—El que es. La unidad original de toda la creación. El primer paso de un hombre por el Camino consiste en ponerse en armonía con las leyes del universo, con lo que llamamos el siempre-así.
—¿Y cómo se hace para lograrlo?
—Imagina el Camino como de agua. El agua siempre busca el terreno más bajo, y rodea todas las cosas. —Tuve la extraña sensación de encontrarme nuevamente en la llanura del Ganges, donde las cosas complejas se expresan con tal sencillez que se tornan profundamente misteriosas.
Para mi sorpresa, el maestro Li leyó mi mente.
—Mi querido bárbaro, piensas que soy deliberadamente oscuro. Pero no lo puedo evitar. Después de todo, la doctrina del Camino ha sido llamada la doctrina sin palabras. Por lo tanto, todo lo que diga carecerá de sentido. No puedes saber lo que es para mí el Camino, como yo no puedo sentir el dolor de tu rodilla izquierda, que mueves constantemente porque aún no te has acostumbrado a nuestra manera de estar sentados.
—Percibes mi incomodidad sin sentirla en realidad. Quizás yo pueda percibir el Camino sin seguirlo.
—Muy bien —dijo el duque, y eructó para demostrar su satisfacción, no sólo por la comida, sino por nuestras palabras. Los catayanos consideran el eructo como la más sincera expresión de la mente, alojada en el estómago.
—Concibe entonces el Camino como algo en que no hay oposición ni diferencia. Nada es caliente. Nada es frío. Nada es largo. Nada es corto. Estos conceptos sólo tienen sentido en relación con otras cosas. Para el Camino, todos son uno.
—Para nosotros son muchos.
—Eso es lo aparente. Pero no hay diferencias reales entre las cosas. En esencia, sólo existe el polvo del que estamos hechos, un polvo que adopta formas temporales, pero nunca cesa de ser polvo. Es importante saber esto. Y es igualmente importante saber que no es posible rebelarse contra este hecho natural. La vida y la muerte son la misma cosa. Sin una, no puede existir la otra. Ninguna de ambas existe si no es en relación con la otra. Sólo existe el siempre-así.
Aunque yo encontraba aceptable esta concepción de una unidad original, no podía desdeñar las diferencias que el maestro Li ahogaba tan alegremente en su mar del siempre-así.
—Pero no hay duda —dije— de que un hombre debe ser juzgado por sus acciones. Hay buenas y malas acciones. La Verdad y la Mentira… —Hablé entonces como nieto de Zoroastro. Cuando concluí, el maestro Li respondió con una curiosa parábola.
—Hablas sabiamente. —El anciano inclinó cortésmente la cabeza—. Naturalmente, en la conducta relativa de una vida dada hay acciones correctas e incorrectas, y estoy seguro de que concordaríamos acerca de lo que conviene o no conviene. Pero el Camino va más allá de esas cosas. Te daré un ejemplo, si me lo permites. Imagina que eres un artesano del bronce…
—En realidad, maestro Li, es un fundidor de hierro, útil arte que los bárbaros dominan. —El duque me miró como si él me hubiera creado a partir del polvo original unificado.
El maestro Li ignoró la digresión del duque.
—Eres un artesano del bronce. Quieres fundir una campana, y tienes preparado un molde para el metal fundido. Y cuando quieres verter el metal ardiente, el bronce se niega a fluir. Dice: «No quiero ser una campana. Quiero ser una espada, como la espada inmaculada de Wu». Como fundidor de bronce, estarías consternado ante ese metal tan travieso, ¿no es verdad?
—Sí. Pero el metal no puede elegir su molde. La elección es del artesano.
—No. —La palabra, suavemente dicha, no tenía un efecto menos terrible que el hilo de Gosala—. No puedes rebelarte contra el Camino. No puede tu mano rebelarse contra tu brazo ni el metal contra el molde. Todas las cosas son parte del universo, que es el siempre-así.
—¿Cuáles son las leyes fundamentales? ¿Y quién fue su creador?
—El universo es la unidad de todas las cosas, y aceptar el Camino es aceptar el hecho de esa unidad. Vivo o muerto, eres para siempre parte del siempre-así, cuyas leyes son simplemente las leyes del devenir. Cuando la vida llega, es la hora. Cuando la vida se va, también es natural. Aceptar con serenidad todo lo que pueda ocurrir es ponerse más allá de la pena o de la alegría. Así sigues el Camino, por medio del wu-wei.
Volvía a desconcertarme el término, que significa, literalmente, no hacer.
—¿Pero cómo puede funcionar nuestro mundo si somos totalmente pasivos? Alguien debe fundir el bronce para hacer campanas y espadas.
—Cuando decimos no hacer, queremos decir no hacer nada que no sea natural o espontáneo. ¿Eres arquero?
—Sí. Fui educado como un guerrero.
—También yo. —El maestro Li era lo menos parecido a un guerrero que se pudiera imaginar—. ¿Has notado que fácil es dar en el blanco cuando practicas ociosamente?
—Sí.
—Pero, cuando compites con otros, cuando hay un premio dorado, ¿no encuentras más difícil acertar que si estás solo o si no compites?
—Sí.
—Si te esfuerzas demasiado, te pones tenso. Cuando estás tenso, no estás en tu mejor estado. Pues bien: a evitar esa tensión es a lo que tiende el wu-wei. O para decirlo de otro modo, abandona la conciencia de ti mismo en todo lo que haces. Sé natural. ¿Alguna vez has descuartizado un animal?
—Sí.
—¿Encuentras difícil separar las partes del cuerpo?
—Sí. Pero no soy un carnicero ni un Mago… quiero decir, un sacerdote.
—Tampoco yo. Pero he observado a los carniceros cuando trabajan. Son siempre veloces, siempre precisos. Lo que es difícil para nosotros, es fácil para ellos. ¿Por qué? Una vez pregunté al jefe de carniceros del solitario cómo hacía para desmembrar un buey en el tiempo que me podía llevar a mí limpiar un pez pequeño. «En verdad, no lo sé —dijo—. Mis sentidos parecen paralizarse, y mi espíritu, o lo que sea, se apodera de mí.» Esto es wu-wei. No hagas nada que no sea natural, que no este en armonía con los principios de la naturaleza. Las cuatro estaciones vienen y se van sin ansiedad porque siguen el Camino. El hombre sabio contempla este orden, y empieza a comprender la armonía implícita en el universo.
—Concuerdo en que es sabio aceptar el mundo natural. Pero aun el más sabio de los hombres debe hacer todo lo posible para apoyar el bien y derrotar el mal…
—Oh, querido bárbaro, esa idea de hacer es la que genera todas las dificultades. No hagas. Eso es lo mejor que se puede hacer. Conserva la actitud de no hacer. Arrójate al océano de la existencia. Olvida lo que llamas bien y mal. Como ninguna de las dos cosas existe si no es en relación con la otra, olvida esa relación. Deja que las cosas se ocupen de sí mismas. Libera tu propio espíritu. Trata de ser tan sereno como una flor o un árbol. Todas las cosas auténticas retornan a su raíz, sin saber que lo hacen. Esas cosas —la mariposa, el árbol— que carecen del conocimiento jamás abandonan el estado de la sencillez original. Si se tornaran conscientes, como nosotros, perderían su naturalidad. No encontrarían el Camino. Para un hombre, la perfección sólo es posible en la matriz. Después, es como la piedra en bruto antes de que el escultor la cincele, echando a perder la piedra. En nuestra vida, aquel que necesita de los demás está encadenado para siempre. El que es necesitado por los demás está eternamente triste.
Yo no podía aceptar la pasividad de la doctrina del Camino, así como no podía comprender las ventajas del nirvana budista.
Interrogué al maestro Li acerca del mundo real, o del mundo de las cosas, porque la palabra real suele inspirar a los sabios taoístas una serie de preguntas sobre la naturaleza de lo real.
—Comprendo lo que dices. O empiezo a comprender —me apresuré a añadir—. Aunque no siga el Camino, me has dado una imagen de él. Estoy en deuda contigo. Pero hablemos de los hechos. Es preciso gobernar los estados. ¿Cómo se puede hacer esto si el gobernante practica el wu-wei?
—¿Existe acaso un gobernante tan perfecto? —el maestro Li suspiró—. Este atareado mundo tiende a impedir el conocimiento del Camino.
—Nosotros, los duques, podemos apenas vislumbrar el Camino que seguís vosotros los sabios. —El duque de Sheh parecía muy satisfecho consigo mismo, y también algo soñoliento—. Sin embargo, honramos vuestro viaje. Lamentamos nuestra posición alta y atareada. Esperamos que nos digáis cómo gobernar nuestro pueblo.
—Lo ideal, señor duque, sería que el sabio príncipe gobernante vaciara las mentes de las personas mientras llena sus vientres. Debería debilitar su voluntad y fortalecer sus huesos. Si la gente carece de conocimiento, carecerá también de deseo. Si carece de deseo, sólo hará lo que es natural que hagan los hombres. Y entonces, el bien será universal.
Desde el punto de vista de la ciencia del estado, esto no se diferenciaba gran cosa de los brutales preceptos de Huan.
—Pero —respondí respetuosamente— si un hombre adquiere conocimiento y si luego quiere cambiar su destino, o aun cambiar al estado, ¿cómo debería responder el sabio gobernante?
—Ese príncipe debería matarlo. —El maestro Li sonrió. Entre sus dos largos incisivos, sólo había oscuras encías. Se parecía de pronto a uno de los murciélagos que dormían por encima de nuestras cabezas.
—Entonces, ¿los seguidores del Camino no tienen inconveniente en tomar vidas humanas?
—¿Por qué? La muerte es tan natural como la vida. Además, el que muere no se pierde. Al contrario. Apenas se marcha, está más allá de todo mal.
—¿Renacerá su espíritu?
—Ciertamente, el polvo se reorganizará de nuevo. Pero tal vez no es eso lo que llamas renacer.
—Cuando los espíritus de los muertos van a las Fuentes Amarillas —pregunté—, ¿qué ocurre?
En Catay, cuando alguien muere, la gente común dice que se ha ido a las Fuentes Amarillas. Si les preguntas dónde está ese lugar y qué es, las respuestas son confusas. Por lo que he podido entender, la idea de las Fuentes Amarillas es muy antigua. Se trata, en apariencia, de una especie de limbo eterno como el Hades griego. No hay un juicio. Los buenos y los malos comparten el mismo destino.
—Yo pienso que las Fuentes Amarillas están en todas partes. —El maestro Li frotó sus manos. ¿Un gesto mágico?—. Si están en todas partes, entonces nadie puede ir, porque ya está allí. Pero, naturalmente, el hombre nace, vive, muere. Aunque es parte del todo, su breve existencia lo induce a rechazar la totalidad. Pues bien, nosotros seguimos el Camino para no rechazar la totalidad. Es evidente para todos, o casi todos —se inclinó hacia mí—, que cuando el cuerpo se descompone, la mente se desvanece con el cuerpo. Quienes no conocen el Camino encuentran esto lamentable, y hasta terrorífico. Nosotros no estamos asustados. Como nos identificamos con el proceso cósmico, no nos resistimos al siempre-así. Ante la vida y la muerte el hombre perfecto no hace nada, así como el verdadero sabio nada origina. Se limita a contemplar el universo hasta que él pasa a ser el universo. Esto es lo que llamamos la misteriosa absorción.
—No hacer nada —empecé.
—… es una inmensa tarea espiritual —concluyó el maestro Li—. El sabio no tiene ambiciones. Por lo tanto, no fracasa. El que nunca fracasa siempre logra éxito. El que siempre logra éxito es todopoderoso.
—No hay respuesta para eso —dije—, maestro Li. —Estaba acostumbrado a esos argumentos circulares que son, para los atenienses, lo mismo que la rueda de la doctrina para los budistas.
Ante mi asombro, el duque objetó ante la teoría del maestro Li sobre la mejor forma de gobierno.
—Sin duda —dijo—, quienes siguen el Camino se han opuesto siempre a la pena de muerte, dado que ningún hombre tiene el derecho de pronunciar tan terrible sentencia contra otro. Hacerlo es lo contrario del wu-wei.
—Muchos seguidores del Camino concuerdan contigo, duque. A mí, personalmente, me parece un asunto sin importancia. La naturaleza es despiadada. Las inundaciones nos ahogan. Nos morimos de hambre. La peste nos mata. La naturaleza es indiferente. ¿Debe el hombre ser distinto de la naturaleza? Por supuesto que no. Sin embargo, me agrada una idea: quizás fuese mejor dejar que el mundo siguiera su Camino sin tratar de gobernarlo, puesto que un buen gobierno es imposible. Todo el mundo sabe que cuanto mayor es el número de buenas leyes que impone el gobernante, más ladrones y bandidos surgen para romperlas. Y todo el mundo sabe que si el gobernante recauda demasiados impuestos, la gente muere de hambre. Pero él no deja de hacerlo; ni dejan de hacerlo ellos. Entonces, vivamos en perfecta armonía con el universo. No hagamos leyes de ninguna clase, y seamos felices.
—Sin ley, no puede haber felicidad —respondí con firmeza.
—Probablemente no —dijo volublemente el maestro Li.
—Estoy seguro de que debe existir una manera correcta de gobernar —dije—. Ciertamente, todos conocemos bien las maneras incorrectas.
—No hay duda. ¿Pero quién lo sabe? —Se inclinaba como un junco ante cada argumento. Yo me impacientaba.
—¿Y qué —pregunté— puede saber un hombre?
La respuesta fue instantánea.
—Que ser uno con el Camino es ser como el cielo, y por lo tanto invulnerable. Que si posee el Camino, aunque su cuerpo deje de existir, no será destruido. El Camino es como una copa que nunca se vacía y nunca necesita que la llenen. Todas las complejidades se reducen a la sencillez. Todos los opuestos se combinan, los contrastes se armonizan. El Camino es tan sereno como la eternidad misma. Busca solamente la unidad.
El maestro Li calló. Eso era todo.
El duque se mantenía muy erguido, con la cabeza alta. Dormía profundamente y roncaba con suavidad. Más abajo, el agua resonaba como una concha junto al oído.
—Dime, maestro Li —pregunté——, ¿quién ha creado el Camino?
El anciano miró sus manos, ahora plegadas.
—No sé de quién es hijo.
Jamás fui presentado al hijo del cielo. Al parecer, no existía ningún protocolo para la recepción de un embajador bárbaro, que era, además, un esclavo. Asistí a varias ceremonias presididas por el duque de Chou. Siempre se mostraba como una deidad, y parecía perfectamente adaptado a su papel simbólico. Según mi amo, eso era bueno, porque él «es menos inteligente que la mayoría de las personas».
Salíamos a pasear frecuentemente con el maestro Li y sus discípulos. Era obvio que las tareas del archivista de Chou no eran demasiado pesadas: siempre estaba libre para discutir extensamente su teoría sin palabras. Desdeñaba graciosamente el dogma del bien y el mal de mi abuelo, sosteniendo que la unidad primigenia eliminaba esas pequeñas divisiones. Preferí no demostrar oposición. Le hablé de Gosala, de Mahavira, del Buda, de Pitágoras. Sólo el Buda le pareció interesante.