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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (88 page)

BOOK: Creación
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Lais apenas había cambiado. En todo caso, un leve aumento de peso tornaba suave y juvenil un rostro que a principios de su mediana edad empezaba a parecer demasiado duro y resuelto.

—Me proponía recibir algunos invitados esta noche. —Era el día siguiente al de la última ceremonia de la boda.

—Está bien —respondí cordialmente. Éramos antes viejos conocidos que madre e hijo—. ¿Me invitarás?

—¿No te pondrás desagradable? —dijo Lais, con aprensión.

—Son griegos. —Nadie cambia nunca, pensé—. ¿Todavía conspiras?

—Más que nunca. —Lais alzó la cabeza, recordando, sin duda, a la diosa Atenea—. Este es el momento que todos esperábamos. Nuestras perspectivas jamás han sido más brillantes.

—¿Brillantes? ¡Oh, sí! Gloriosas, en verdad. —No me pude contener—. Hemos perdido dos de nuestros seis cuerpos de ejército y media flota, y el tesoro está vacío. ¿Qué te hace pensar que nuestras perspectivas nunca han sido más brillantes?

Me lo explicaron. Largamente. Primero Lais. Luego, Demarato. Era todavía un hombre bien parecido, aunque algo carcomido por el tiempo. No estaba cómodo con sus vestiduras persas, y aunque llevaba en los pies decente calzado persa, admití que había aprendido a lavarse. Entre los emigrados griegos de la cena había un hermoso joven de Cos, llamado Apolónides. Jerjes le había tomado afecto. No, Demócrito: no por su belleza, sino por su habilidad como médico. No es necesario agregar que no se le permitía acercarse al harén. Normalmente, los médicos son los únicos hombres que pueden entrar y salir de esa parte del palacio, pero, según la tradición, deben ser muy viejos, como Demócedes, o decididamente feos, o las dos cosas. Aunque los eunucos vigilaban de cerca a los médicos, todo el mundo concordaba en que no se debía tentar al destino con un hombre como Apolónides.

—Mi primo Pausanias ha demostrado ya su buena fe. Ha devuelto a cinco de los gloriosos parientes del Gran Rey.

Demarato había aprendido a hablar un persa florido y más bien desagradable. En realidad, sus maneras eran ahora más persas que espartanas, aunque yo no lograba precisar si no era preferible su antigua y burda personalidad. Los espartanos no están acostumbrados al lujo ni a una relativa libertad. Cuando estas dos cosas coinciden, como ocurre en la corte persa, el espartano se desmoraliza.

—Pero sin duda Esparta no permitirá que Pausanias celebre una alianza con nosotros. —Desde un principio, yo estaba seguro de que Pausanias estaba condenado. Era arrogante, codicioso y estúpido. Estos atributos tienden a atraer la atención esmerada de esas diosas a quienes los griegos denominan, recelosamente, «las amables»; se trata, en realidad, de las furias.

—No conoces Esparta. —El antiguo rey de ese país era serenamente condescendiente. Pausanias es el regente. Puede hacer lo que desee mientras los éforos le sean fieles. Es decir, durante tanto tiempo como se ocupe de que no les falte dinero. Será el amo de toda Grecia, y, por supuesto, en nombre del Gran Rey.

Lais estaba muy emocionada, como siempre. Nada mejor que una conspiración griega para poner en sus ojos un destello de juventud. En lo que concierne a la política griega, Lais está decididamente loca.

Después de la cena, se unió a los conspiradores un hombre muy importante. Yo había conocido superficialmente a Megabizo cuando éramos jóvenes. Era hijo de Zopiro, el sátrapa mutilado de Babel a quien Jerjes y yo habíamos logrado evitar durante nuestro primer viaje a Babilonia. Durante mis años en oriente, Megabizo se había distinguido militarmente a tal punto que Jerjes le concedió como esposa a su hija Amystis. A propósito de esto: Megabizo tenía, de un matrimonio anterior, un hijo que llevaba el nombre de su abuelo Zopiro. Éste es el mismo Zopiro que estuvo hace poco en Atenas creando dificultades a su tierra natal. Aunque es cierto que este joven tenía legítimos motivos de queja contra nuestra casa real, eso no justificaba que se condujera como un griego.

Físicamente, Megabizo era un gigante. Aún es un gigante, supongo: es un especialista en sobrevivir. No hace mucho, durante una cacería, salvó de un león al Gran Rey Artajerjes. Por desgracia, ningún súbdito puede matar a un animal antes de que el Gran Rey haya cobrado su primera presa. Aunque Artajerjes agradeció a Megabizo que salvara su vida, le disgustó profundamente el incumplimiento de una antigua costumbre. Megabizo fue condenado a muerte. Pero Amystis unió sus fuerzas con las de la reina madre Amestris, y ambas convencieron al Gran Rey de que enviase a Megabizo al exilio. Se dice que ahora está leproso. Pero todo esto pertenecía al futuro cuando nos encontrábamos bajo la atenta mirada de Lais.

Hubo la discusión habitual —es decir, interminable— de los asuntos griegos. Observé que Megabizo no se comprometía. Y también que me miraba fijamente, como una especie de señal. Eso me extrañó. Y finalmente, cuando los griegos empezaron a embriagarse, sugerí a Megabizo, con un gesto, que se reuniera conmigo en mi estudio, situado justamente al lado del comedor. Cuando salíamos de la habitación, Lais me echó una mirada llena de furia. ¡En mi propia casa!

—Me interesa el oriente —dijo Megabizo. No necesito decir que ni siquiera una orquesta lidia hubiera regocijado mis oídos más que esa sencilla frase.

Durante una hora hablamos de la India y de Catay. Tuve con su general la conversación que jamás tendría con Jerjes. En la mente de Megabizo no había ninguna duda acerca de nuestro futuro.

—Por supuesto, ahora no hay dinero. —Pero la gigantesca cabeza decía «sí» en lugar de «no»—. Pasarán varios años antes de que podamos organizar una invasión.

—¿Querrías?

—Tanto como tú. —Nos miramos. Luego nos dimos un apretón de manos. Éramos aliados. En la otra habitación, los griegos cantaban canciones de amor milesias.

—¿Qué piensas de Pausanias? —pregunte.

—¿Qué se puede pensar de un salvador de Grecia que un año más tarde nos ofrece Grecia en venta a cambio de una esposa real y una túnica de seda? Es una nube que pasa.

—Cuando pase…

—Cruzaremos el indo.

—Darío soñaba con vacas.

—Entonces —dijo Megabizo— tú y yo seremos los pastores. Para su hijo.

Por desgracia para Persia, Jerjes prefería pastorear mujeres. Y a medida que envejecía, se interesaba más por las que no podía o no debía tener. En el preciso momento en que hablábamos, eufóricos, de nuestra política respecto del oriente, Jerjes acababa de enamorarse de la nueva esposa de su hijo. Incapaz de seducir a la madre, se dedicaba ahora a la hija.

Como Amestris, la actual reina madre, ha sido durante tanto tiempo una potencia en la corte persa, intentaré corregir la falsa impresión que cunde en el mundo griego. Como su predecesora y modelo, la reina Atosa, Amestris es muy política. Por ser hija de Otanes, tiene sus propias rentas privadas; esto significa que no depende económicamente del Gran Rey. Hasta he llegado a sospechar que a veces era verdad lo contrario. Aunque Amestris recibe a los hombres como si ella misma fuera un hombre, jamás ha habido la más mínima señal de escándalo. Con un hombre. Los eunucos son otra cosa. De todos modos, Amestris es demasiado formidable para un asunto amoroso. Como Atosa, siempre se ha dedicado a sus hijos. Como Atosa, ha logrado obligar a un Gran Rey renuente a otorgar el título de príncipe de la corona a su hijo mayor. Parecería ser una regla regia en todas partes la renuencia del soberano a designar a su heredero, por una cantidad de razones perfectamente obvias aunque no siempre sensatas.

En Susa, Amestris ocupa la llamada tercera casa del harén. Cuando Jerjes agrandó el palacio, amplió considerablemente el espacio destinado a las habitaciones de la reina. Esta tiene ahora su propia cancillería, así como numerosos apartamentos para sus damas de compañía y sus eunucos. Tradicionalmente, en la corte persa, la reina madre tiene primacía sobre la reina consorte. En teoría, cuando Jerjes se convirtió en Gran Rey, la tercera casa le hubiera correspondido a su madre. Pero Atosa prefería sus viejas habitaciones.

—No me importa mucho dónde estoy —dijo con una sonrisa irónica—, mientras esté. Me alegra que Amestris ocupe la tercera casa.

Por sorprendente que parezca, las relaciones entre ambas mujeres eran buenas. Amestris no olvidó nunca que Atosa la había hecho reina; y al contrario que la mayoría de la gente, Amestris no odiaba a quienes la habían ayudado. Sabía, además, que la vieja reina controlaba aún la cancillería. Se dice que nunca se designó un sátrapa sin el consentimiento de Atosa. También participaba en la elección del comandante militar de cada satrapía, encargado de vigilar la administración local. La combinación de los sátrapas, relativamente independientes, con los comandantes militares, directamente sometidos al Gran Rey, es un arte sutil. Un error puede provocar una guerra civil.

Al menos una vez al día, Amestris visitaba a Atosa en sus habitaciones. Ambas comparaban sus notas sobre asuntos de estado, asistidas muchas veces por Aspamitres, el chambelán de la corte. Éste era lo bastante sagaz para servir lealmente a las dos reinas.

Aunque me decepcionaba que la política oriental volviera a quedar en la nada, hallaba la vida cotidiana de la corte sumamente agradable. Según las estaciones, pasábamos de Persépolis a Susa, a Ecbatana, y nuevamente a Persépolis. La vida era serena y espléndida. Y también feliz. Yo todavía tenía ambiciones. Quería gloria, para mí y para Jerjes.

Pero el Gran Rey prefería combatir en el harén, y no en la llanura del Ganges o en las costas del río Amarillo. Por eso la hegemonía mundial es todavía un sueño.

Un mes después de la boda de Darío con la hija de Masistes, y al día siguiente al de la infortunada noche en que Jerjes sedujo a su nuera, conocí a la reina Amestris. Yo estaba a solas con la reina Atosa. La anciana Atosa ya no fingía necesitar un acompañante. Por otra parte, Amestris, relativamente joven, se conducía con tanta libertad como un hombre. Durante aquellos años dorados, las mujeres de palacio fueron las más libres del mundo. Naturalmente, si se sorprendía a una mujer del harén con un hombre, ella era estrangulada y él enterrado vivo. Un destino bastante peor que el del adúltero ateniense, obligado a recibir en el ano un enorme puerro, algo que en esta ciudad puede causar tanta satisfacción como incomodidad.

Amestris es una mujer alta, delgada, frágil. Tiene voz melodiosa, ojos oscuros, piel blanca. Se ruboriza con facilidad, y sus maneras son suaves y vacilantes. Aunque parece muy distinta de su predecesora, es tan enérgica como ella. Sospecho que Atosa, a quien he conocido mejor, era la más inteligente de las dos. Sin embargo, Amestris lleva ahora más tiempo que Atosa gobernando Persia. Esta última debía compartir el poder con Darío, en tanto que Amestris jamás ha compartido su poder con nadie. Gobierna a su hijo Artajerjes como gobernó a Jerjes. Y gobierna bien. Por cierto, se le debe conceder, en buena medida, el crédito por la larga paz de Persia. Yo, que tiemblo de frío en esta casa llena de corrientes de aire, soy un decrépito símbolo de esa paz.

Amestris entró sin ceremonias en el dormitorio de Atosa.

—Ha comenzado —susurró. Entonces me vio—. ¿Quién es?

—Es Ciro Espitama, tu cuñado —respondió Atosa dulcemente—. Al menos, lo fue. Estaba casado con Parmys.

Amestris me ordenó volver a ponerme de píe. Me pareció amable, y hasta tímida.

—Hemos seguido con interés tus aventuras en oriente —dijo formalmente—. Debes venir a la tercera casa y ampliar tu relato.

Amestris no sólo posee un grupo de espías de primera, sino también una memoria excelente. Siempre sabe con toda exactitud quién sirve para qué y cómo utilizarlo mejor. A los ojos de Amestris, yo representaba la política oriental, y a Zoroastro. Como ninguno de los dos temas le interesó jamás, no he estado nunca muy cerca de ella, lo cual ha sido bueno, a mi entender.

Atosa me despidió. Aguardé en el gran salón en que sus secretarios preparaban su correspondencia. Una hora más tarde me llamó. Amestris se había marchado. La máscara de esmalte blanco de Atosa parecía un jarrón resquebrajado. Me contó lo ocurrido. Y luego dijo:

—Mi hijo está loco.

—¿Qué se puede hacer?

Atosa movió la cabeza.

—Nada. Él seguirá adelante. Pero ahora, su hijo lo odia, lo cual es peligroso. Y Amestris odia a la chica, lo cual es peligroso… para esta última. Y también para la madre. Amestris la considera responsable. Yo no. Le he dicho: «Conozco a la esposa de Masistes. No es como otras mujeres. Cuando le dijo que no a Jerjes, fue sincera». Pero Jerjes es obstinado. Esperaba conquistarla con este casamiento y fracasó. Y ahora se ha enamorado de la hija. Amestris dice que tan pronto como le dio la bienvenida en la casa de su hijo, la quiso. Y ahora ya la tiene.

Atosa se hundió en la montaña de pequeños cojines de la cama. Sus ojos enrojecidos ardían como el fuego del Sabio Señor. En voz dura y baja hizo una predicción.

—Hablo en presencia de Anahita, la diosa verdadera. Esta casa estará de duelo. —Atosa contempló el rostro de la diosa. Murmuró una plegaria caldea. Después me miró—. Acabo de pedir a la diosa que me conceda un deseo. Que en esta casa, construida por mi padre, el próximo funeral sea el mío.

Anahita escuchó la plegaria de Atosa. Dos días más tarde, la vieja reina murió durante el sueño. Como la corte estaba a punto de partir hacia Persépolis, todo el mundo comentaba cuán oportunamente había muerto. No sería necesaria una expedición especial a Pasargada para el funeral. El cuerpo iría con la corte, como si aún viviera.

3

La muerte de Atosa conmovió a Jerjes más de lo que yo hubiera podido esperar.

—Era nuestro último nexo con los comienzos.

Jerjes estaba en su carroza dorada. Como amigo del rey, yo lo acompañaba. Nos encontrábamos ante las hondonadas purpúreas que demarcan el limite de la santa Pasargada.

—Mientras vivió —agregó Jerjes— estuvimos a salvo.

—¿A salvo, señor?

—Tenía poderes. —Hizo una especie de señal mágica. Simulé no advertirlo—. En vida, logró mantener alejada la maldición. Ahora que se ha ido…

—El Sabio Señor nos juzgará a todos en su debido momento.

Pero mis invocaciones a la piedad y a la sabiduría del Sabio Señor no impresionaban a Jerjes. A medida que pasaba el tiempo se acercaba más al culto de los demonios. Llegó a trasladar a su propio dormitorio la estatua de Anahita; no quedaba fuera de lugar junto al plátano de oro. En definitiva, no cumplí mi promesa a Hystaspes. No logré convertir a Jerjes a la Verdad.

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