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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (89 page)

BOOK: Creación
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Acabo de calcular que Atosa no podía tener más de setenta años en el momento de su muerte. Esto me sorprende, porque actuaba siempre como si hubiese estado presente en la creación del mundo. Con el tiempo, Atosa no envejeció, sino que se marchitó, como una hoja de papiro puesta al sol sobre una roca. Una hoja en la que estaba escrita casi toda la historia del imperio persa.

La muerte de la reina Atosa arrojó una sombra sobre las festividades del año nuevo. Jerjes estaba taciturno. La reina Amestris se había desvanecido. Masistes se mostraba aprensivo. El príncipe de la corona odiaba a todo el mundo. Según Lais, sólo la princesa de la corona estaba contenta. Lais solía visitar la primera y la segunda casa del harén, y me contó, algo extrañada, que todas las mujeres envidiaban a la muchacha. Ésta era tan bonita como estúpida. Por esa estupidez cometió un error fatal. Esto fue lo que hizo: Amestris había tejido con sus propias manos un manto para Jerjes. A la muchacha le gustó y pidió a Jerjes que se lo regalara. Como un tonto, él se lo regaló. La princesa usó ese manto durante una visita a la tercera casa del harén. Amestris la recibió con cordialidad, y hasta con ternura. Simuló no reconocer el manto. Conviene destacar aquí que es imposible saber lo que Amestris piensa o siente. Una sonrisa de simpatía puede preceder a la ejecución sumaria, y el ceño fruncido puede indicar que uno está a punto de recibir lo que desea ansiosamente. Pero nadie necesitaba ser especialmente sabio para comprender que, tarde o temprano, Amestris se vengaría de ese insulto.

Aquel año, la celebración del año nuevo en Persépolis fue inusitadamente magnífica. Durante la larga procesión yo mismo guié la carroza vacía en que se instala, si así lo desea, el Sabio Señor. Aunque el gran salón de las cien columnas todavía no estaba terminado, Jerjes reunió allí su corte: todos los sátrapas del imperio, los nobles, los funcionarios y los jefes de clan le rindieron homenaje con una flor.

Más tarde, en privado, rodeado por sus amigos íntimos y su familia, el Gran Rey ungió su cabeza, según la costumbre. En esa ocasión, los presentes tienen el derecho a pedirle lo que desean; sea lo que sea, él no puede negarse. No es necesario agregar que esas peticiones rara vez son excesivas. Después de todo, siempre se es el esclavo del Gran Rey.

Ese año particularmente desgraciado, la ceremonia de la unción se había realizado como de costumbre. Siempre hay un poco de comedia en esa reunión de amigos. Esa vez le tocó a Demarato proporcionar la diversión. Estaba ebrio y más charlatán que de costumbre, además de osado. Le pidió al Gran Rey permiso para entrar en Sardis con una corona real, «puesto que soy para siempre rey de Esparta».

Jerjes se sintió desconcertado durante un instante ante esa desvergüenza que, en cualquier otra ocasión, habría sido un grave delito. Por suerte, Megabizo salvó la situación observando que Demarato no tenía cerebro que cubrir con una corona. Todo el mundo rió, y pasó la crisis.

Jerjes se paseaba entre sus amigos; no daba nada que no hubiera dado habitualmente en esa ocasión, y todo el mundo estaba satisfecho. Luego se retiró al harén. A propósito: cuando nos dejó, estaba completamente sobrio.

Lais estaba en el harén y me contó lo que ocurrió a continuación.

—La reina Amestris se deshacía en sonrisas. Besó las manos del Gran Rey. Luego susurró a su oído lo que parecía una frase cariñosa. Él parecía aterrorizado. Dijo: «¡No!», en voz alta. Ella respondió: «Sí», con su dulce voz aniñada. Ambos salieron de la habitación. Nadie sabe qué hicieron ni qué dijeron. Pero al regresar, Jerjes estaba blanco, y Amestris sonreía. Le había pedido a Jerjes la vida de la esposa de Masistes, y Jerjes se vio obligado a conceder su deseo.

Amestris había tenido la astucia de no pedir el castigo de la verdadera culpable, la princesa de la corona. La muchacha formaba parte de la familia real; la madre, no. Y lo que era más relevante: Amestris consideraba que la madre era responsable de la relación entre Jerjes y su nuera.

Jerjes llamó a Masistes y le pidió que se divorciara de su mujer. Llegó a ofrecerle en matrimonio a una de sus propias hijas para reemplazarla. Como Masistes no tenía idea de lo que había ocurrido, respondió que era ridículo que se alejara de una esposa que era también la madre de sus hijos.

Jerjes se enfureció y los hermanos disputaron. Cuando Masistes se marchó, dijo:

—Señor, no me has matado todavía.

Masistes regresó a su hogar y encontró a su mujer aún con vida. Pero le habían cortado la lengua y los senos, y estaba ciega. Masistes y sus hijos huyeron a Bactria, donde se rebelaron. Pero no podían competir con Megabizo. En pocos meses Bactria fue dominada, y Masistes fue condenado a muerte con toda su familia.

En general se ignora que Jerjes no volvió a hablar con Amestris ni a poner el pie en la tercera casa. Curiosamente, esto no afectó el poder de la reina. Continuó actuando políticamente. Continuó y continúa gobernando Persia. Lo que es aún más extraño, pronto estuvo en excelentes términos con la princesa de la corona. Amestris podía seducir a quien quisiera. Tenía fascinados a sus hijos. Y entre los tres, fue particularmente útil y agradable para el segundo, nuestro actual Gran Rey Artajerjes. En suma, Atosa eligió bien a su sucesora.

4

Los doce años siguientes fueron los más felices de mi vida. Reconozco que estaba ya en mi mediana edad. Reconozco que mi amigo Jerjes se había retirado del mundo. Pero aun así, todavía recuerdo esa época como particularmente espléndida. No hubo guerras importantes, y la vida de la corte fue más placentera que nunca. Nunca, ni antes ni después, han gozado de mayor libertad las mujeres del harén. Las que deseaban un amante no tenían demasiadas dificultades para procurárselo. Creo que a Jerjes todas aquellas intrigas le divertían. Y ciertamente era complaciente, siempre que la conducta de las mujeres no fuera escandalosa.

Sólo la reina Amestris estaba por encima de toda sospecha. Es decir, jamás tuvo un amorío con un hombre. Era demasiado sagaz para dar a Jerjes el menor motivo para invocar la ley de los arios. Pero mantuvo una larga y muy discreta relación con el eunuco Aspamitres.

Amystis, la hija de la reina, no fue tan cautelosa. Tuvo abiertamente una serie de amantes, lo cual enfureció a su marido, Megabizo. Cuando éste se quejó a Jerjes, el Gran Rey le respondió, según se supone:

—Nuestra hija puede hacer lo que desee.

Igualmente se supone que Megabizo respondió:

—Y si se le ocurre romper nuestras más antiguas leyes, ¿se lo permitirás?

—Dado que es una aqueménida, no puede romper nuestras leyes.

Al reconsiderar ahora el pasado, comprendo que este diálogo, o uno muy similar, fue el principio del fin. El príncipe de la corona odiaba a Jerjes, porque había seducido a su esposa. A Megabizo le indignaba que los adulterios de Amystis fueran perdonados por su padre. Y algo más. Algunos años antes, un miembro de la familia real había seducido a una nieta virgen de Megabizo. En esa oportunidad, Jerjes había actuado con energía. Ordenó que el seductor fuera empalado. Pero el harén defendió al culpable, un hombre llamado Sataspes. Para complacer a las damas, Jerjes ordenó a Sataspes que navegara hasta rodear toda el África, algo que solamente los fenicios han logrado, según afirman. Durante uno o dos años, Sataspes anduvo remoloneando por el norte de África. Luego regresó a Susa, y dijo que había cumplido la orden. Nadie le creyó, y fue condenado a muerte.

Ni siquiera entonces quedó satisfecho Megabizo. Había querido una reparación en el mismo momento, no dos años más tarde. Finalmente, la propia reina se convirtió en una enemiga. Fue Amestris quien tornó posible que la terrible gloria real pasara a su hijo.

En el otoño del vigésimo primer año del reinado de Jerjes, yo me encontraba en la Tróade con Lais. Jerjes había regalado a Demarato una considerable propiedad, y el antiguo rey de Esparta era más un criador persa de caballos que un conspirador griego, un cambio totalmente favorable. Aunque Lais y Demarato vivían juntos como marido y mujer, ella nunca quiso casarse. Le gustaba demasiado su libertad. Y además, no quería compartir la considerable fortuna que había amasado a lo largo de los años, gracias a su amistad con Atosa.

—Voy y vengo a mi aire —solía decir, y sin duda aún ahora lo repetirá, en Thasos, si vive.

Estábamos en los establos de Demarato, inspeccionando un semental árabe recién recibido. Era una mañana gris y nublada, y el viento del sur olía a arena. Un criado vino desde la casa, gritando:

—¡Ha muerto! —Y así concluyó esa época maravillosa.

Por lo que sé, ocurrió lo siguiente: con el beneplácito de la reina, Aspamitres y el comandante de la guardia, Artabanes, mataron a Jerjes mientras dormía. Una tarea fácil, puesto que hacía muchos años que Jerjes no se iba a la cama sin beber antes media docena de botellas de vino de Helbon. También mataron al conductor de su carro —y también cuñado—, Patiramfes.

La noche del crimen, el príncipe de la corona, Darío, estaba en el pabellón de caza del camino a Pasargada. Cuando Darío se enteró de la noticia, volvió a toda prisa a Susa, y cayó en una trampa. Todo el mundo sabía que Darío odiaba a su padre y, además, que deseaba, como es natural, ser Gran Rey. Los conspiradores afirmaron que Patiramfes había matado al Gran Rey por orden de Darío, y que eso había obligado al leal Artabanes a matar a Patiramfes.

Luego, los conspiradores visitaron a Artajerjes, entonces de dieciocho años, y le dijeron que su hermano Darío era el responsable de la muerte de su padre. Si Artajerjes accedía a la ejecución de su hermano, prometieron, sería el Gran Rey. Tengo motivos para creer que Artajerjes sabía exactamente qué había ocurrido, aun en aquel mismo momento. Pero Artabanes controlaba la guardia de palacio, y Artajerjes nada podía hacer. Hizo lo que se le pidió. Al día siguiente, cuando Darío llegó a Susa, fue arrestado por Artabanes. Acusado de regicidio por los encargados de la ley, fue ejecutado.

No sé cuál fue exactamente la participación de la reina en la ejecución de su hijo mayor. Aunque había aprobado la muerte de Jerjes, no puedo creer que tuviera que ver con la de Darío. Sospecho que, cuando los acontecimientos se precipitaron, perdió el control de la situación. Sé que cuando se enteró, por sus espías, de que Artabanes proyectaba asesinar a Artajerjes y erigirse en Gran Rey, convocó a Megabizo y estableció con él una alianza secreta. Como comandante del ejército, Megabizo era aún más poderoso que el comandante de la guardia. Y aunque Megabizo había tolerado el asesinato de Jerjes, era leal a la dinastía.

Con la mitad de un cuerpo de ejército, Megabizo dominó a la guardia de palacio y Artabanes fue muerto. Luego Aspamitres fue arrestado. Por ser el amante de la reina, el chambelán de la corte creyó que se salvaría. Pero había intentado suplantar a los aqueménidas, y Amestris ardía de furia. Fue la reina misma quien condenó a Aspamitres a la llamada pena de la artesa, una especie de ataúd de madera que cubre el tronco y deja los miembros y la cabeza expuestos al sol y los vientos, a los insectos y los reptiles. De todas las penas, la de la artesa es considerada la más lenta y desagradable. Es decir, después de la ancianidad.

Yo, Demócrito, hijo de Atenócrito, deseo incluir en este punto de la narración de mi tío abuelo Ciro Espitama una conversación que mantuve con él aproximadamente una hora después de que me dictara la historia de la muerte de Jerjes. Creía haber respondido, como buen zoroastriano que era, a todos los interrogantes esenciales. Pero era en realidad demasiado inteligente para ignorar las pruebas en contra. Aunque estoy casi seguro de que no habría querido que yo reprodujera las palabras que pronunció en esa ocasión, creo mi deber hacerlo, no sólo en su memoria, sino también en honor a nuestra intención conjunta de transmitir sus palabras.

Salimos a pasear por el ágora. Era verano y hacía mucho calor. El cielo parecía un metal calentado hasta el azul, y las calles, blancas como huesos calcinados, se veían desiertas. Los atenienses estaban en sus casas, comiendo, o en los gimnasios, para huir del calor. Era la hora del día en que a mi tío más le agradaba andar por la ciudad. «No hay atenienses», decía. «No hay ruido. No hay gritos.» Debido a la cantidad de ropa que vestía, jamás tenía calor. Años más tarde, cuando viajé a Persia, me vestí al modo persa y descubrí que uno se siente fresco en el día más cálido si lleva ropas ligeras que no toquen la piel.

En el pórtico del Odeón, Ciro decidió sentarse a la sombra. Siempre supo exactamente dónde estaba, en el ágora o en cualquier otra parte a la que lo hubiesen llevado una sola vez. Nos acomodamos en un peldaño del Odeón. Al frente, el monte Lycabeto parecía más extraño que nunca, como una roca irregular arrancada por un titán. Irracionalmente, a los racionales atenienses les desagrada la montaña. Dicen que es porque en ella moran los lobos, pero yo creo que se debe a que la montaña no combina con el resto del paisaje.

—Desde que regresé de Catay supe que el asunto tendría un fin sangriento. Por eso me alejé. De la corte; de Jerjes nunca me alejé. Era para mí más que un hermano. Como un gemelo, o mi otro yo. Desde que se fue, soy sólo la mitad de lo que he sido.

—Y él… ¿qué es ahora?

—El Gran Rey está en el puente de la redención. —Ciro no dijo nada más, ni había más que decir, porque si Zoroastro está en lo cierto, Jerjes ha de estar burbujeando en un mar de metal en fusión.

—¿Y si supones —dije— que no hay puente, ni Sabio Señor?

—¿Cómo puedo suponer semejante cosa?

Pero como el anciano suponía precisamente eso durante buena parte del tiempo, estaba pendiente de mi respuesta.

—Zoroastro dice que en un tiempo el Sabio Señor no existía. Pues bien: ¿no es posible que al morir vayamos a ese lugar, sea cual fuere, del que él vino?

Ciro silbaba una extraña melodía que debía de tener algún significado religioso, porque la silbaba cada vez que se enfrentaba con una contradicción o con una omisión en la teoría de Zoroastro. A propósito: conservaba casi todos sus dientes, y podía comer cualquier cosa.

Por fin respondió:

—No hay manera de contestar a esa pregunta.

—Entonces, quizás los orientales tengan razón, y no haya por qué resolver el problema de la creación.

En realidad, ahora conozco la respuesta; pero en aquel momento era ignorante. Estaba en el principio de una búsqueda que lleva toda la vida, a cuyo triste fin Ciro ya había llegado. Triste, porque la única pregunta importante seguía —para él— sin respuesta.

El anciano silbó un momento, con los ojos cerrados. Una de sus pálidas manos retorció apretadamente un mechón de su barba, una señal de que estaba profundamente sumido en la meditación.

—Se equivocan —dijo por fin—. Todo lo que percibimos empieza y termina en alguna parte. Como una línea trazada en la arena. Como… un trozo de cordel. Como la vida humana. Lo que intentan en el oriente es cerrar la línea. Crear un círculo. Sin comienzo. Sin final. Pero pregúntales quién ha trazado el círculo. Y no tienen respuesta. Se encogen de hombros. «Está allí», dicen. Creen que pueden girar y girar. Para siempre. Infinitamente. ¡Desesperadamente! —gritó la última palabra; y se estremeció de horror ante la idea de que no hubiera un fin para las cosas—. Vemos un comienzo definido. Un final definido. Vemos el bien y el mal como principios enfrentados y necesarios. Uno debe ser recompensado después de la muerte; el otro, ser castigado. La totalidad sólo se logrará al final del final.

—Que es el comienzo… ¿de qué?

—La perfección. La divinidad. Un estado desconocido para nosotros.

Pero en esa concepción hay un fallo. Zoroastro no sabe para qué fin ha sido creado el Sabio Señor.

—Sin embargo, ha sido creado. Lo es. Lo será. Pero… —El anciano abrió mucho los ojos ciegos—. Falta algo. Algo que no he logrado encontrar en esta tierra, en el curso de una larga vida. —De modo que, según él mismo reconocía, la búsqueda de Ciro había fracasado. Sin embargo, al narrar con tal detalle su fracaso, hizo posible que yo comprendiera lo que él no había logrado comprender: la naturaleza del universo.

No sé con certeza hasta qué punto creía el anciano en la primitiva teología de su abuelo. Ciertamente, una deidad que crea seres vivos para torturarlos debe ser, por definición, perfectamente maligna. Dicho de otro modo, el Sabio Señor no creó a Arimán. El Sabio Señor es Arimán, si hay que ser consecuente con la lógica —si es ésta la palabra adecuada— del mensaje de Zoroastro.

Mi tío, justo es reconocerlo, fue profundamente conmovido por lo que oyó en el oriente. Aunque continuó siendo mecánicamente dualista, parecía pensar, en las horas negras, que quizás el circulo simbolizara mejor nuestra situación que una línea recta con un principio y un fin.

En última instancia, no hay línea recta ni circulo. Pero, para comprender cómo son las cosas, es preciso ir más allá de esta fase infantil de la existencia humana. Es preciso abandonar los dioses y los demonios, juntamente con las nociones de bien y de mal, que son relevantes en la vida cotidiana, pero que nada significan en relación con la unidad material que contiene todas las cosas y las hace una, La materia es todo. Todo es materia.

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