Dicho con una sola frase: judaísmo, cristianismo e Islam, esas tres religiones abrahámicas, forman el
movimiento universal y monoteísta
de orientación ética, nacido en el Próximo Oriente semítico y dotado de carácter profético. Y es urgente que esas tres religiones hagan un esfuerzo común en pro de la paz, la justicia y la libertad, en pro de la dignidad y los derechos humanos, sin el fanatismo religioso que amenaza constantemente: una tarea tanto más urgente a la vista de las corrientes fundamentalistas que van ganando terreno en las tres religiones.
Pero aquí, como es natural —yo sólo lo insinúo—, habría que incluir también las religiones de origen indio y chino. Pues ellas también creen en un absoluto, en una suprema y última realidad: Brahman en la tradición hinduista, Dharma, Dharmakaya o Nirvana en la budista, Tao o T'ien/Cielo en la tradición china.
La exposición detallada de las coincidencias y las diferencias entre las religiones de los tres diferentes sistemas —de orígenes semítico, indio y chino— formaría parte de una teología sistemática de las religiones universales. En lo que toca a nuestro primer artículo de la fe sólo hay que insistir en un punto: no debemos dejarnos engañar por el politeísmo, real o aparente, de las religiones de la corriente india y china. Cuando los indios, los chinos o los japoneses entran en una iglesia barroca bávara o italiana, la impresión que reciben no es precisamente la de una religión monoteísta. A la inversa, todos esos diferentes demonios y dioses de la India, de China o del Japón, son claramente distintos de la única realidad última. También las religiones de origen chino e indio conocen y reconocen algo último, Supremo o sumamente Profundo que determina toda realidad, ya sea como persona dominante o inmanente, ya sea como principio sobresaliente y determinante.
Por supuesto: pese a todos los elementos comunes, no hay que borrar las diferencias entre las religiones, y entre las tres religiones proféticas que creen en el Dios de Abrahán también hay diferencias esenciales. El judaísmo está concentrado en el pueblo de Dios y en la tierra prometida, el cristianismo, en el Mesías e Hijo de Dios, el Islam, en la palabra y el libro de Dios. Pero de esas diferencias hay que hablar hoy, no con espíritu triunfalista y con devoto fanatismo sino con espíritu de avenencia y de paz. Y si en los capítulos que siguen voy a concentrarme en lo específicamente cristiano, pondré todo de mi parte por evitar cualquier apariencia de antijudaísmo o antiislamismo. Me esforzaré por exponer lo específicamente cristiano de forma que judíos y musulmanes no se sientan rechazados sino invitados a, por lo menos, entender un poco mejor el camino, tal vez a recorrerlo durante algún tiempo.
Que la fe en el Dios único tiene consecuencias para la ética es algo que ya ha quedado claro. En una época de transición como la nuestra, en la que muchos (sobre todo intelectuales y personas en posiciones clave) se han contagiado de ese «cinismo universal y difuso», en un mundo en que tantos valores parecen desgastados, tantas convicciones venales, la fe en algo mejor casi perdida, la moral sustituida por la defensa de los propios intereses, será necesario, para que la humanidad pueda sobrevivir, adoptar y vivir una
actitud básica alternativa
, una actitud
ética
. ¿En qué basarla? Si tengo una confianza razonable en Dios, poseo, en mi calidad de hombre, un «punto arquimedeo», un punto de apoyo fijo, desde el cual puedo al menos determinar, mover y cambiar «mi mundo». Un Absoluto al que puedo asirme. La libre vinculación a ese Absoluto me regala la gran libertad frente a todo lo relativo de este mundo, por muy importante, por muy poderoso que ello sea. Sólo ante ese Dios soy responsable en último término y no ante el Estado o la Iglesia, ante un partido o una empresa, ante el papa o cualquier líder. Punto de anclaje de una actitud básica alternativa ética es, pues, esa fe en Dios. Su módulo es —como veremos en el próximo capítulo— la palabra de Dios, su vitalidad, el espíritu de Dios. Su centro es la libertad y el amor, y su ápice —quizás también para algunos hombres de hoy—, nueva esperanza y alegría de vivir.
Jesucristo:
Nacido de una Virgen e Hijo de Dios
Evolución
(de la que hemos hablado hasta ahora) y
Encarnación
(de la que hablaremos en lo que sigue): ¿cómo se pueden unir ambos conceptos? La evolución, como se ha ido viendo cada vez más claramente a lo largo de nuestro siglo, es un concepto universal que abarca toda la realidad de universo, vida y hombre, de cosmogénesis, biogénesis y antropogénesis. O sea, concretamente:
Pero lo que todo esto quiere decir es que no hay una cesura fundamental en el proceso evolutivo. No hay una división de este mundo en dos mitades, como si en una de ellas rigieran exclusivamente las leyes de la naturaleza y en la otra la intervención inmediata de un creador divino. De ahí la pregunta: «¿A qué viene esa encarnación divina en tal evolución cósmico-biológico-antropológica, ese evento absolutamente particular en un acontecer tan universal? ¿O sería posible imaginar una encarnación que no parte del supuesto ingenuamente religioso de una milagrosa "inter-vención" divina? ¿Una encarnación que no interrumpe el decurso causal, que no implica una “bajada” inmediata y “sobrenatural” al proceso que normalmente transcurre sin interrupciones y conforme a las leyes de la naturaleza?». Sin embargo, en el Símbolo de los Apóstoles aparece ya una primera y casi insuperable dificultad:
También en lo que concierne a este artículo de la fe, muchas personas no piensan tanto en definiciones dogmáticas como en imágenes religiosas. Imágenes de la encarnación, de la anunciación a María y de la natividad de Jesús. ¿Quién no conoce el cuadro, un clásico de la historia del arte, de la anunciación a María que, medio siglo antes que los frescos de Miguel Ángel —entre 1436 y 1445—, pintara en el muro de una celda del monasterio de San Marcos de Florencia, entonces recién construido —escena amplia pero de perfecta armonía interior— Fra Giovanni da Fiesole, llamado, después de su muerte,
Fra Angélico
?
«Beato Angélico»: el único artista que la Iglesia haya beatificado jamás. «Beato» no, naturalmente, porque en la transición del bello estilo, suave y refinadamente cortesano, de las estribaciones del gótico internacional al temprano Renacimiento italiano sustituyera el fondo dorado por el paisaje, y la pintura de superficies por la perspectiva, científicamente correcta, y por la plasticidad de las figuras, ni porque para él los detalles decorativos fueran menos importantes que la sencillez clásica. «Beato», antes bien, porque en la Florencia, tan amante de los placeres, de Cosme de Médicis pintó con intacto y callado recogimiento para la meditación de los frailes.
Desde la perspectiva, perfectamente lograda, de un pórtico de columnas similar al patio de San Marcos, y en una armonía de tonos claros absolutamente singular, se ven en la pared de la celda dos delicadas figuras sumidas en íntima conversación: a la izquierda, en finos pliegues rosados, con alas de espléndidos colores, el ángel; a la derecha, sentada en un escabel, con túnica rojo claro y capa azul, la Virgen María, humildemente intimidada por el saludo del ángel y por lo que ese saludo pueda significar: «Has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30 s.). A ese arte se le llamó ya muy pronto
vezzoso
: amable, delicado, y
ornato
: elegante, refinado, y de gran
facilitá
. En cualquier caso, ese arte combina la fe ingenua de la Edad Media con un decorado que posee la sencilla elegancia del primer Renacimiento. Un
hortus conclusus
, un jardín floreciente, separado de los elevados árboles del fondo por unos maderos: símbolo evidente de la encarnación de Jesús, sin obra de varón, en la Virgen María. Un cuadro en la frontera entre el día y el sueño…
«Pero», oigo decir al hombre de hoy, «eso es más sueño que día. Más imagen que sentido racional. Más mito que
logos
. ¡No querrá usted que contengamos la respiración, por así decir —como la naturaleza en el cuadro de Era Angélico—, para no perturbar el solemne instante! ¡No va a querer usted, con esa escena devota —sin duda alguna de rara belleza— del
Quattrocento
, embaucarnos ahora, en pleno siglo XX, para que hagamos profesión de fe en "Jesucristo… que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (
conceptus de Spiritu Sancto
), y nació de santa María Virgen (
natus ex Maria Virgine)!"»
.
Pero quizá pueda yo aquí, en mi condición de teólogo y en vista de lo dificultoso de la cuestión, recurrir, en busca de ayuda, a la psicología y sobre todo al psicoanálisis. Pero… ¿debo hacerlo?, ¿puedo hacerlo?
Como es sabido, Freud tenía un gran rival en la psicoterapia, un rival que atribuía más importancia a la religión, y que se había vuelto ateo debido al materialismo de las ciencias de la naturaleza: el suizo
Carl Gustav Jung
, fundador de la «psicología compleja». Jung, en muchos escritos, se ha apropiado precisamente de los símbolos de la fe cristiana con el fin de conocer las estructuras profundas psíquicas que en ellos se ponen de manifiesto. Eso vale para el «símbolo» de la virgen que concibe y da a luz un hijo. Para Jung, el «niño divino», nacido de una Virgen, es un prototipo, una de esas imágenes que han quedado almacenadas en el inconsciente v que habiéndonos sido transmitidas genéticamente desde tiempos remotísimos son comunes a todos los hombres; originariamente, un reflejo de esas reacciones instintivas y psíquicamente necesarias ante determinadas situaciones, y comparable a otros prototipos: la madre, el héroe triunfante, el espíritu maligno, el dragón, la serpiente. En la terminología de Jung: la imagen del niño divino, salvador, es un
arquetipo
, un modelo primigenio del alma. Ese arquetipo se pone de manifiesto en diferentes imágenes y vivencias, procesos y actitudes, especialmente en relación con experiencias muy intensas de la vida humana: nacimiento, madurez, amor, peligro, salvación y muerte.
El célebre concepto de «arquetipo» no fue inventado por Jung. Se trata, originariamente, de un concepto teológico procedente de la doctrina esotérica gnóstica del
Corpus hermeticum
, localizado en las postrimerías de la Edad Antigua. Jung lo tomó sobre todo de los escritos del supuesto discípulo de Pablo, Dionisio Areopagita (quien, en los siglos V-VI, transmitió al Occidente la mística oriental) y de la obra de Agustín, quien había fijado las ideas eternas de Platón, como
ideae principales
, en el intelecto divino. Pero mientras que los arquetipos ideales de Platón y de Agustín son de una extraordinaria y luminosa perfección, los arquetipos de Jung, quien, para sus conclusiones científicas, se basaba en el ejercicio de la psicoterapia y en el estudio de las tradiciones religiosas de antiguos pueblos, tienen una
estructura bipolar, ambivalente
, ya que presentan un lado luminoso y un lado oscuro.
¿Qué significa, pues, el arquetipo «niño divino, nacido de una virgen», que en todos los tiempos y en todos los pueblos, en los cuentos y en los mitos, en el arte y en la religión, ha encontrado múltiple y variada expresión? Según Jung, en nuestros sueños y mitos, el niño divino es el gran símbolo de lo «no engendrado», de lo no hecho en nuestra psique individual o colectiva. A esa figura «virginal» se opone la figura del hombre, es decir, la razón, el entendimiento. El lenguaje del inconsciente es, evidentemente, un lenguaje metafórico y condicionado por el sentimiento. Los mitos, las sagas, los cuentos, son una especie de sueños objetivados. Ése es el caso del niño divino. Se trata de un arquetipo y, como todos los demás arquetipos, una fuente inagotable de remota sabiduría acerca de las más profundas relaciones entre el hombre, el mundo y Dios.