Algo semejante puede decirse del
evangelio de Juan
. También en este tardío cuarto evangelio se hace una clara distinción entre Dios y su enviado: «Ésa es la vida eterna: reconocerte a ti, el Dios único y verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste» (Jn 17,3). O también: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). No, ese evangelio tampoco desarrolla una cristología especulativa y metafísica —separada de las raíces judías—, sino que representa una cristología todavía muy vinculada al mundo del cristianismo judío, un mundo en que hay envío y revelación, en que también, por otra parte, las afirmaciones de la preexistencia (entendida de modo no mitológico) adquieren una marcada importancia. Pero tales afirmaciones de la preexistencia no tienen valor especulativo, ni propia importancia teológica, sino una «función» claramente delimitada: están al servicio de la revelación y de la redención que Dios realiza
a través del Hijo
enviado por él: «Juan no pregunta por la esencia y el ser metafísicos del Cristo preexistente; para él no es importante saber que antes de la encarnación ha habido dos personas divinas preexistentes, unidas en la única naturaleza divina»
[24]
. ¿Qué quería, entonces, Juan, positivamente? «En primer plano está la siguiente profesión de fe: el hombre Jesús de Nazaret es el Logos de Dios en persona. Y lo es precisamente en tanto que hombre mortal; pero lo es solamente para quienes estén dispuestos a creer confiadamente que su palabra es palabra de Dios, sus actos, obras de Dios, su camino, historia de Dios, su cruz, también sufrimiento de Dios»
[25]
.
¿Así que, en efecto, el Hijo de Dios «
se hizo carne
»? Indudablemente, esa categoría de la «encarnación» es ajena al pensamiento judío y al primitivo pensamiento judeocristiano, y tiene sus orígenes en el mundo helenístico. Y, sin embargo, también puede entenderse correctamente esa palabra desde un contexto judío. Pues todo se falsea si la encarnación se fija en el
punctum mathematicum
o
mysticum
de la concepción («Anunciación a María») o del nacimiento de Jesús («Natividad»). El modelo griego de «encarnación» tiene que ser conectado, por así decir, con el contexto histórico del judío Jesús. Si se hace esto, entonces —como ya se ha anticipado— la Encarnación sólo se entiende correctamente desde la perspectiva de
la totalidad de la vida y muerte y de la nueva vida de Jesús.
¿Qué significa entonces Encarnación? Encarnación significa: en ese hombre han tomado forma humana la palabra, la voluntad, el amor de Dios. En
todo
lo que habló y predicó, en la totalidad de su quehacer, de su actitud, en la totalidad de su persona, el hombre Jesús no actuó en modo alguno como «rival» («segundo Dios») de Dios. Sino que reveló, anunció, manifestó la palabra y la voluntad del Dios único. Así, también en contexto judío se podría quizá intentar hacer la siguiente afirmación: él, en quien, según los testimonios, coinciden plenamente palabra y obra, doctrina y vida, ser y obrar, es en figura humana «palabra» de Dios, «voluntad» de Dios, «imagen» de Dios, «Hijo» de Dios. Se trata sin duda de la unidad de Jesús con Dios. Pero incluso los concilios cristológicos afirman que no se trata de una «mezcla» o «aglutinación», como temen judíos y musulmanes, sino —según el Nuevo Testamento— de una unidad del «trono», del conocimiento, de la voluntad, del trato de Jesús con Dios, de una unidad de la revelación de Dios con y por Jesús. «Quien me ve a mí», dice el evangelio de Juan, «ve al Padre» (Jn 14,9).
En ese sentido primigenio, Jesús de Nazaret es la palabra hecha carne, el Logos de Dios en persona, la sabiduría de Dios en figura humana, y, en ese sentido, también el cristiano de hoy puede afirmar al final del segundo milenio cristiano: «Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios, nuestro Señor».
El sentido de la Cruz
y de la muerte de Cristo
Si se quisiera hacer una especie de ubicación conceptual, sin valorar previamente, podríamos situar al Cristo de los cristianos en un cruce histórico-universal de coordenadas, determinado por las más relevantes figuras religiosas de la humanidad y por las religiones que ellas inspiraron. ¿Qué quiere decir esto?
En ese cruce de coordenadas estaría en el plano izquierdo el nombre de
Buda
, prototipo, como ya hemos visto, del Iluminado, del maestro de meditación: símbolo, de la India al Japón, de la concentración interior, espiritual, y de la
renuncia al mundo
en la comunidad de una orden monástica. El Buda: modelo de una vida según el sendero óctuple, que lleva a la eliminación del sufrimiento y al nirvana.
En el plano derecho se vería el nombre de
Confucio
, prototipo del sabio oriental, representante de una ética que ejerce su influjo de Pekín a Tokio y de Seúl a Taipeh, dondequiera que se sepa leer la escritura china.
Kung Fu-tsu
: símbolo de la estabilidad de una moral familiar y social, renovada conforme al espíritu y al ritual de un pasado ideal, garante de un
orden universal
, modelo de un vivir en armonía, el hombre con los demás hombres, el hombre con la naturaleza.
En el plano superior estaría el nombre de
Moisés
, de quien, como todos los israelitas, también procede Jesús: Moisés, prototipo del profeta, símbolo poderoso de la Tora, la validez absoluta de las órdenes escritas de Dios, tal y como fue ampliada después, más y más, por los hombres. Moisés: para los judíos, dondequiera que estén, modelo de una vida ajustada a las órdenes de Dios, ley de Dios en este mundo y, precisamente por eso, llamamiento a
dominar
moralmente el
mundo
.
En el plano inferior está el nombre de
Mahoma
, que se ve a sí mismo como un profeta en la línea de Moisés y Jesús, el Mesías, y como el broche final, como el «sello» ratificador de todos los profetas anteriores. De Marruecos a Indonesia, de Asia Central al cuerno de África, se le tiene por el profeta por excelencia, símbolo de una religión que también quiere prevalecer totalmente en el plano de la sociedad y que, mediante
la conquista del mundo
, aspira a constituir Estados teocráticos. Mahoma: modelo de vida adaptada al Corán, la revelación primigenia y definitiva de Dios en el camino hacia el juicio final y el paraíso.
Sin duda ha quedado claro cuán inconfundibles e inintercambiables son esos representantes de las tres grandes corrientes religiosas que tienen su origen en muy distintas regiones de la tierra:
No son posibilidades más o menos casuales sino exponentes de unas cuantas posiciones, o mejor, opciones, religiosas fundamentales. Pues en ellas el hombre tiene que elegir: por mucho respeto que profese a los otros caminos, no puede recorrerlos todos a la vez. Son demasiado diferentes, por más que hoy —como cabe esperar— haya un acercamiento recíproco en muchos aspectos y alguna vez puedan llegar a encontrarse en la meta oculta.
Quien elige como camino de vida el seguir a Jesucristo —y la fe es una elección que implica confianza incondicional e inquebrantable—, elige una figura que es diferente de todas las otras: Jesucristo es:
Radicalmente distinto, para muchos casi aterradoramente distinto, es ese Cristo, si recordamos aquella imagen suya que ya tuvimos presente al compararla con la del Buda sonriente, sobre la flor de loto: la imagen del sufriente por antonomasia.
Durante cosa de un milenio nadie osó pintar con realismo la imagen del Sufriente. En los primeros siglos aún se tenía conciencia de cuán monstruoso y absurdo era lo que el mensaje cristiano le pedía al mundo: ¡un agonizante, clavado en el poste de la ignominia, era el Mesías, el Cristo, Hijo de Dios! ¡Y la cruz —el más abominable de todos los instrumentos de ejecución y de castigo—,
signo de vida, de salvación y de victoria
! Independientemente de todo el simbolismo que hoy en día esotéricos, psicoterapeutas y simbolistas, basándose en la historia de las religiones, puedan encontrarle (o simplemente añadirle por cuenta propia) a la cruz: la cruz de Jesús fue ante todo y sobre todo un hecho histórico brutal (por eso a Poncio Pilatos le correspondió un lugar en el credo) y no tuvo nada, absolutamente nada que ver, con vida, totalidad y verdadera humanidad. Precisamente un hombre como el apóstol Pablo, ciudadano de dos mundos, el judío y el helenístico, tenía plena conciencia de lo que él exigía a los hombres de su tiempo cuando les presentaba su «palabra de la cruz»: para los griegos «una necedad» y para los judíos «un escándalo»
[26]
. El mismo estado de cosas hallamos, por supuesto, en la Roma de los Césares: lo que se contaba de aquel nazareno tenía que sonar a broma de mal gusto, a mensaje estúpido y primitivo, propio de asnos, y esto en el sentido más literal: pues eso exactamente es lo que quiere decir la primera representación plástica del Crucificado que ha llegado hasta nosotros: una caricatura que alguien grabó algún día, en el siglo III, en una pared del Palatino, la residencia imperial de Roma, y que representa a un crucificado, pero provisto de una cabeza de asno y debajo la inscripción «Alexamenos adora a su Dios».
Por eso apenas puede sorprender el hecho de que en los tres primeros siglos del cristianismo haya representaciones de Cristo concebido, por ejemplo, como el buen pastor, joven e imberbe, pero que no haya ninguna representación del Crucificado, y que sólo después de Constantino empiece a aparecer la cruz como símbolo y tema figurativo, si bien al principio sólo en los sarcófagos.
Las más antiguas representaciones que han llegado hasta nosotros de la crucifixión
son del siglo V: una de ellas se halla en una placa de marfil, conservada en el Museo Británico, la otra, en la puerta de madera de la Basílica de Santa Sabina de Roma. Pero, aquí como allí, se evita toda expresión de sufrimiento; Cristo aparece en actitud de vencedor o de orante. En la temprana Edad Media y en el Románico, las representaciones de Cristo todavía están caracterizadas por la reverencia y el respeto; la corona real no sólo adorna al juez del universo, sino también al Señor crucificado, aunque ahora el pintor o escultor se vaya atreviendo cada vez más a realizar composiciones de mayor tamaño.
Hay que esperar a la plenitud del arte gótico y al primer Renacimiento para que la figura de Cristo pierda su hierática rigidez y se vea sustituida por una noble humanidad. Bajo la influencia del misticismo de la Pasión de Bernardo de Claraval o de Francisco de Asís se insiste ahora en el sufrimiento de Cristo. Pero hasta el
gótico tardío
no aparece el
sufrimiento del Crucificado como tema central
. Y mientras que el Cristo de Fra Angélico, el dominico florentino del primer Renacimiento italiano, aún sufre con reposada belleza, al norte de los Alpes el Cristo sufriente va siendo representado con un realismo cada vez más crudo, la cabeza coronada de espinas. Y mientras el apogeo del Renacimiento italiano, influido filosóficamente por el neoplatonismo y apoyado socialmente por las capas superiores, representa a Cristo como prototipo del hombre ideal, el Gótico tardío alemán, que es, por el contrario, resultado del esfuerzo religioso del individuo y de las conmociones de la sociedad, lo representa como Varón de Dolores, torturado, azotado, quebrantado, agonizante.
Pero ninguna de las intensas y vigorosas representaciones del Crucificado realizadas en aquella época supera seguramente a la que pintó un artista que sigue siendo hoy un personaje bastante desconocido y cuyo verdadero nombre no salió de nuevo a la luz hasta el siglo XX: la Crucifixión de Mathis Gothardt-Neithardt, conocido como
Matthias Grünewald
(hacia 1470 - 1528). En vísperas de la Reforma de 1512 - 1515, cuando la riqueza pictórica de Alemania era superior a la de todos los tiempos anteriores, en su retablo de Isenheim —un formidable «libro» catequético que puede ser «hojeado» sobre el altar Grünewald traspuso en imágenes importantes artículos del credo. Por así decir, para los días de diario, cuando el «libro» quedaba cerrado, creó una representación de la crucifixión de Jesús de tan estremecedora fuerza, que el Crucificado de Grünewald pasó a ser el modelo antonomásico del sufrimiento infinito.
Sólo cuatro figuras secundarias hay en ese retablo de la Pasión: bajo la cruz, a la derecha —desde la perspectiva del observador—, Juan Bautista, firme y casi impasible, señalando con el dedo índice, que tiene extendido en ademán imperioso, hacia el Cristo sufriente (pintura cristocéntrica, por así decir, lo que hizo que justamente ese cuadro adornara el gabinete de trabajo de Karl Barth, para quien (72) por otra parte el corderito situado a la derecha del Bautista, blanco e inocente, con la sangre que fluye y cae en el cáliz eucarístico —símbolo del sacramento—, era menos importante).