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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (46 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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No les había permitido entrar en el dormitorio.

Volvió al salón. El olor de las flores la mareaba. Llevó el jarrón a la cocina. Lo vació de agua y metió el ramo en una bolsa de plástico.

El libro estaba casi acabado.

En la parte baja del armario, donde nadie lo encontraría antes de que ella hubiera muerto, estaba la carpeta más importante. Por fuera, con grandes letras homogéneas, había escrito: COARTADAS.

Se había pasado diecisiete años investigando y reflexionando. Una buena coartada era la premisa para que un crimen tuviera éxito, el mismísimo fundamento de una buena novela policiaca. Creaba y construía, especulaba y descartaba. La carpeta crecía lentamente. Antes de ir a Francia, llevaba la cuenta. Treinta y cuatro documentos. Treinta y cuatro coartadas imaginables. Algunas de ellas ya las había usado, otras esperaban un nuevo manuscrito, un relato que les fuera mejor. Ninguna de ellas era perfecta, porque la coartada perfecta no existía.

Pero sus construcciones eran realmente buenas.

Tres de ellas nunca podría utilizarlas en ningún libro.

Habían encontrado mejor aplicación.

Como no eran perfectas, la mantenían despierta y viva. Cada mañana sentía el sano miedo. Cuando llamaban a la puerta, cuando sonaba el teléfono, cuando un desconocido se detenía al otro lado de la calle y dudaba un poco antes de dirigirse a ella, sentía el terror; le recordaba lo valiosa que se había vuelto la vida.

De camino hacia las escaleras para tirar las flores muertas por el tubo de la basura, se detuvo y vaciló. El libro que se había llevado del dormitorio de Vibeke Heinerback estaba en el armario de zapatos de la entrada. Lo había estado hojeando la noche anterior. Había palpado las hojas, había sentido la emoción de tocar el mismo papel que la joven política se había llevado a la cama o al autobús, que quizás había leído a escondidas durante el tedio de los plenarios, en las interminables pausas en el Parlamento.

Era el ejemplar de Rudolf Fjord.

Lo iba a tirar. Lo agarró bruscamente y lo metió en el tubo de las basuras con las flores. Se quedó de pie escuchando el sonido del pesado libro contra el metal, cada vez más bajo, hasta que cesó con un chasquido sordo, casi inaudible.

Alguien podía encontrarlo. Alguien podía preguntarse qué hacía un libro con el ex libris de Rudolf Fjord en el cuarto de la basura del edificio en que vivía y escribía sus libros Wencke Bencke. No lo había destrozado, no había arrancado la página con el nombre del dueño. Podía haber quemado el libro o haberlo tirado a otro sitio.

Pero no habría tenido ninguna emoción.

Wencke Bencke vivía en una nube constante. Se había lanzado desde el pico más alto.

—Tres semanas —dijo Sigmund Berli—. Se nos han acabado nuestras tres semanas.

—Sí —reconoció Yngvar Stubø—. Y no tenemos nada. Nada de nada.

Sobre el escritorio ante él había dos pilas de extractos. Una de ellas contenía información sobre las tres cuentas bancarias de Wencke Bencke en el periodo del 1 de enero al 3 de marzo, el día que fue asesinado Håvard Stefansen. La otra contenía información de Telenor, la compañía telefónica.

—Cuando murió Vibeke Heinerback —dijo Yngvar—, Wencke Bencke estaba en Estocolmo. Como ha contado en varias… —de una patada tiró una pila de periódicos y revistas al suelo— de esas malditas entrevistas. El golpe que supuso para ella enterarse del asesinato lo… ¡Joder, es más lista que el hambre!

Durante tres semanas habían trabajado solos. Sigmund e Yngvar. Habían conseguido la orden para la entrega en secreto de los extractos, basada en una petición ajustada fantasiosamente y parcialmente mendaz. Después habían investigado a Wencke Bencke con detalle, día y noche, apenas habían pasado por casa para coger ropa limpia y echar unas horas de mal sueño antes de lanzarse de nuevo a la meticulosa labor de reconstruir la vida de una persona basándose en el dinero que gastaba, las llamadas telefónicas que realizaba y sus navegaciones por Internet.

Wencke Bencke tenía dinero, pero era sorprendente lo poco que gastaba. Ciertamente había renovado su vestuario al acercarse el momento de su viaje de vuelta a casa, pero incluso alrededor de Navidad sus gastos eran llamativamente bajos. Casi nunca llamaba a nadie y a ella apenas la llamaba nadie aparte de sus editores de toda Europa. Con su padre no había hablado desde antes de navidades.

En Estocolmo se había reunido con su editor, eso le había contado a los medios de comunicación; un viaje rápido para planear la gira de lanzamiento del otoño. Sigmund llamó y se hizo pasar por periodista. Consiguió sacar una confirmación de la visita, aunque su impasibilidad ante las mentiras a las que tenían que recurrir constantemente daba miedo. Yngvar, en cambio, se atormentaba seriamente. No sólo forzaban el sistema, sino que tiraban por tierra todo lo que Yngvar había aprendido y había representado durante una vida entera en la policía.

Wencke Bencke se había convertido en una obsesión.

Habían empleado ocho días enteros en intentar encontrar caminos que hubiera podido tomar entre Estocolmo y Oslo el 6 de febrero. Se habían pasado día y noche haciendo malabares con las horas, estudiando los mapas y escrutando con lupa las listas de pasajeros. Con las compañías aéreas Sigmund había ido de buenas y de malas, con amenazas y con mentiras. Por las noches habían recorrido los pasillos pegando sobre las paredes papeles amarillos con las horas. Habían intentado acercarlas más las unas a las otras. Habían tanteado encontrar los agujeros y las lagunas; un huequito en la sólida pared de horas imposibles en los extractos del banco de Wencke Bencke.

—No funciona. —Era la conclusión a la que había llegado Sigmund cada día, a eso de las cuatro de la mañana—. Simple y llanamente no encaja.

Se había inscrito en el hotel a las tres de la tarde. Había comprado en un quiosco a las cinco y diecisiete. Había cogido un taxi justo antes de las siete de las noche. Veinticinco minutos antes de medianoche, aproximadamente en el mismo momento en que, según el informe de la autopsia, Vibeke Heinerback fue asesinada en su casa de Lørenskog, Wencke Bencke había pagado una suculenta factura en un restaurante junto al Dramaten, en el centro de Estocolmo.

Una mañana, tras dieciséis horas de trabajo continuo y desperdiciado, Sigmund, en un ataque de furia, se había montado en un avión que se dirigía a Suecia. Esa misma tarde volvió con la cabeza gacha; el portero de noche aseguraba haber visto a Wencke Bencke llegar al hotel sobre la medianoche del día de autos. Había asentido ante la foto que le enseñaba Sigmund. No, no habían hablado, pero creía recordar que la mujer de la habitación 237 se había servido cubitos de hielo de la máquina del hall. Estaba estropeada, así que tuvo que secar el suelo cuando ella se fue. Además, por la tarde había dejado algo de ropa para lavar. Cuando la dejó ante la puerta a primera hora de la mañana siguiente, había escuchado música a todo volumen dentro el cuarto.

Había dejado el hotel sobre las diez.

Lo único llamativo de la estancia de Wencke Bencke en Estocolmo era que daba la impresión de haber sido más generosa de lo habitual consigo misma.

Por lo demás todo era inaprensible. Yngvar y Sigmund lo habían apostado todo y se habían quedado sin nada. El plazo había acabado.

—¿Qué hacemos? —dijo Sigmund calladamente.

—Sí. ¿Qué hacemos…?

Yngvar toqueteó los extractos. Cuando fue asesinado Vegard Krogh, Wencke Bencke aparentemente estaba en Francia. Dos días antes había sacado una gran suma de dinero, y en los cuatro días sucesivos no había movimientos en la cuenta. La siguiente vez que usó la tarjeta fue en una pescadería del casco antiguo de Niza.

Yngvar y Sigmund se habían animado con este hueco de tiempo y emplearon varias jornadas en estudiarlo. En teoría era posible que se hubiera apañado, con aquel dinero en efectivo, para ir y volver de Noruega…, si no se tenía en cuenta que su nombre no aparecía en ninguna lista de pasajeros, y tampoco en ninguna de las agencias de alquiler de coches de Niza.

En Estocolmo les costó más conseguir las listas. Podría muy bien haber robado un coche. Lo único que sabían los dos detectives tras pasar tres semanas en el despacho, noche y día, era lo mismo de lo que ya estaban convencidos antes de ponerse manos a la obra: Wencke Bencke estaba en Oslo cuando tuvieron lugar los asesinatos.

Pero seguían sin tener la más mínima idea de cómo lo había conseguido.

Podían seguir investigando, buscar más concienzudamente.

Deberían de haberlo hecho. Los dos deseaban intensamente seguir.

Pero había que hacerlo oficialmente.

El plazo ya se les había pasado y sus compañeros habían empezado a burlarse de ellos. Sonreían de oreja a oreja cuando Yngvar y Sigmund aparecían para comer, pálidos y exhaustos; se sentaban solos y comían en silencio.

Cuando fue asesinado Håvard Stefansen, Wencke Bencke estaba sentada en el piso de abajo trabajando con su ordenador. Se había explicado en tanto que testigo, y se había explicado con exactitud. No había visto ni oído nada extraño, estaba absorta por el trabajo. Se había pasado varias horas en la red para aprender más sobre las arañas sudamericanas. Hasta que no se encaminó al desván para guardar las maletas tras su larga estancia en el extranjero, no se había percatado de que la puerta estaba abierta, había asomado la cabeza dentro del pasillo y había descubierto el cadáver. Entonces llamó a la policía. La historia encajaba con la información de la compañía telefónica. No se podía decir que fuera una coartada, pero tampoco les proporcionaba nada con lo que seguir.

Y Wencke Bencke florecía. Estaba en todas partes y se tenían grandes expectativas con la novela que iba a sacar en otoño.

Yngvar se levantó de pronto. Recogió los papeles y los reunió en un único gran documento.

—Hemos perdido —declaró, y lanzó el montón a la cesta de los papeles para inutilizar—. Wencke Bencke ha ganado. Lo único que hemos sacado de estas semanas de trabajo duro es la demostración… —Se rio, en voz baja y sin ganas; no quería completar la frase—. La demostración de que la tipa es inocente —dijo a Sigmund lentamente—. Hemos trabajado día y noche durante tres semanas para acabar demostrando que… la mujer es inocente. ¡Hemos demostrado la inocencia de Wencke Bencke! Eso es exactamente lo que hemos hecho —concluyó bostezando largamente—. Así lo tenía planeado. Ella sabía que esto era lo que iba a pasar. Y tú…

Rodeó el escritorio. Se quedó un momento de pie mirando a Sigmund, que había perdido peso. Seguía teniendo la cara redonda. La barbilla seguía siendo rellena, pero la ropa le quedaba suelta. Las arrugas a lo largo de la base de la nariz se dibujaban más claramente que antes. Tenía los ojos inyectados en sangre y olía a sudor cuando Yngvar le tendió la mano y lo levantó de la silla.

—Y tú eres mi mejor amigo —dijo, y le echó los brazos alrededor—. Eres mi Sancho Panza.

E
pílogo

Jueves, 4 de junio de 2004

El verano estaba a la vuelta de la esquina.

Abril y mayo habían transcurrido con un tiempo anormalmente cálido y soleado. Los árboles y las flores habían brotado pronto, convirtiendo la primavera en un infierno para los alérgicos. En Dinamarca y en España se habían celebrado las bodas de los príncipes herederos. En Portugal preparaban la Eurocopa de fútbol, mientras que los atenienses luchaban con todas sus fuerzas contra el reloj para conseguir estar listos para los Juegos Olímpicos de agosto. El mundo se dejaba escandalizar por el maltrato de los presos de Irak, pero no demasiado, las fotografías rara vez alcanzaron las portadas de los periódicos noruegos. Tampoco la histórica expansión de Europa hacia el este despertó demasiado interés en ese pequeño y rico país en el extremo del continente. Más importancia se le dio a la duradera huelga de transporte, que hizo que se vaciaran los estantes de las tiendas y que generó gresca por los rollos de papel higiénico y los pañales. El equipo del Rosenborg iba de fracaso en fracaso en la liga y un presupuesto estatal revisado fue aprobado sin dar lugar a ningún dramatismo político. De vez en cuando, si uno se fijaba bien, todavía se podía encontrar algún que otro artículo en los periódicos sobre los asesinatos irresueltos de Vibeke Heinerback, Vegard Krogh y del deportista Håvard Stefansen. Pero no con frecuencia. Hacía ya quince días que no salía nada sobre ellos.

Una mujer estaba sentada sobre un banco junto al río Aker leyendo los periódicos.

Inger Johanne Vik había aprovechado la primavera para intentar olvidar. Estaba bien entrenada en ese tipo de cosas. A medida que fueron pasando las semanas y los meses sin que sucediera nada, se hizo insostenible mantener a las niñas ocultas. Durante una temporada la casa de la calle Hauge había sido custodiada por la policía. Con el tiempo también aquello pareció superfluo, por lo menos para los responsables de los ajustados presupuestos de la policía de Oslo. Ya no pasaban coches de patrulla por las noches por la calle Hauge.

Y nadie había intentado prenderle fuego a la vivienda, pintada de blanco y con forma de caja, en la que vivía la familia Vik y Stubø, con sus hijos y su perro y sus amables vecinos.

Inger Johanne había empezado a dormir de nuevo. Había entrado en una rutina cotidiana. Daba paseos.

Junto a ella había un cochecito de niño. La cría estaba ligeramente cubierta con una manta de algodón y dormía. La madre miraba de vez en cuando al cielo, daba la impresión de que el buen tiempo finalmente tocaba a su fin.

Le gustaba quedarse así sentada. Iba a aquel lugar todos y cada uno de los días. Compraba los periódicos en la gasolinera de la calle Maridal. Antes de llegar al banco bajo el sauce, justamente donde el río hacía una curva entre Sandaker y Bjølsen, dormía la pequeña. La madre podía disfrutar de una hora para sí misma.

Otra mujer se acercaba caminando por el sendero. Rondaba algo más de los cuarenta, el pelo se le rizaba con el leve viento y llevaba gafas de sol.

«Inger Johanne es tan jodidamente predecible —pensó la mujer—. ¿No ha aprendido nada? Está aquí todos los días, a no ser que llueva. Ya no da la impresión de estar asustada. Las niñas han vuelto a casa. Me irrita haberla sobrevalorado.»

—Hola —dijo la mujer que venía caminando, y se detuvo—. ¿No eres Inger Johanne Vik?

La mujer madre de niños pequeños se quedó mirándola fijamente. Wencke Bencke sonrió cuando Inger Johanne puso el brazo sobre el cochecito, con los dedos abiertos sobre la manta de ganchillo.

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