como yo por él. Aunque nos decíamos numerosas mentiras necesarias, yo pude recoger una buena cantidad de información útil acerca del exótico mundo en que acababa de penetrar. Nos reclinábamos en divanes, que en cierto modo se asemejaban a los griegos, aunque éstos estaban tapizados y cubiertos de cojines. Junto a cada diván había una inevitable escupidera. Los indios mastican constantemente hojas narcóticas de alguna clase.