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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (39 page)

BOOK: Creación
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—Mi padre destina todo su dinero a levar un ejército para atacar las repúblicas. Es un secreto, pero todas las mujeres lo saben.

—¿Y por qué no hace eso el rey?

—La vieja reina dice que él desea verdaderamente la paz. Y después del sacrificio es el monarca universal. ¿Por qué habría de ir a la guerra?

No respondí que el monarca universal era Darío —y no Bimbisara— porque desde el comienzo estimaba que Ambalika sería leal en primer término a su familia, y no a mí. Daba por sentado que si le hablaba de política, mis palabras serian transmitidas a su padre o a Varshakara.

—¿Qué piensa el rey de los planes de tu padre?

—No los conoce. ¿Cómo podría? La vieja reina no le ha dicho nada porque tiene miedo de mi padre. No comprendo por qué. Después de todo, ella es su madre.

—Pero el chambelán se lo habrá contado.

—Nadie sabe qué le dice a nadie el chambelán en secreto. —Bruscamente, Ambalika parecía tener el doble de edad—. Pero odia las repúblicas.

—Así me ha dicho.

—Todo el mundo sabe qué es lo que dice —respondió ambiguamente.

Me pregunté en aquel momento, cuál sería, de haberlo, el arte número sesenta y cinco. ¿La diplomacia o la conspiración?

Nos interrumpió la llegada del abuelo de Ambalika, el príncipe Jeta. Como era el tercer día, nos traía regalos. Lo recibimos en el salón principal. A pesar de la elegancia del mobiliario y de los cortinajes, era imposible esconder el hecho de que aquella casa no tardaría en desmoronarse a causa de las termitas y la carcoma. Como siempre, mi suegro había realizado una transacción ventajosa.

Cuando Ambalika se disponía a retirarse, el príncipe Jeta le indicó que se quedara.

—Después de todo, ¿cuántas oportunidades tiene un hombre de ver a una de sus nietas?

Ambalika permaneció con nosotros.

El príncipe se volvió hacia mí.

—Has sido oficialmente invitado a la corte del rey Pasenadi. —El príncipe Jeta no hablaba con urgencia; yo sabia que la sentía—. El rey desearía recibirte antes de que empiecen las lluvias.

—Es un honor. —Dije luego el discurso consabido, y agregué—: Infortunadamente, debo esperar hasta que el primer cargamento de hierro salga para Persia.

—Eso será a comienzos del mes próximo, embajador. —El príncipe Jeta sonrió y yo traté de no demostrar la menor preocupación porque conociera los arreglos secretos establecidos con Varshakara. Habíamos determinado el precio del hierro, resolviendo que fuera cambiado por oro en Taxila. En general, yo estaba satisfecho con mí primer tratado comercial. No me complacía que el príncipe Jeta lo conociera—. Como la caravana irá por Shravasti, esperábamos que pudieras ir con ella.

—Además, estaremos bien protegidos —dijo Ambalika, bruscamente interesada—. ¿Sabes?, hay bandas de ladrones desde un extremo al otro de Koshala. Y piratas en el río, además. Pero aun así, estoy ansiosa por ver Shravasti. La vieja reina dice que no hay en el mundo una ciudad más hermosa.

—Estoy de acuerdo —dijo el príncipe Jeta—. Pero, naturalmente, yo sólo he visto las tierras entre los dos ríos, como llamamos a nuestro pequeño mundo.

—Por supuesto, trataré de ir —empecé.

—¡Oh, di que sí! —Ambalika tenía un sentido infantil de la urgencia Todo debía hacerse ya mismo. Lais posee la misma cualidad.

El príncipe Jeta sonrió a su nieta.

—Tu marido querrá también conocer al Buda, de quien has oído historias tan terribles en las habitaciones de las mujeres.

—No es cierto, príncipe Jeta. Muchas de nuestras damas admiran al Buda. —Ambalika era de repente una princesa llena de tacto.

—¿Y tú?

—No lo sé, realmente. No puedo decir que me agrade la idea de ser extinguida como una vela. Creo que Mahavira es más interesante.

—¿Has visto y oído a Mahavira? —El príncipe parecía curioso.

Ambalika asintió.

—Cuando tenía unos seis años, la niñera me llevó al convento jain, que no está lejos de tu casa, en el camino al río. Mahavira estaba sentado en el polvo, frente al convento. Nunca he visto una multitud mayor.

—¿Recuerdas algo de lo que dijo? —Jeta estaba ahora auténticamente interesado en su nieta. ¿Porque era mi mujer?

—Me gustó cómo describió la creación del mundo. Ya sabes, cómo todas las cosas son en realidad una parte de un hombre gigantesco… Y nosotros estamos en algún punto, cerca de su cintura. Naturalmente, la geografía de Mahavira no es la que aprendí en la escuela, pero me gustaron esos círculos oceánicos. Uno de leche, otro de manteca clarificada, otro de caña de azúcar. Oh… —Tenía la costumbre de interrumpirse bruscamente—. Y me gustó mucho su descripción del primer ciclo de la creación, cuando todas las personas tenían seis millas de altura, y todos éramos hermanos gemelos, y cada hermano se casaba con su hermana gemela, como hacen hoy en Persia, y nadie debía trabajar porque había diez árboles donde crecía todo lo que uno podía querer. Un árbol tenía hojas que se convertían en tazas y escudillas. Otro daba alimentos ya cocinados. Este era el que más me gustaba. Supongo que yo era una chiquilla golosa. Y otro daba ropas y otro palacios, aunque no me imagino de qué modo puede pelarse un palacio como si fuera un plátano. Pero quizá cuando el palacio estaba maduro, descendía hasta posarse en el suelo, hecho de azúcar, con ríos de vino… —Ambalika volvió a interrumpirse—. Pero esto que digo no es serio. Sólo he contado lo que recuerdo. Creo que era muy viejo. Y recuerdo una cosa que me agradó: llevaba vestiduras, no estaba vestido de cielo.

Aquella noche se consumó alegremente nuestro matrimonio. Yo estaba contento. Ella estaba contenta. Presumiblemente, los dioses védicos estaban satisfechos, porque nueve meses más tarde nació mi primer hijo.

Poco después de la boda, en lo más cálido de la estación seca, el rey Bimbisara me concedió audiencia. Me recibió en un salón pequeño que daba a un jardín seco y polvoriento invadido por las langostas.

Bimbisara fue directamente a la cuestión. Aunque no fuera exactamente un monarca universal, era ciertamente el rey guerrero que había sido siempre. A propósito: hasta que llegué a Catay, yo pensé que la idea de un monarca universal era una idea aria. La prueba era el Gran Rey. Pero en Catay me dijeron que en un tiempo un solo monarca había gobernado el Reino Medio —su nombre para Catay— en perfecta armonía con el cielo; y que un día volvería y sería llamado el hijo del cielo. Como solamente existe un dios, debe haber necesariamente sólo un monarca universal. En la realidad, por supuesto, hay tantos falsos dioses en el cielo como reyes y príncipes en el mundo. Sin embargo, es absolutamente evidente para mí que todos los hombres de la tierra anhelan la unidad. Los habitantes de Catay no tienen la menor relación con los arios, pero piensan lo mismo. Está claro que han recibido su inspiración del Sabio Señor.

Pedí permiso a Bimbisara para viajar con la caravana a Shravasti.

—Eres libre de ir, hijo mío. —Bimbisara me trataba como a un miembro de su familia, lo cual era cierto, de acuerdo con la ley védica.

—Tengo gran curiosidad y deseo de conocer al Buda. —Naturalmente, no mencioné la urgente invitación de Pasenadi.

—Daría mi reino por seguir al Buda —dijo Bimbisara—. Pero no me está permitido.

—El monarca universal puede obrar a su antojo. —En la corte de un rey no se puede ser jamás del todo sincero.

Bimbisara tironeó su barba violeta.

—No hay ningún monarca universal —respondió sonriente—, como sabes. Y si hubiera uno, sería probablemente Darío. Naturalmente, digo esto sólo para tus oídos. Tu Darío es el señor de muchas, muchas tierras. Pero no es, como sostiene, el señor de absolutamente todas las tierras. Como no ignoras…

—Sí, mi señor…

—Como no ignoras —repitió con vaguedad—. Si el Buda te interroga sobre el sacrificio del caballo, le dirás que yo estaba obligado a rendir homenaje a los dioses arios.

—¿Él lo desaprobará?

—El nunca desaprueba. Nunca aprueba. Pero, en principio, mantiene que toda vida es sagrada. Por lo tanto, el sacrificio de animales siempre está mal, al igual que la guerra está mal.

—Pero tú eres un guerrero, un rey y un ario. Debes sacrificar animales a tus dioses, y matar a los enemigos en la guerra y a los malhechores en la paz.

—En la medida en que soy todas esas cosas, me veo privado de la luz en esta encarnación. —Había en los ojos del rey verdaderas lágrimas, y no esos fluidos que se derramaban libre y permanentemente por las mejillas de su hijo—. Siempre tuve la esperanza de poder un día alejarme de todo esto. —Tocó su turbante—. Entonces, cuando ya no fuera nada, podría seguir el óctuple camino del Buda.

—¿Por qué no lo haces? —pregunté, con auténtica curiosidad.

—Soy débil. —Con otras personas, Bimbisara era reservado, hermético, cauteloso. Conmigo se mostró muchas veces asombrosamente confiado. Supongo que podía hablar libremente, siempre que no se tratara de asuntos políticos, porque yo estaba enteramente fuera de su mundo. Aunque estaba casado con su nieta, yo era siempre el embajador del Gran Rey: un día mi embajada terminaría.

Por delicadeza, nadie de la corte hablaba de mi eventual partida. Sin embargo, el regreso a Persia no se alejaba de mi mente y, en nuestra última entrevista, estaba también en la mente de Bimbisara. Él no podía saber si yo decidiría o no continuar viaje a Persia con la caravana. Era algo que yo bien podía hacer. Mi misión estaba cumplida. El comercio entre Persia y Magadha era cosa resuelta, y no había motivo para que no continuara desarrollándose mientras una tuviera oro y la otra hierro.

Pero en el momento de mi entrevista con Bimbisara, yo no había tomado ninguna decisión. Ciertamente, no pensaba abandonar a Ambalika. Por otra parte, no sabía qué sentimientos podía inspirarle la idea de salir de la India. Y también temía lo que sin duda podía hacer y decir Ajatashatru si le anunciaba mi regreso a mi hogar. Quizá no terminara mis días ahogado en lágrimas, sino en el Ganges.

—Soy débil —repitió Bimbisara, secándose los ojos con el chal—. Todavía tengo tareas que cumplir aquí. Estoy tratando de crear un sangha de jefes de aldea. Naturalmente, los veo uno por uno. Ahora quiero que se reúnan al menos una vez al año para contarme sus problemas.

—Harás de Magadha una república. —Sonreí, para significar que era una broma. Me inquietaba un poco, lo confieso, el que deseara discutir asuntos de política interna con un extranjero.

Pero Bimbisara sólo estaba pensando en voz alta.

—Los jefes de las aldeas son el secreto de nuestra prosperidad. Si los controlas, floreces; si los oprimes, pereces. Soy el primer rey de Magadha que ha conocido personalmente a cada uno. Por eso soy un monarca universal. No, no haré una república. —Me había oído, después de todo—. Desprecio esos estados donde cualquier dueño de propiedades se cree rey. Eso no es natural. No puede haber más que un rey en cada país, así como sólo hay un sol en el cielo o un general a la cabeza de un ejército. Di a Pasenadi que nuestro afecto por él es constante.

—Sí, mi señor. —Bimbisara parecía ahora dispuesto a pasar a un tema que me costaba anticipar.

—Dile que su hermana está floreciente. Dile que ha cumplido el sacrificio del caballo. Que no atienda a quienes desean… sembrar la discordia entre nosotros. No lo conseguirán, mientras yo viva.

Lo miré con expectativa. Se puede mirar de frente a un rey indio. En realidad, él se ofendería y se alarmaría si uno no lo mirara directamente, aunque con humildad.

—Ve al Buda. Prostérnate ante el hombre de oro. Dile que yo, en los treinta y siete años que han pasado desde que nos encontramos por vez primera, he practicado la óctuple moralidad seis veces por mes. Y que sólo recientemente he comenzado a comprender la verdad que me dijo: «El único logro absoluto es el absoluto abandono». Dile que he formulado un voto privado, y que dentro de un año abandonaré las cosas terrenas y lo seguiré.

Nadie sabrá nunca si el rey Bimbisara hablaba seriamente de abandonar el mundo. Creo que lo pensaba, cosa que en asuntos religiosos es muy poco más que nada.

Ajatashatru se despidió de mí en la cancillería del palacio de su padre. Para ser un amante de los placeres, pasaba una buena parte de su tiempo con el consejo privado del rey y con el jefe del consejo.

En Magadha, el jefe del consejo es quien realiza verdaderamente la tarea de administrar el país, con la ayuda de unos treinta consejeros, muchos de ellos hereditarios y en su mayoría incompetentes. Como chambelán de palacio, Varshakara estaba a cargo de la corte, y además de la policía. No es necesario decir que era más poderoso que el canciller, y habría sido más poderoso que el rey, si Bimbisara no hubiese decidido gobernar en estrecha alianza con los jefes de aldea, que no sólo consideraban al soberano un amigo en mitad de una corte muy compleja y corrompida, sino que recogían los impuestos en su nombre, deducían su parte y enviaban el resto al tesoro. Era muy raro que engañaran al rey.

Como en Susa, los diversos consejeros se hacían cargo de diferentes funciones del estado. Tradicionalmente, en todo reino, el sacerdote principal está muy cerca del rey. Pero el budista Bimbisara rara vez consultaba al custodio oficial de los dioses védicos, cuyo único momento de gloria había sido la reciente celebración del sacrificio del caballo. De entre los miembros del consejo privado, el rey designaba un ministro para la guerra y la paz y un juez supremo, que presidía el conjunto de magistrados del país y resolvía, en su corte, los casos que no pasaban directamente al rey. Nombraba además un tesorero y un recaudador principal de impuestos. Estos dos últimos funcionarios tenían gran importancia, y era proverbial que morían ricos. Sin embargo, durante el reinado de Bimbisara, sus poderes estaban muy restringidos. Bimbisara conseguía esto merced a su alianza con los jefes de aldea.

Había un ejército de viceministros que recibían el nombre de superintendentes. Como todos los metales en bruto pertenecían al rey, las minas eran administradas por un superintendente. Este funcionario sólo me pidió un patriótico porcentaje del cinco por ciento sobre el valor de exportación del hierro de su amo, que pagué. Dado que todos los bosques pertenecían al rey, los elefantes, los tigres, las aves exóticas, la madera para la edificación o para utilizar como combustible, estaban bajo el dominio de un solo superintendente. En verdad, cada aspecto provechoso de la vida india estaba reglamentado por el estado. Había superintendentes del juego, de la venta de licores, de las casas de prostitución. En general, el sistema funcionaba aceptablemente. Si un monarca es activo, puede hacer que las cosas se hagan rápidamente. De otro modo, la administración cotidiana es cosa lenta, lo cual me parece bueno. Lo que no se hace, no puede ser totalmente malo. Esta observación, Demócrito, es política y no religiosa.

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