A la izquierda de la cruz, la madre de Jesús, con rostro lívido, petrificado, y túnica de palidez cadavérica, las manos en actitud de orar y dirigidas a su hijo, y sin embargo próxima al desfallecimiento, sostenida únicamente por el discípulo preferido, lleno de dolor y compasión, vestido enteramente de rojo. Y, finalmente, arrodillada ante la cruz, con gran exuberancia de ropaje, de color y de cabellos, largos y rubios, María Magdalena, símbolo de la desesperada lucha del individuo por Dios, lucha provocada por tamaño fracaso.
Debido a esas pocas figuras secundarias, Cristo, de un tamaño mayor que el natural, se destaca más aún: los dedos, casi lo más doloroso en esa encarnación del dolor, convulsivamente estirados y deformados, los pies asimismo traspasados por un clavo de enorme tamaño. Su cuerpo, todo él plagado de heridas, cuelga pesadamente de la cruz. La cabeza, con la tortura adicional de la corona de agudas espinas, está caída sobre el pecho. Sus labios, después de haber gritado el abandono de Dios, aparecen abiertos, sin sangre y sin vida. Un inaudito sermón de Viernes Santo, para cultos y para analfabetos a un tiempo.
«¡Ya basta! ¡Demasiado sufrimiento!». En el museo de Unterlinden, de Colmar, algunos se apartarán asustados, asqueados incluso, de esa imagen de tormento y oprobio. «También se puede exagerar el sufrimiento…». En esa pintura, sin embargo, no hay exageración alguna, y quien así habla no sabe quién rezaba en el monasterio de Isenheim, en tiempos de Grünewald, delante de aquel Crucificado: no sólo los canónigos, en la sillería del coro, con todo el resto del personal, sino támbién, bien separados de ellos por el peligro de roce y de contagio, los más pobres entre los pobres. Atormentados, amontonados y deformes miraban a través de los gruesos barrotes de la reja, por encima de las cabezas de los clérigos, hacia su Señor sufriente. Eran leprosos, gente atacada por el terrible azote, por la «enfermedad ardiente», por el «fuego infernal», y cuyas deformaciones de rostro, dedos, piel y huesos no carecían de semejanza con las del Cristo de Grünewald. Oraban ante aquel Crucificado. Hasta finales de la Edad Media, los leprosos eran cruelmente segregados de la sociedad humana, desheredados muchas veces y en ocasiones hasta declarados muertos. Hacia el año 1200 Europa contaba con unas 20.000 leproserías, para aislar por la fuerza a los leprosos; una de ellas, aneja al monasterio de los antonitas, estaba en Isenheim, y allí, en la iglesia del hospital, se hallaba el retablo de Grünewald.
«Pero todo eso ya está superado, eso es sólo la devota y lúgubre Edad Media», exclama el hombre contemporáneo, que se ha apartado del Crucificado, «ya la Reforma acabó con las imágenes de las iglesias, y muchas veces incluso con la cruz, y todavía más nuestra Ilustración, con su espíritu optimista. Usted sabe mejor que nosotros cuántos abusos se han cometido en la Iglesia con la cruz, y eso hasta el día de hoy».
Sí, es bien amargo, pero no puedo negarlo: desgraciadamente, lo más profundo y fuerte del cristianismo ha caído en descrédito a causa de aquellos «devotos» que, como decía sarcásticamente Nietzsche —hijo de pastor—, «
se arrastran hasta la cruz
», encorvados, «oscuros y refunfuñadores y trashogueros» y, viejos y fríos, han perdido «toda valentía»
[27]
. Y de ahí resulta que la expresión alemana «arrastrarse hasta la cruz» signifique hoy, más o menos, plegarse, no atreverse, ceder, bajar silenciosamente la cerviz, inclinarse, someterse, entregarse. Y «llevar la propia cruz» significa someterse, humillarse, anonadarse, no abrir la boca, apretar los puños… La cruz, símbolo de cobardes e hipócritas, y precisamente en la Iglesia, en la que más de un jerarca, con una espléndida cruz adornándole el pecho, trata de justificar como «cruz que Dios envía» no sólo la represión causada por él sino también el celibato, la discriminación de la mujer, todo género de desgracias y hasta los hijos que no se desean.
¿Es eso lo que significa ir en pos de la cruz? No, en absoluto. Ir en pos de la cruz, hagamos esta aclaración de principio, no significa según el Nuevo Testamento aceptar la falta de emancipación, ni tampoco es mera adoración litúrgica o mística meditación, ni tampoco el encuentro de la propia identidad, de manera esotérico-simbólica, haciendo consciente lo inconsciente, ni tampoco una imitación ética, literal, del camino de Cristo, quien, ésa es la verdad, no puede ser imitado. Ir en pos de la cruz no se refiere a la cruz de Cristo, sino que significa, simplemente,
cargar con la propia cruz
, que nadie conoce mejor que el propio interesado y que también implica, evidentemente, «la aceptación de sí mismo» (Romano Guardini) y de la propia «sombra» (C. G. Jung). Seguimiento de la cruz significa seguir, con los riesgos de la propia situación y con la inseguridad del porvenir, el propio camino: eso sí, conforme a las indicaciones de aquel que ya recorrió antes el camino y hacia el cual señala el dedo de Juan.
Y entonces no basta, como en nuestro credo (o como en el retablo de Isenheim), pasar por alto la vida pública de Jesús, su predicación y su actuación, y dar un salto, por así decir, de la Navidad al Viernes Santo. El credo tradicional —esto lo echan de menos hoy los cristianos conscientes— no contiene una sola palabra relativa al mensaje y a la vida de Jesús. Pero para comprender por qué murió Jesús de Nazaret, hay que comprender cómo vivió. Para entender por qué tuvo que sufrir esa muerte, hay que haber entendido algo de la época en que vivió. Para entrever por qué murió tan pronto, se tiene que haber entrevisto quién fue Jesús, qué defendió y contra quién habló y luchó. Quien prescinde de la situación político-social —religiosa de su tiempo, no podrá comprender bien a Jesús.
Por mucho desacuerdo que haya entre eruditos judíos y cristianos, todos coinciden en que Jesús no pertenecía al
establishment judío
. No era saduceo, no era ni sacerdote ni teólogo. ¡Era un «laico»! No se veía a sí mismo como perteneciente a la clase dominante y en ninguna ocasión mostró conformismo, ni defendió el orden establecido. El teólogo cristiano no puede sino dar la razón al judío Joseph Klausner, estudioso de la figura de Jesús, cuando dice: «Jesús y sus discípulos, que procedían de las amplias capas populares y no de la clase dominante y rica, estaban poco influidos por los saduceos… Jesús, carpintero galileo, hijo de carpintero, y los sencillos pescadores de su entorno… (estaban)… tan alejados de los saduceos como estaban alejados del pueblo llano aquellos aristocráticos sacerdotes. El solo hecho de que los saduceos negaran la resurrección de los muertos y no siguieran desarrollando el pensamiento mesiánico tiene que haber alejado de ellos a Jesús y a sus discípulos»
[28]
.
Pero, cuestión importante: ¿Fue por ello un
revolucionario
político, como supone un primer grupo de intérpretes judíos? Pues bien, los evangelios nos presentan, de eso no cabe duda, a un Jesús que sabía lo que quería, decidido, indoblegable llegado el caso, también batallador y beligerante, y siempre libre de todo temor: pues, según sus propias palabras, había venido a traer fuego a la tierra, y no había que tener miedo de quienes sólo matan el cuerpo y, fuera de eso, nada consiguen.
Se aproximaban tiempos de espada, decía, tiempos de grandes dificultades y peligros. Pero también es claro que Jesús
no predicó la violencia
. La cuestión de si hay que emplear la violencia recibe una respuesta enteramente negativa en el Sermón del Monte. Y cuando van a prenderle, Jesús dice también: «Mete la espada en la vaina, pues todos los que echan mano de la espada, morirán por la espada» (Mt 26,52). Cuando le prendieron, Jesús estaba sin armas, indefenso, y no empleó la violencia. Y por eso los discípulos, que si hubiesen participado en una conjura política también habrían sido hechos prisioneros, no fueron molestados.
Pero: «¿Cómo fue lo de la
limpieza del templo
, que a veces hasta puede interpretarse como una ocupación del templo?». Sí, Jesús tenía, en efecto, la valentía de provocar, a manera de signo. El Nazareno no fue en modo alguno tan suave y delicado como gustaban de pintarle los «nazarenos» —que no eran Grünewald— del siglo XIX. Pero, si nos atenemos a las fuentes, no se puede decir que ocupase el templo; en ese caso hubiese intervenido inmediatamente la cohorte romana desde la fortaleza Antonia y la historia de la pasión hubiese tomado un curso diferente. No, según las fuentes, se trató de una expulsión de los mercaderes y los cambistas: una intervención cargada de simbolismo, una
provocación profética
de carácter individual, que implica una manifiesta toma de posición: en contra del tráfico mercantil y de los jerarcas y negociantes, y a favor de la santidad del lugar, que debe ser lugar de oración. Aquella acción del templo posiblemente estuvo unida a la amenaza de destruir el templo y reedificarlo al final de los tiempos. Tamaña provocación religiosa fue sin duda alguna un desafío radical a la jerarquía eclesiástica y probablemente también a los grupos de población de Jerusalén que tenían intereses económicos relacionados con la afluencia de peregrinos y con la ampliación del templo. Parece evidente que en la ulterior condena del Nazareno esa provocación jugó un papel importante, si bien en modo alguno exclusivo.
Pero repitámoslo: de ninguna manera
puede hablarse
, como pretenden algunos investigadores judíos, de una
revolución sionista-mesiánica
:
No, nada de obligar al pueblo a ser feliz, por voluntad de determinados activistas. Primero el reino de Dios, y todo lo demás se dará por añadidura.
Así, el mensaje de Jesús del reino de Dios no culminó en el llamamiento a imponer por la fuerza, por la violencia, un futuro mejor: quien echa mano a la espada morirá por la espada. Su mensaje tiene como meta la renuncia a la violencia: no oponer resistencia al mal; hacer bien a quienes nos odian; bendecir a quienes nos maldicen; orar por quienes nos persiguen, liberar de sus demonios a los atormentados, angustiados, deprimidos, a los enfermos psicosomáticos. En ese sentido, Jesús fue un «revolucionario» cuyas exigencias eran, en el fondo, más radicales que las de los revolucionarios políticos y superaban la alternativa entre orden establecido y revolución sociopolítica. Si se interpreta bien, Jesús fue, por tanto, con su bondad llevada a la práctica,
más revolucionario que los revolucionarios.
«¿Pero no querrá decir esto» —la pregunta viene por sí sola«que Jesús propugnaba una religiosidad de espaldas al mundo, una ascética monacal?». Tal pregunta exige una respuesta, en vista de que a este respecto se han hecho en repetidas ocasiones las más curiosas especulaciones por parte de espíritus pseudocientíficos.
Hasta mediado el siglo actual no se ha sabido que en tiempos de Jesús hubo monjes judíos, en el
monasterio de Qumrán
, en el Mar Muerto. Pero ya desde la época del historiador Flavio Josefo se tenía noticia de la existencia de hombres «piadosos» (en arameo,
chasidfa
; en hebreo,
chasidim
), llamados ahora «eseos» o «esenios», que vivían retirados del mundo, en aldeas (y, esporádicamente, también en las ciudades). En el apogeo de la investigación de Qumrán se han querido encontrar muchas veces vinculaciones entre Qumrán y Juan Bautista (lo cual es posible), pero también entre Qumrán y Jesús, lo que, sin embargo, ha resultado ser una tesis cada vez más improbable. Ni la comunidad de Qumrán ni el movimiento esenio aparecen mencionados tan sólo una vez en los escritos neotestamentarios, del mismo modo que, a la inversa, el nombre de Jesús no aparece en los escritos de Qumrán (cuya publicación se vio aplazada por obra de especialistas temerosos y de mente estrecha, pero no fue impedida, como se afirmaba en una pésima publicación de corte periodístico, porque contuvieran nuevos y peligrosos textos).
Fue el gran sabio —y posterior «doctor de la Selva Virgen»— Albert Schweitzer quien ya en su época de teólogo opuesto a la teología burguesa-liberal llamó la atención sobre el hecho de que los evangelios no presentan a Jesús como un personaje
socialmente adaptado
. Durante su actividad pública, Jesús llevó una vida errante, nómada; para su familia, era más bien uno «que pasaba de todo» y a quien ellos, la madre y los hermanos, tenían por «loco» y querían llevarse a casa. También es evidente que Jesús vivió célibe, lo que siempre ha dado pie a novelistas, cineastas y autores de «musicales» para idear hipótesis no verificables y de escaso interés.
¿Fue Jesús, entonces, un adepto o un simpatizante de aquella comunidad monástica? No, Jesús
no fue un monje de consumada espiritualidad ni un asceta
. ¿En qué se distingue él? En muchas cosas: