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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (43 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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Por fin se levantó. Una sonrisa fugaz le cruzó la cara cuando besó la cabeza de la niña.

—Después dio el paso hasta el final. Mató al vecino, llamó a la policía. La involucraron en la investigación. Está iluminada por todos los focos, Yngvar. Está en medio del resplandor. En el centro del cono de la luz del foco, y lo está disfrutando. Nos está sacando la lengua, y sabe que ha ganado.

—¿Ganado? ¿Cómo que ha ganado? Ahora ya sabemos que…

Ella se puso el dedo índice sobre la boca haciéndolo callar. Después pasó con cuidado la mano sobre la nuca de Ragnhild.

—Está dormida —susurró—. Acuéstala, por favor.

Inger Johanne se dirigió al salón. Del armario del rincón sacó una botella de vino. La abrió. Agarró la copa más bella que tenía, un cáliz de cristal fino procedente de la casa de verano de sus abuelos. Hacía muchos años tenía cuatro, grandes copas con finos grabados y ribeteados con pan de oro. Tres de ellas se habían roto. La que quedaba no se usaba nunca. Una vez al mes, más o menos, la sacaba. Le quitaba el polvo, miraba el dibujo bajo la luz de la lámpara del techo. Le recordaba a los largos veranos y los baños en agua salada, al abuelo materno en la terraza con un vino blanco dulce en la copa, con la nariz colorada por el sol y la felicidad, con migas de bizcocho en la barba. Solía dejarla probar. Ella humedecía la lengua con una mueca y a continuación escupía. Entonces él se reía, siempre, y le daba gaseosa, aunque no fuera sábado.

Se sirvió y puso a girar el vino.

—¿Qué quieres decir con eso de que ha ganado? —dijo Yngvar.

—¿Está dormida?

Él asintió y pegó un respingo cuando vio la copa que había elegido. Se fue a la cocina a buscar otra y se sirvió.

—¿Qué quieres decir? —repitió Yngvar—. Ya sabemos que es ella. Sabemos adonde ir. De algún modo…

—No lo conseguirás —dijo ella, y bebió.

—¿Qué quieres decir?

Su copa seguía sin tocar sobre la mesa del comedor. Inger Johanne se volvió hacia la ventana. El jardín tenía un aspecto triste, con algunas manchas de nieve sobre el césped amarillo y empapado. Por fin le habían cambiado las bombillas a las farolas de la calle Haugé. Un hombre con un chubasquero amarillo paseaba a su perro. Éste iba suelto y corría de un lado a otro con el hocico a ras de suelo. Se detuvo junto al Golf de Inger Johanne y levantó la pata trasera. Se quedó así un buen rato, antes de seguir satisfecho a su amo.

—Estaba en Francia —dijo ella—. Cuando fue asesinada Vibeke Heinerback. Y cuando Vegard Krogh fue asesinado en el bosquecillo de Asker. Da la impresión de que se te ha olvidado del todo.

—Claro que no —dijo él, ligeramente irritado—. Pero tanto tú como yo sabemos que no podía estar ahí. A no ser que tuviera un ayudante, un…

—Wencke Bencke no tiene ningún ayudante. Es una
loner
. Mata para sentirse viva, para mostrar su fuerza. Para… crecer, mostrar lo competente…, lo inigualable que es.

—A ver, tienes que decidirte —dijo él—. Si estaba en Francia, no puede haberlos matado. ¿Qué es lo que quieres decir en realidad?

—Obviamente no estaba allí. No todo el rato. De una manera u otra ha conseguido ir y venir. Podemos especular sobre cómo lo consiguió. Podemos teorizar y reconstruir. Lo único que es completamente seguro es que nunca lo vamos a resolver.

—No entiendo cómo puedes decir algo así —dijo él pasándole el brazo por los hombros—. ¿Qué hace que estés tan convencida? ¿Cómo puedes…?

—Yngvar —lo interrumpió ella mirándolo a la cara.

Tenía los ojos tan claros. Las cejas se le habían empezado a afilar y parecían optimistas cuernos de viejo sobre la frente. Tenía la piel limpia y homogénea. La ancha boca entreabierta, e Yngvar sentía su respiración contra la suya; el vino y el fuerte olor del ajo. Inger Johanne puso el dedo índice sobre el profundo hoyuelo de la barbilla de él.

—Nunca antes he dicho esto —susurró Inger Johanne—. Y espero no tener nunca más la oportunidad de volver a decirlo. Soy
profiler
. Warren solía decir que yo era una
profiler
nata. Que era algo de lo que nunca iba a poder escapar. —Se rio por lo bajo—. Durante todos estos años he estado intentado olvidarlo. ¿Recuerdas lo poco dispuesta que estaba, aquella primavera hace cuatro años? Cuando robaron a aquellos niños y tú querías…

—Sí.

Ya no susurraba. Él la mordió con cuidado en la punta del dedo.

—Yo estaba trabajando en mi investigación. Estaba absorbida por ella. Tenía suficiente que hacer con Kristiane, y… luego apareciste tú. Nuestra vida aquí y Ragnhild. No quiero otra cosa. ¿Por qué crees tú que de todos modos me he pasado las noches aquí sentada trabajando con un caso de asesinato que en realidad no tiene nada que ver conmigo?

—Porque tienes que hacerlo —dijo él sin soltarle la mirada.

—Porque tengo que hacerlo —asintió ella—. Y esto te lo digo porque tengo que hacerlo: Wencke Bencke ha ganado. A lo largo de estas semanas no habéis encontrado una sola huella. Nada. No quiere que la descubran. Quiere que se la vea, no que la cojan.

—De todos modos tengo que intentarlo —dijo Yngvar; sonaba a pregunta, como si precisara su bendición.

—De todos modos tienes que intentarlo —asintió ella—. Y la única esperanza que tienes es conseguir situarla en los lugares de los hechos. Demostrar que no estaba en Francia.

«Nunca lo conseguirás», pensó Inger Johanne una vez más, pero no lo repitió. En vez de hacerlo se bebió el resto del vino y dijo:

—Las niñas no pueden seguir viviendo aquí. A Wencke Bencke le queda un caso. Tenemos que mudar a las niñas.

Luego se levantó para llamar a su madre, aunque era casi medianoche.

—Así que quieres decir… —dijo el jefe de Kripos rascándose la oreja con el dedo meñique— que tenemos que darle la vuelta a toda la investigación por un libro que ha desaparecido y por un botón. ¡¿Un botón?!

—Un broche —lo corrigió Yngvar—. O un… pin.

El jefe supremo de Kripos tenía mucho sobrepeso. La tripa le colgaba como un saco de mantequilla sobre el cinturón ceñido. La camisa se le abría sobre el ombligo. Durante las exposiciones de Lars Kirkeland e Yngvar Stubø había mantenido silencio. Incluso cuando durante el resto de la pequeña reunión estuvieron discutiendo el asunto durante media hora, el jefe había mantenido la boca cerrada. Sólo sus pequeños dedos rechonchos lo habían acusado; golpeaban impacientes contra la tabla de la mesa cada vez que alguien mantenía la palabra durante más de veinte segundos.

Ahora, por enfado, le temblaba la papada doble. Se levantó con gran dificultad. Se acercó al cuaderno en el que el nombre de Wencke Bencke estaba escrito con letras rojas bajo una línea del tiempo con tres fechas. Se detuvo y sopló tres veces por la nariz. Yngvar no sabía si era por desprecio o porque tenía problemas con la respiración. Con la mano derecha se alisó el pelo que le cubría la calva antes de arrancar una hoja del caballete y de arrugarla concienzudamente.

—Déjame decirlo así —dijo, clavando sus pequeños ojos agudos en Yngvar—. Eres uno de mis más preciados colaboradores. Ésa es la razón por la que llevo aquí una hora sentado escuchando estas… chorradas. Con todos mis respetos.

Se tiró del bigote, que se le rizaba alegremente sobre las comisuras de los labios y que solía hacer que pareciera un tío de la familia, gordo y agradable.

Nadie dijo nada. Yngvar recorrió con la mirada a sus colegas. Seis de los investigadores más famosos de Noruega estaban sentados en torno a la mesa con la vista baja. Hurgando en una taza, toqueteando unas gafas. Lars Kirkeland estaba dibujando, parecía profundamente concentrado. Sólo Sigmund Berli miraba al frente. Se lo veía colorado y agitado, y daba la impresión de estar a punto de levantarse. En lugar de hacerlo levantó la mano, como si estuviera pidiendo formalmente la palabra.

—¿No merece al menos la pena intentarlo? Quiero decir: ¡en todas las demás direcciones estábamos estancados! Si me preguntáis a mí, esto es…

—Nadie te está preguntando nada —dijo el jefe—. Lo que se va a decir sobre este asunto ya está dicho. Lars ha resumido muy diligentemente el curso de la investigación hasta ahora. Todos lo que estamos aquí sabemos que en la labor policial no hay… abracadabra. Meticulosidad, personas. Paciencia. Nadie sabe mejor que nosotros que el trabajo duro y el manejo sistemático de todos los hallazgos es el único camino que seguir. Somos una organización moderna. Pero no tan moderna como para que desechemos semanas de trabajo policial intenso, y de calidad, porque una mujer cualquiera siente y piensa y opina que quizá piense.

—Estás hablando de mi mujer —dijo Yngvar calmadamente—. No acepto la denominación una mujer cualquiera.

—Inger Johanne es una mujer cualquiera —dijo el jefe manteniendo la calma—. En este contexto lo es. Te pido disculpas si mi elección de las palabras te ha resultado ofensiva. Tengo el mayor de los respetos por tu mujer y tengo completamente claro lo útil que nos fue en aquel caso de secuestros hace algunos años. Ése es también el motivo por el cual he sido… condescendiente con tu algo… indulgente modo de manejar los documentos del caso. Pero ahora el caso es bastante distinto.

Volvió a pasarse la mano por la coronilla. Los finos mechones de pelo parecían pintados sobre su cráneo.

—Distinto —dijo Sigmund, furioso—. Pero ¡si no sabemos nada, hombre! ¡Ni una puta pista! Todo lo que en realidad ha contado Lars ha sido una serie infinita de hallazgos técnicos que no nos llevan a ningún sitio y de reflexiones tácticas que en el fondo sólo tratan de una cosa: ¡estamos colgados en la ignorancia! Joder… —Se contuvo—. Lo siento —dijo débilmente—. Pero escucha esto…

El jefe alzó la mano.

—No —dijo—. Lo último que necesitamos ahora es más crítica de los medios. Si atacamos a Wencke Bencke… —Le echó una mirada a la papelera, como si la escritora estuviera ahí metida, junto con su nombre en rotulador rojo—. Si se nos ocurre siquiera mirar en su dirección, se va a montar un jaleo de cojones. Se está haciendo muy popular, por lo que puedo entender. Ayer la vi dos veces en la televisión, y NRK ha anunciado que esta noche será la invitada de honor de
Primero y último
.

Se chupó los dientes. El ruido era insoportable. Luego chasqueó levemente la lengua y se retorció el bigote entre el pulgar y el índice. Continuó, ahora mirando a Yngvar:

—Y si, contra todo pronóstico, se viera que había algo de verdad en esta hipótesis tuya, en esta absurda y volátil teoría tuya sobre viejas conferencias y aburrimiento, entonces esta señora es dura de pelar.

—Así que lo mejor será ni intentarlo —dijo Yngvar mirándolo a los ojos.

—Ahórrate los sarcasmos.

—Pero prefieres tener tres casos sin resolver que tener que enfrentarte a los medios de comunicación —dijo Yngvar encogiéndose de hombros—. Por mí está bien.

El jefe de Kripos se acarició su amplia cintura. Introdujo el pulgar debajo del ceñido cinturón. Se chupó los dientes. Se subió los pantalones, que volvieron a caer inmediatamente al hueco bajo la barriga.

—Está bien, está bien —dijo por fin—. Te doy dos semanas. Tres. Durante tres semanas estás exento de llevar a cabo otra tarea que no sea la de registrar los movimientos de Wencke Bencke en el periodo de tiempo en torno a los asesinatos. Y nada más. ¿Me estás oyendo?

Yngvar asintió con la cabeza. Dijo:

—Tres semanas.

—Nada de saltos mortales. Nada de hurgar en otras partes de su vida. No quiero jaleo, ¿entendido? Averigua si su coartada al final no se sostiene. Mi consejo es: empieza con el último asesinato. Con Håvard Stefansen. Cuando él murió, por lo menos andaba cerca.

Yngvar volvió a asentir.

—Vive en la misma casa…

—Como oiga una sola palabra sobre que esta mujer está siendo investigada… —ahora el jefe tenía la cara rojo oscuro y el sudor le corría por la frente—, de boca de alguien que no sea los que estamos aquí ahora y que… ¡No vamos a decir una palabra sobre este asunto a nadie!

Estampó su mano pequeña y gorda contra la mesa.

Cogió aire, profundamente, luego lo dejó salir entre los dientes apretados. Y llegó la advertencia:

—De lo contrario me cabrearé. Y ya sabéis lo que significa eso.

Todos asintieron, como una clase de primaria entusiasmada.

—Y tú —dijo el jefe señalando a Sigmund—: si te va la vida en ser el escudero de Yngvar, por mí está bien. Tres semanas. Ni un día más. Y por lo demás la investigación sigue su curso como antes, Lars. La reunión ha acabado.

Las sillas arañaron el suelo. Alguien abrió una ventana. Alguien se rio. Sigmund sonrió feliz e indicó que se iba al despacho a hacer una llamada.

—Yngvar —dijo el jefe, trayéndolo hacia sí cuando la habitación se estaba vaciando.

—¿Sí?

—No me gusta el último caso —dijo en voz baja.

—¿Håvard Stefansen?

—No. El último caso de esa vieja conferencia. El que todavía no ha tenido lugar. El incendio. La casa en llamas del policía.

Yngvar no respondió. Se limitó a contraer los párpados y a mirar por la ventana con aire ausente.

—Le he pedido a la policía de Oslo que haga unas rondas extra —continuó el jefe—. Por la noche. En la calle Hauge.

—Gracias —dijo Yngvar, y le ofreció la mano—. Te lo agradezco. Hemos trasladado a los niños.

—Muy bien —dijo el jefe queriéndose ir. A pesar de todo se quedó un rato de pie, con la mano de Yngvar en la suya—. Y esto no es porque le dé el menor crédito a vuestro perfil. No es más que una medida de seguridad. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Yngvar, completamente serio.

—Además —dijo el jefe cogiendo la funda de puro del bolsillo de Yngvar—, esto me lo quedo yo. ¿No podrías dejar de fumar en el despacho? Los sindicatos me están friendo con este asunto del humo.

—Está bien —dijo Yngvar, pero ahora con una amplia sonrisa.

Se había hecho la idea de que sería más glamuroso. Quizá no tanto como en Hollywood, con los nombres de las estrellas escritos con purpurina sobre las puertas de los camerinos, pero de todos modos con el aura de algo brillante. No había mucho de fabuloso en el cuarto descolorido situado al final de unas largas escaleras, con café tibio en un termo a presión y bolsas de té en una taza de papel encerado. A lo largo de dos de las paredes se extendían dos sofás de tipo banco en los que había cinco personas esperando alguna cosa. Yngvar Stubø no entendía qué función tenían. No eran famosos y no estaban haciendo nada. Se limitaban a estar ahí sentados, con la vestimenta descuidada, pegándole sorbos al café y mirando constantemente el reloj. En un monitor en el rincón, en diagonal bajo el techo, podía ver el propio estudio. Gente con auriculares iba de acá para allá con aspecto de contar con todo el tiempo del mundo.

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