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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (37 page)

BOOK: Creación
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—Sí, príncipe Jeta.

—Es evidente, entonces, que el sufrimiento no cesará mientras se alimente el fuego. ¿Comprendes que para evitar el sufrimiento es preciso no añadir más leña al fuego?

—Sí, príncipe Jeta.

—Está bien. Ésta es la tercera verdad. La cuarta explica cómo extinguir el fuego. Esto se consigue evitando el deseo.

El príncipe se interrumpió. Escuché la música un instante: me pareció curiosamente atractiva. Digo curiosamente porque todavía no me había acostumbrado a la música india. Pero la ocasión era tan maravillosa que todo me gustaba, y me sentía más lejano que nunca de las cuatro verdades del Buda. De ningún modo quería desapego ni liberación, y ciertamente no deseaba que me extinguieran.

Bruscamente comprendí que la cuarta verdad del príncipe Jeta no era nada, lo que era en sí una verdad, como podría decir algún ciudadano de Atenas, o incluso de Abdera. Me volví hacia el dueño de casa: sonreía. Antes de que pudiera formular mi pregunta, la contestó:

—Para apagar la llama de esta penosa existencia, es necesario seguir el óctuple camino. Ésa es la cuarta noble verdad.

Más tarde o más temprano, los indios exhiben números. Como son matemáticos exagerados, hago siempre un descuento en la cifra que me dice un indio, a veces tan grande como treinta millones de millones de millones de veces los granos de arena que hay en el lecho del Ganges.

—¿Óctuple? —Traté de mostrarme interesado—. Creí que sólo había cuatro verdades.

—La cuarta verdad exige que se siga el óctuple camino.

—¿Cuál es, príncipe Jeta?

Una de las flautistas me distraía. O desafinaba, o tocaba una tonalidad que yo jamás había escuchado.

Te explicaré, Demócrito, en qué consiste el óctuple camino. Uno, puntos de vista correctos. Dos, correctas intenciones o finalidades. Tres, palabras justas. Cuatro, acciones justas. Cinco, vida correcta. Seis, el esfuerzo adecuado. Siete, conciencia justa. Ocho, la concentración debida.

Finalmente, el príncipe Jeta advirtió que yo me aburría.

—Esto puede parecerte obvio…

—No, no —respondí cortésmente—. Pero es tan general… No hay nada especifico… como las precisas instrucciones del Sabio Señor a mi abuelo acerca del modo de sacrificar un buey.

—Al Buda no se le sacrifican animales, sino el animal que hay dentro de uno mismo.

—Lo comprendo. Pero ¿qué es, exactamente… bueno, una vida correcta?

—Existen cinco reglas morales.

—Cuatro nobles verdades, un camino óctuple, y cinco reglas morales… Al menos, los números del Buda no son tan enormes como los de Mahavira. —Esto era una grosería.

Pero el príncipe Jeta no se inmutó.

—Encontramos en cierto modo similar la visión de Mahavira —respondió con suavidad—. Pero él sólo ayuda a cruzar el río. El Buda lo ha cruzado. Ha recibido la luz. Es perfecto. No existe.

—Sólo que ahora reside en Shravasti.

—Hay allí un cuerpo. Pero él no está.

Ya que tú, Demócrito, quieres conocer las cinco reglas morales, te diré cuáles son. La flautista desafinada ha fijado en mi memoria cada una de las palabras del príncipe. Estas son las reglas. No matar. No robar. No mentir. No embriagarse. No entregarse a la sexualidad.

Puse en duda la última regla.

—¿Qué le ocurriría a la raza humana si todo el mundo cumpliera realmente las cinco reglas morales?

—La raza humana cesaría de existir, lo que a los ojos del Buda es una cosa perfecta.

—Aunque cesara de existir también la orden budista.

—La finalidad de la orden consiste en extinguirse a sí misma. Infortunadamente, apenas una diminuta fracción de la raza humana se acercará a la orden; y sólo una cifra infinitesimal de sus miembros recibirá la luz, en el curso de los milenios. Nada tienes que temer, Ciro Espitama —dijo, divertido, el príncipe Jeta—. La raza humana continuará hasta que termine el presente ciclo.

—\1\2qué sentido tiene una religión que sólo puede atraer a unos pocos? ¿Si de estos pocos, como acabas de decir, casi ninguno alcanzará el estado final del nirvana?

—El Buda no tiene interés en la religión. Simplemente, desea ayudar a quienes están en la orilla. Les muestra la barca. Si alcanzan la ribera opuesta, descubrirán que no hay un río, ni una barca, ni siquiera dos orillas…

—Ni Buda…

—Ni Buda. El fuego estará apagado y el sueño de esta existencia habrá sido olvidado, y el que ha recibido la luz despertará.

—¿Dónde?

—Yo no he sido iluminado. Estoy todavía muy cerca de la orilla equivocada.

Esto deseaba el príncipe que yo recordara de aquella tarde encantada, aunque desconcertante, en su gruta. Posteriormente, cuando vi y oí al Buda, tuve una idea algo más clara de sus enseñanzas, que no son verdaderas enseñanzas.

Demócrito observa semejanzas entre las verdades del Buda y las de Pitágoras. Yo no. Pitágoras, Gosala y Mahavira creían en la transmigración de las almas, desde el pez hasta el hombre y más allá, a través del árbol. Pero el Buda era indiferente a la transmigración, porque en definitiva no creía en la existencia. No estamos aquí, decía. Tampoco estamos allí. Sólo imaginamos que un fuego chisporrotea.

Sin embargo, existimos… No hay absolutamente ninguna duda de que yo soy un hombre viejo y ciego, de que estoy en una casa fría y llena de corrientes de aire, en Atenas, casi ensordecido por los ruidos de la construcción que se eleva a mis espaldas. No existen dudas, al menos en mi mente, de que estoy hablando del tiempo pasado con un joven pariente de Abdera. Por lo tanto, existo, aunque no mucho, aunque sea menos llama que ceniza.

Para el Buda, la idea de la existencia era absolutamente dolorosa. ¡Cuánta razón tenía! Algo de lo que uno debía liberarse eliminando todo deseo, incluido el deseo de liberarse de todo deseo. Es obvio que muy pocos pueden alcanzar el éxito. Pero estoy bastante convencido de que quienes siguen el camino del Buda están en mejor posición que quienes no lo siguen, al menos en lo que concierne a este mundo.

Es curioso. Jamás pensé que pudiese llegar a creerlo. Y tampoco lo pensó el príncipe Jeta.

—Nada de lo que te he dicho tiene verdaderamente importancia —agregó, mientras nos preparábamos para salir de la caverna luminosa.

—Porque el fin de la materia es sunyata —dije, para su sorpresa, y para mi propio mundano deleite en mi talento—; y sunyata es la nada, la palabra que empleas también para el circulo que representa a la nada, y sin embargo existe.

Durante un instante, el príncipe Jeta permaneció inmóvil al borde del lago. El reflejo del agua azulada fluctuaba sobre su cara como una telaraña iridiscente.

—Debes ver a Tathagata —dijo en voz baja, como si no quisiera que aun el agua oyese.

—¿Quién es?

—Es otro nombre del Buda. Nuestro nombre privado. Tathagata significa el que ha venido y se ha ido.

También el príncipe se fue. Desapareció en el agua. Sin la menor gracia, me zambullí a mi vez.

Años más tarde supe que cada una de las palabras pronunciadas en la gruta, debajo de la montaña, había sido cuidadosamente anotada por un agente del servicio secreto de Magadha. De algún modo, Varshakara había logrado que se perforara la piedra blanda de la montaña hasta la gruta. Afortunadamente, el príncipe Jeta era demasiado importante para ser arrestado, y un embajador del Gran Rey era sagrado.

El viaje de retorno a Rajagriha fue interminable. El polvoriento camino estaba repleto de gente, carros, contingentes de soldados, camellos, elefantes. Todo el mundo se apresuraba a regresar a la ciudad antes de que se pusiera el sol y las puertas se cerraran.

Debo reconocer que jamás me acostumbré a ver cómo los indios alivian sus necesidades en público. No es posible recorrer el menor trecho de un camino de la India sin ver docenas de hombres y mujeres alegremente acuclillados al costado de la calzada. Los monjes jain y los budistas son los peores. Un monje sólo puede comer lo que ha mendigado; con frecuencia le sirven en su escudilla comida en mal estado, a veces deliberadamente. Y está obligado a comerla. A consecuencia de esa dieta, de veras atroz, la mayoría de los sacerdotes sufren toda clase de trastornos intestinales, a la vista de todo el mundo.

Encontré en el camino unos doce monjes budistas. Todos vestían harapos arrojados a la basura y tenían su escudilla de mendigo. No usaban las túnicas anaranjadas que hoy caracterizan a los miembros de la orden, porque, en aquellos días, la mayoría de los budistas fieles vivía en el desierto y lejos de las tentaciones. Pero llegó un momento en que la vida solitaria chocó con la necesidad de la orden de registrar y transmitir todos los sutras, o palabras, que el Buda pronunciaba. Y gradualmente los hombres y mujeres que creían devotamente en el Buda formaron comunidades. Ya durante mi primera visita a la India la orden era bastante menos peripatética que al comienzo.

Los discípulos originales viajaban con el Buda. Excepto en la estación lluviosa, éste se desplazaba constantemente. En sus últimos años, tendía a describir círculos que empezaban y terminaban en Shravasti, donde pasaba la estación lluviosa en un parque cedido a la orden por el príncipe Jeta, y no por el mercader llamado Anatapindika. Ese mercader afirmaba que había pagado al príncipe Jeta una enorme cantidad de dinero por el parque. Como el príncipe se tomaba gran trabajo para evitar todo crédito o alabanza por sus acciones, Anatapindika es hoy considerado el más generoso protector del Buda. Jamás he conocido a un hombre tan noble como el príncipe Jeta.

Al finalizar las lluvias, el Buda visitaba a veces su antiguo hogar en Sakya, al pie del Himalaya. Luego se dirigía hacia el sur, a través de las repúblicas, pasando por Kushinara y Vaishali. Luego cruzaba el Ganges en el puerto de Pataliputra y seguía hacia el sur hasta Rajagriha, donde pasaba por lo menos un mes en un bosquecillo de bambúes situado justamente dentro de los muros de la ciudad. Siempre dormía debajo de los árboles. Prefería mendigar alimentos en los senderos del campo y no en las calles atestadas de Rajagriha. Durante las horas de calor meditaba a la sombra, y toda clase de gente acudía a visitarlo, incluido el rey Bimbisara.

Conviene recordar aquí que la vista de un santón sentado bajo los árboles, con las piernas cruzadas, es muy común en la India. Muchos han permanecido en la misma posición durante años. Empapados por las lluvias, desollados por el sol y los vientos, viven de los alimentos que les dan. Algunos no hablan jamás; otros no cesan de hablar.

Desde Rajagriha, el Buda continuaba a Varanasi. Allí era recibido siempre como un héroe después de una conquista. Miles de curiosos lo acompañaban hasta el parque de los ciervos, donde había puesto en movimiento inicialmente la rueda de su doctrina. A causa de las multitudes, rara vez permanecía mucho tiempo en el parque. Y en lo más oscuro de la noche salía de Varanasi hacia las ciudades de Kaushambi y Mathura, en el noroeste, para retornar justamente antes del comienzo de las lluvias a Shravasti.

Todos reverenciaban al Buda, incluso los brahmanes que podían considerarlo una amenaza a su prestigio. Después de todo, el Buda pertenecía a la casta de los guerreros. Pero era más que un guerrero, más que un brahmán. Era la excelencia. Los brahmanes le temían porque no era como ninguna otra persona. Pero, hablando con propiedad, no era ninguna persona. Había venido; y se había ido.

8

Ajatashatru me entregó mi dote y dijo:

—Ahora debes comprar una casa. Ni muy grande ni muy pequeña. A mitad de camino entre mi casa y el palacio del rey. Con un patio central y un pozo de agua pura. Con diez clases distintas de arbustos en flor. Tendrá una hamaca suspendida entre dos árboles, lo bastante amplia para que dos personas puedan mecerse, juntas, durante muchos venturosos años. En el dormitorio habrá una ancha cama con un dosel de tela de Catay. Y un diván, ante la ventana, por la que se verá un árbol.

Después de detallar todos los objetos que mi casa debía contener, arqueó mucho las cejas y preguntó:

—¿Pero dónde se encuentra ese lugar perfecto? Debemos empezar a buscarlo, querido. ¡No hay un momento que perder!

Es innecesario decir que Ajatashatru ya había encontrado la casa ideal. En verdad, era una de sus propiedades. De modo que finalmente devolví a mi suegro la mitad de mi dote para comprar una casa agradable, aunque algo derruida, en una calle bulliciosa.

Para mi sorpresa, nadie intentó convertirme a la adoración del demonio antes de la boda. Yo debía solamente representar el papel del novio en una antigua ceremonia aria que no se diferenciaba mucho de las nuestras. Como en Persia, la parte religiosa de la ceremonia estaba a cargo de la casta sacerdotal. Es decir, uno no estaba obligado a prestar la menor atención a lo que hicieran y dijeran.

Al final de la tarde, llegué a la larga y baja casa de madera de Ajatashatru. Fui aclamado en la entrada por una gran multitud de gente común, que comentó favorablemente mi apariencia. Yo estaba resplandeciente, aunque muerto de calor, con un chal de tela de oro y un turbante que un criado había tardado una hora en arrollar y ajustar. El propio barbero del rey había pintado mis labios con lac y el contorno de mis ojos de negro. Luego había decorado mi cuerpo con pasta de sándalo de colores, transformando mi pecho en las hojas y ramas de un árbol cuyo tronco, delicadamente dibujado, descendía vientre abajo hacia los genitales, que representaban las raíces. Una serpiente centelleaba en torno de cada una de mis piernas. El barbero era, sí, dravidiano, y no había podido resistir la tentación de ese toque preario. Cuando hace calor, los indios elegantes suelen cubrirse de pasta de sándalo con el pretexto de que los refresca. No es así. Uno suda como un caballo, aunque, al menos, el sudor huele al más exótico de los perfumes.

Yo iba acompañado por Caraka y toda la embajada. Para entonces, todos vestíamos al modo de la India. El calor había vencido al patriotismo.

En la puerta del palacio nos aguardaban Ajatashatru y Varshakara. Estaban aún más lujosamente ataviados que yo. Varshakara estaba adornado con rubíes birmanos del mismo color que sus dientes, y el heredero del trono con un millar de millares de diamantes, como habría dicho un indio. Los diamantes rodeaban su cuello, cubrían sus dedos, caían en cascadas de sus orejas y ceñían su enorme abdomen.

Según la antigua costumbre, Ajatashatru me ofreció una copa de plata llena de miel y cuajada. Después de beber esa empalagosa mezcla, fui conducido al patio central, donde habían instalado una tienda de brillantes colores. Al otro lado de la tienda estaba mi futura novia, a quien aún no había visto, acompañada por su madre, su abuela, sus hermanas, sus tías y sus criadas. De nuestro lado se encontraban los hombres de la familia real, encabezados por Bimbisara, quien me saludó grave y amablemente.

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