Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (64 page)

BOOK: Creación
12.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como yo había imaginado, la policía de Ch'in nos alcanzó dos días más tarde, en el paso de Hanku. Los carros fueron minuciosamente registrados, y se descubrió mi escondite. Pero yo no estaba en él. El duque había tomado la precaución de colocar guardias ocultos a lo largo del camino desde Yang. Sabía que, cuando mi ausencia fuera advertida, Huan sospecharía de él. Los guardias se enviaban señales uno a otro por medio de escudos de bronce, muy pulidos, que reflejaban la luz del sol.

Cuando supimos que la policía se acercaba, me escondí en un árbol. Los carros continuaron su camino. Y el duque ofreció a la policía una soberbia demostración. Les recordó que era primo de su nuevo duque, y descendiente directo del emperador Wen, del Emperador Amarillo y de todos los demás. Pero de todos modos, permitiría que registraran los carros, y esperaba que sus antepasados celestes no castigaran con excesivo rigor su sacrílega conducta.

Los policías revisaron cuidadosamente a cada uno de los miembros del séquito del duque, hombre o mujer, y también los carros, y se sorprendieron inmensamente al no encontrarme. En un estado estrictamente reglamentado como Ch'in, nadie desaparece sin la colaboración oficial. Finalmente, permitieron que el convoy continuara la marcha pero, para mi horror, lo acompañaron durante cinco días. Sólo se retiraron cuando la comitiva del duque llegó hasta el monumento de piedra que marca la frontera entre Ch'in y Chou.

No sólo me vi obligado a mantenerme fuera de la vista de la policía, sino también fuera del alcance de las manadas de lobos que me miraban curiosamente con sus ojos semejantes, en la noche, a diminutos fuegos verdes. Yo dormía en los árboles, llevaba siempre un grueso bastón, y maldecía constantemente el hecho de que mi disfraz de mujer no incluyera armas. Vi un oso negro, y otro pardo. Si ellos me vieron, no demostraron interés. Aunque se suponía que aquellos oscuros bosques estaban habitados por bandidos, no encontré un solo ser humano. Si no hubiese podido oír, de vez en cuando, los ruidos de los carros del duque, me habría sentido enteramente fuera del mundo de los hombres.

Cuando hallaba un lago o una corriente, bebía como beben los animales, a cuatro patas. Me alimentaba de extrañas bayas, frutas y raíces. Me sentí enfermo varias veces. En cierta oportunidad, creí ver un dragón entre la media luz del bosque. Pero el dragón era sólo una aguda punta de jade brillante verde y blanco, la más hermosa de las piedras.

En la confluencia de los ríos Wei y Tai, escondido en un bosquecillo de plumosos arbustos, vi cómo la policía saludaba al duque de Sheh y partía de regreso. En la margen opuesta del Tai se veían los campos cultivados de Chou. Pasar de Ch'in a Chou era como pasar de la noche al día.

Ya en Chou, el duque fue recibido con deferencia por el comandante de frontera, que examinó superficialmente su pasaporte y lo saludó graciosamente mientras iniciaba la marcha hacia Loyang, capital del Reino Medio. Mi propia entrada en Chou fue menos formal. Atravesé el río Tai oculto debajo de una burda balsa de ramas de sauce.

El duque se asombró al verme.

—¡Qué alegría! —exclamó, dando palmadas—. Ahora podré enriquecerme con el rescate de Magadha. Estoy feliz. Y bastante sorprendido. Estaba seguro de que si te salvabas de los lobos, caerías en manos de los hombres lobos. —Era la primera vez que escuchaba, y por supuesto en suelo de Chou, cómo llamaban los catayanos civilizados a los bárbaros de Ch'in.

El duque me ofreció alimentos de su propia reserva de provisiones y me regaló una de sus amplias túnicas de hebras finas y de tejido abierto, y un manto casi nuevo de cordero negro. Una vez arrancados los emblemas ducales, parecía un caballero, ni más ni menos. Sin embargo, yo me sentía incómodo. Por primera vez desde la adolescencia no tenía barba. Parecía exactamente un eunuco. Pero como, por suerte, muchos catayanos no usan barba, no era, al menos, demasiado conspicuo.

2

Por vez primera desde mi llegada a Catay, empecé a divertirme. Aunque todavía era un cautivo, si no un esclavo, el duque era un excelente compañero, ansioso por mostrarme el verdadero Catay.

—No debes fundar tu idea del Reino Medio en lo que conoces de Ch'in, que sólo es una parte, a pesar de que sus duques son descendientes bastante irregulares del emperador Wu. ¡Aun así, esos burdos provincianos aspiran a la hegemonía! Pero el cielo es benévolo, y nadie ha recibido aún el mandato. Cuando esto ocurra, no dudo que el elegido será mi querido primo el duque de Chou. Te parecerá interesante, aunque con defectos. Actúa como si fuese ya el hijo del cielo, el colmo de la presunción. Por supuesto, la totalidad de los duques de Chou se ha hecho la misma ilusión por considerar que el último decreto del cielo había recaído en su antecesor. Pero eso ocurrió hace trescientos años, y el mandato se perdió cuando una profana horda de bárbaros y nobles lo mató. El hijo del emperador, huyendo, llegó aquí, a Chou, y se proclamó emperador. No tenía, desde luego, la hegemonía. Era, por lo tanto, únicamente, duque de Chou. Y por eso no tenemos ahora más que una sombra del hijo del cielo en Loyang, sombra de la capital de un verdadero Reino Medio. El duque de Chou es casi emperador. Pero eso no es suficiente, ¿no? Sobre todo, porque Chou es uno de los ducados más débiles y tarde o temprano alguno de los vecinos —seguramente los hombres lobos— lo conquistarán. Mientras tanto, todos miramos hacia Loyang con lágrimas en los ojos y esperanzas en nuestros vientres.

Luego el duque me habló de su bisabuela, que había sido también bisabuela del actual duque de Chou. Era una mujer infinitamente orgullosa que siempre se refería a sí misma llamándose el muchachito. Un día, el ala del palacio en que residía se incendió, y todas las damas huyeron excepto el muchachito, que permaneció en su salón adivinando el futuro con sus palillos. Cuando una criada pidió a la duquesa que abandonara el palacio en llamas, la anciana señora respondió:

—El muchachito sólo puede abandonar el palacio escoltada por el hijo del cielo, o por un pariente varón cuyo rango no sea inferior al de marqués; además, naturalmente, el muchachito no debe ser vista jamás, fuera del palacio, sin una dama de compañía de mayor edad.

Luego siguió echando los palillos, un entretenimiento popular en Catay.

La criada corrió a buscar a alguien de rango suficiente para acompañar a la duquesa. Pero nadie superaba el titulo de conde, ni había una dama de compañía mayor que la duquesa. Con los rostros cubiertos por paños mojados, el conde y la criada entraron en el palacio ardiente, y vieron a la anciana señora sentada en su alfombrilla de seda, disponiendo los palillos.

—Por favor, esa persona del hijo del cielo —dijo el conde, que era también su sobrino—, ven conmigo.

La duquesa se indignó.

—Es inaudito. No puedo abandonar mis habitaciones sin la compañía de una mujer mayor y de un hombre de la familia, cuyo rango no sea inferior al de marqués. Proceder de otro modo sería inconveniente.

Y así la duquesa murió quemada en nombre de las conveniencias, que son fundamentales para los catayanos. La muerte de tal dama fue una fuente de infinitas discusiones. Algunos consideraban que debía ser admirada y emulada; otros, que era un personaje ridículo.

—Después de todo —me dijo luego Fan Ch'ih—, no era una virgen ni una joven recién casada. Era una mujer muy anciana y no debía preocuparse por quién la acompañaba. No era modesta. A decir verdad, era vanidosa, como todos los demás miembros de la casa de Chou. Y la vanidad nunca es conveniente a los ojos del cielo.

Mientras nos aproximábamos a las afueras de Loyang, el tránsito aumentaba. Toda clase de hombres y mujeres se dirigían a la ciudad. Los ricos viajaban en carrozas o en literas. Los campesinos pobres llevaban sus productos cargados a la espalda. Granjeros y mercaderes iban en carretas tiradas por bueyes. La gente común estaba bien vestida y sonreía. No sólo en esto se diferenciaban de los sombríos habitantes de Ch'in, sino también en que éstos tenían el color del bronce y las narices achatadas, en tanto que los de Chou eran de piel más clara y de rasgos más delicados. Todos los indígenas catayanos tienen pelo negro, ojos negros, cabeza redonda y carecen casi por completo de vello corporal. Es curioso: tal como hacemos nosotros con los babilonios, la clase guerrera de Chou, que conquistó el Reino Medio aproximadamente al mismo tiempo que los arios penetraban en Persia, India y Grecia, los denomina «el pueblo de pelo negro». ¿De dónde vinieron los Chou? Los catayanos señalan el norte. Sería interesante descubrir antepasados comunes.

Entramos en Loyang por una alta puerta de piedra, enclavada en una simple muralla de ladrillo. Me sentí inmediatamente en casa. Las multitudes eran como las de Susa o Shravasti: gente que ríe, grita, canta, anuncia a voz en cuello sus mercancías, escupe, compra, vende, juega o come en una gran cantidad de puestos callejeros.

Cerca del mercado central, el duque compró una carpa hervida en uno de esos puestos.

—La mejor carpa de Catay —declaró el duque, mientras separaba un trozo y me lo ofrecía.

—Jamás he probado un pescado mejor —dije, con cierto grado de sinceridad.

El duque sonrió al vendedor.

—Lo primero que hago siempre en Loyang es venir aquí. ¿No es verdad? —Su cortesía era impecable, aunque tenía la boca llena.

El hombre se inclinó, deseó larga vida al duque, y recibió una moneda. Luego el duque adquirió una gran hoja enrollada que contenía abejas fritas en su propia miel. Alabó cálidamente el alimento, pero su sabor era extraño. Desde los días de Lidia la miel nunca me ha agradado mucho.

El duque de Sheh ocupaba siempre habitaciones en un gran edificio situado frente al palacio ducal.

—Esta casa pertenecía a unos amigos de mi familia —dijo, con cierta vaguedad. Después de todo, era cierto que estaba vinculado con todo el mundo—. Luego fue vendida a un mercader que alquila las habitaciones a alto precio, a todos menos a mí. Me hace un precio especial, porque soy miembro de la familia imperial.

Aunque el duque no me trataba como a un cautivo, eso era yo, y no lo ignoraba. Me encontraba siempre en su habitación, o en la habitación de su mayordomo, nunca fuera de su vista o de la de algún miembro de su comitiva.

Después de Ch'in, Loyang me pareció un lugar tan encantador que tardé cierto tiempo en comprender que tanto la ciudad como la nación estaban al borde del derrumbe económico. Los estados vecinos se habían apoderado de la mayor parte de Chou. Sólo la figura ambiguamente divina del duque impedía que los gobernantes de Cheng o de Wei ocuparan Loyang. En verdad, todo el mundo parecía apoyar en cierta medida la ficción de que el duque era el hijo del cielo, al mismo tiempo que le robaban sus tierras y se burlaban, a sus espaldas, de sus pretensiones.

Loyang tenía el aspecto asombrado de una gran capital que acaba de perder el imperio que la sostiene. Babilonia posee el mismo aire de leve decadencia y decepción. Abundaban en Loyang la música, los juegos, los juglares, y, naturalmente, las ceremonias.

Asistimos a los ritos de año nuevo, que se celebran en el templo de los ancestros de los duques de Chou. Seguramente el edificio era muy hermoso cuando se construyó, hace tres siglos, poco después de la llegada del último hijo del emperador.

El templo tiene un techo alto y empinado, cuyas tejas están dispuestas formando un hermoso diseño de olas en el que se alternan el oro y el verde. Las columnas de madera están decoradas con las intrincadas imágenes de follaje que sólo el hijo del cielo puede usar. Los cimientos son de piedra, y las paredes de madera oscura, cubiertas de armas antiguas y modernas. En teoría, todo el arsenal del estado se guarda en el templo ancestral del gobernante. En la práctica, sólo se depositan allí armas simbólicas. Cuando el gobernante era simplemente un jefe de clan, aseguraba su poder con la propiedad directa de todas las armas; pero así era hace mucho, cuando la comunidad no pasaba de ser una familia que obedecía a su padre, quien era el hijo no sólo de su propio padre y jefe, sino también del cielo.

En un extremo del vasto interior hay una muy curiosa estatua de terracota, que representa a un hombre, de tamaño mayor que el normal. Esta vestido como un guerrero de la dinastía anterior a la de Chou. Tiene la boca cubierta por un triple sello. En la base hay una inscripción: «Cuanto menos se dice, menos se debe reparar». No se sabe por qué tiene que haber un monumento a la prudencia en el recinto ancestral de los Chou; a menos, naturalmente, que el mensaje sea perfectamente explicito y signifique exactamente lo que dice.

El hijo del cielo era un hombre ágil y pequeño, de cuarenta años, con una larga barba en punta. Vestía un exquisito traje ceremonial: en la espalda se destacaba un dragón bordado en hilo de oro. En una mano traía un gran disco de jade verde con un mango de marfil, el símbolo exterior del caprichoso mandato del cielo.

El duque de Chou estaba solo, dando la espalda al altar, en el lado norte del salón. Entre él y la corte se encontraban el mariscal de la izquierda y el de la derecha, los principales funcionarios del reino. Luego estaban los sacerdotes hereditarios, y después los maestros de música y de ceremonias, los cortesanos y los huéspedes de Chou. Debido al elevado rango del duque de Sheh —tan dudoso como el del supuesto hijo del cielo— pudimos ver de cerca la casi interminable ceremonia.

—Esto es una burla —murmuró el duque de Sheh—. Un escándalo. Cuando se oyó la música de la sucesión, el duque se mostró particularmente indignado.

—Esto únicamente se puede tocar en presencia de quien posee a la vez el mandato y la hegemonía. Es un sacrilegio.

La música de la sucesión fue compuesta hace más de mil años. Cuando se toca, unos bailarines con fantásticos vestidos representan el pacifico acceso al trono de un emperador legendario llamado Shun. Cuando la ejecución y la pantomima son perfectamente realizadas, esta música tiene el poder, según se supone, de unir con perfecta armonía el cielo y la tierra.

Demócrito pregunta cómo puede recordarse una melodía durante mil años. Esto mismo querrían saber muchos catayanos a cuyo parecer la música original ha sido corrompida o totalmente olvidada a lo largo de los siglos. Según su criterio, la que ahora se escucha en Loyang es una imitación del original, y por eso ha sido retirado el mandato del cielo. No lo sé. Sólo puedo decir que el efecto es inquietante para oídos —y ojos— occidentales.

BOOK: Creación
12.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stolen by Erin Bowman
Harry Harrison Short Stoies by Harry Harrison
Between Us and the Moon by Rebecca Maizel
Ingenue by Jillian Larkin
Unleashed! by J A Mawter
Otoño en Manhattan by Eva P. Valencia
Sunshine and Shadows by Pamela Browning
Cat's Claw by Amber Benson