Primero, intento sacarle el polvo a escobazos, pero es muy espeso y está enredado entre el pelo, así que sólo consigo removerlo. Agarro un paño y trato de limpiarlo, pero me pincho cada vez que esos pelos duros como alambres me rozan la mano. ¡Blancos! A ver, he limpiado de todo, desde frigoríficos a guardabarros de coches, pero ¿qué le hace pensar a esta blanca que sé cómo limpiar un maldito oso disecado?
Voy por la aspiradora. La paso por el oso y, a excepción de algunas partes en las que le he dado muy fuerte y le he hecho unas calvas, creo que la suciedad ha salido bastante bien.
Una vez que he terminado con el oso, limpio el polvo de los malditos libros que nadie lee, los botones confederados y la pistola de plata. En una mesita hay una foto con marco dorado de Miss Celia y Mister Johnny en el altar. Me acerco para ver qué clase de hombre es su marido, esperando que sea gordo y patizambo por si me toca escapar de él, pero para nada. Es fuerte, alto y delgado. El caso es que no me resulta extraño. ¡Dios mío! ¡Es el que estuvo saliendo con Miss Hilly todos esos años cuando empecé a trabajar para Miss Walter! Nunca lo conocí, pero le vi suficientes veces como para estar segura de lo que digo. Me da un escalofrío y mis temores se triplican. Ese dato dice más sobre él que cualquier otra cosa.
A la una en punto, Miss Celia aparece en la cocina y me dice que está lista para su primera clase. Se sienta en un taburete. Lleva un jersey rojo ajustado, una falda del mismo color y maquillaje de sobra para dejar a una ramera a la altura del barro.
—Vale. ¿Qué sabe
cociná?
—le pregunto.
Se lo piensa, arruga la frente y responde:
—Creo que lo mejor será empezar por lo básico.
—¡Pero algo debe de
sabé usté!
¿Qué le enseñó su madre de pequeña?
Baja la vista a sus pies embutidos en las medias y dice:
—Sé freír tortitas de maíz.
No puedo evitar reírme.
—Además de las tortitas de maíz, ¿qué otra cosa sabe
hacé?
—Sé cocer patatas. —Su voz cada vez suena más bajito—. Y también hago gachas. Donde yo vivía no había electricidad, ¿sabes? Pero estoy lista para aprender a utilizar una cocina de verdad.
¡Dios mío! Nunca había conocido a una persona más miserable que yo, quitando a Mister Wally, ese desequilibrado que vive detrás del colmado de Cantón y se alimenta de comida para gatos.
—¿Le da de
comé
gachas y tortitas de maíz a su
marío tos
los días?
Asiente con un gesto de la cabeza.
—Pero me vas a enseñar a cocinar bien, ¿verdad que sí?
—Haré lo que pueda —digo, aunque nunca antes en mi vida me he encontrado en la situación de tener que decirle a una mujer blanca lo que tiene que hacer, y no sé por dónde empezar.
Me arremango y me pongo a pensar. Por último, señalo una lata que hay en la encimera.
—Supongo que si existe algo que debe
aprendé
sobre cocina, es a
usá
eso.
—Pero eso es manteca, ¿no?
—No, no es sólo manteca. Es el invento más importante
pa
la cocina desde los botes de mayonesa.
—Pero ¿qué tiene de especial la grasa de cerdo? —pregunta, con la nariz arrugada.
—No es de cerdo. ¡Es vegetal! —¿Cómo es posible que haya alguien que no conozca el Crisco?—. ¿Tiene idea de la
cantidá
de cosas que se pueden
hacé
con el contenido de esta lata?
—¿Freír? —aventura, encogiéndose de hombros.
—No sólo
freí.
¿Alguna vez se le ha
quedao
algo pegajoso, chicle por ejemplo, en el pelo? —tamborileo con los dedos sobre la lata—. ¡Se quita con Crisco! Y si lo pone en el culito de un niño, nunca se le irritará por los pañales. —Echo tres cucharadas en la sartén y añado—: ¡Leches! He
conocío
a mujeres que se lo untaban debajo de los ojos
pa
las patas de gallo, y otras que lo utilizaban
pa
las durezas de los pies de sus
maríos...
—¡Mira qué bonito es! —dice—. Se parece a la nata de las tartas.
—... Y también quita los restos de las etiquetas que se quedan
pegaos
en la ropa, hace que las bisagras no chirríen... Si se va la luz, le pones una mecha y
pués
utilizarlo como vela. —Enciendo el fuego y contemplamos cómo se derrite en la sartén—. ¡Y además de
to
eso, sirve
pa freí
pollo!
—De acuerdo —dice, muy concentrada—. ¿Cuál es el siguiente paso?
—He
dejao
el pollo en remojo con suero de leche —le explico—. Ahora mezclo las especias.
Pongo harina, sal, un poco más de sal, pimienta negra, pimentón dulce y una cayena en una bolsa de papel doblada.
—Ahora, meta los trozos de pollo en la bolsa y agítela.
Miss Celia pone un trozo de pollo crudo dentro de la bolsa y la sacude.
—¿Así? ¿Como el anuncio de rebozados Shake 'N Bake que ponen en la tele?
—¡Eso es! —digo, mordiéndome la lengua.
Si eso no es un insulto, no sé qué es. «¡Como el anuncio de rebozados Shake 'N Bake!», dice la tía. De repente, me quedo helada al oír el sonido de un motor en la carretera. Sin atreverme a mover un pelo, escucho. Veo que los ojos de Miss Celia se abren como platos y que también está escuchando. Las dos pensamos lo mismo: ¿Y si es él? ¿Dónde voy a esconderme?
El sonido del motor se aleja, y las dos volvemos a respirar.
—Miss Celia —rechino los dientes—, ¿cómo es posible que no le cuente a su
marío
que tiene una asistenta? ¿No se va a dar él cuenta cuando vea que la comida mejora?
—¡Anda! No se me había ocurrido. Igual es preferible dejar que el pollo se queme un poco.
La miro de soslayo. No pienso quemar el pollo. No ha contestado a mi pregunta, pero no tardaré en sonsacarle la verdad.
Con mucho cuidado, pongo los trozos de pollo, ahora oscuros por el rebozado, en la sartén. Empiezan a crepitar como una canción, y nos quedamos mirando cómo las pechugas y los muslos se van tostando. Levanto la mirada y descubro que Miss Celia me contempla con una sonrisa de alelada.
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara?
—No —dice, a punto de saltársele las lágrimas. Me toma del brazo y añade—: ¡Qué suerte tengo de que estés conmigo!
Retiro mi brazo y le digo:
—Miss Celia, hay muchas cosas por las que debería dar
grasias
a Dios, no sólo por mí.
—Lo sé. —Mira su despampanante cocina como si fuera algo que le sabe mal—. Nunca soñé que tendría todo esto.
—Bueno, ¿no es
usté
feliz?
—Nunca he sido más feliz en toda mi vida.
Lo dejo ahí. Bajo toda esa felicidad, está claro que no es feliz.
Esa noche llamo a Aibileen.
—Miss Hilly estuvo en casa de Miss Leefolt ayer —me dice mi amiga—. Preguntó si alguien sabía dónde trabajas ahora.
—¡Ay, Dios! Si lo descubre, lo echará
to
a
perdé,
seguro.
Han pasado dos semanas desde que hice la terrible trastada a esa mujer. Seguro que le encantaría ver cómo me despiden.
—¿Qué dijo Leroy cuando le contaste que te dieron el trabajo? —me pregunta Aibileen.
—¡Carajo! Se puso a
montá
el numerito, haciéndose el chulo en la cocina como un gallito porque los niños estaban delante. Ya sabes,
pa demostrá
que él es el único que mantiene esta familia y que yo sólo hago esto
pa
entretenerme porque, ¡pobrecita de mí!, me aburro
tol
día
metía
en casa. Pero fíjate: más tarde, en la cama, el machito que tengo por
marío
casi se echa a llorar.
—Leroy es muy orgulloso —dice Aibileen entre risas.
—¡Sí, señora! Lo único que me preocupa es que ese Mister Johnny no me pille en su casa.
—¿Y la
mujé
no te ha dicho por qué no quiere que su
marío
lo sepa?
—Quiere que él piense que puede
hacé
la comida y
limpiá
ella solita. Pero no creo que se trate de eso. Le debe de
está
ocultando algo.
—¿No es gracioso? Miss Celia no puede contárselo a nadie porque su
marío
se enteraría. Así que Miss Hilly no podrá descubrirlo, porque Miss Celia lo guarda en secreto. Si lo hubieras hecho a propósito, no te habría
salió mejó.
—
Pos
sí —es lo único que contesto.
No quiero parecer una desagradecida, porque Aibileen fue quien me encontró el trabajo, pero no puedo evitar pensar que ahora tengo dos problemas: Miss Hilly y Mister Johnny.
—Minny, quería preguntarte una cosa —Aibileen carraspea—. ¿Conoces a Miss Skeeter?
—¿Una
mu
alta que solía pasarse por casa de Miss Walter
pa jugá
a las cartas?
—Esa misma. ¿Qué tal te cae?
—
Pos
no sé. Es una blanca, como las otras. ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho de mí?
—No ha dicho
na
sobre ti. Te lo comento porque... es que hace unas semanas... No sé por qué sigo pensando en ello. La cosa es que me preguntó algo. Me dijo si no quería
cambiá
las cosas. Las mujeres blancas nunca hacen ese tipo de...
De repente, Leroy sale del dormitorio dando un portazo y pide su café antes de marcharse al turno de noche.
—¡Mierda! Mi hombre se ha
levantao
ya —digo—. Cuéntame, rápido.
—
Na,
no merece la pena. No tiene importancia.
—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Qué te dijo esa
mujé?
—
Na,
sólo tonterías. Cosas sin
sentío.
Durante mi primera semana en casa de Miss Celia, me dedico a fregar todas las habitaciones hasta que no queda un trapo, un trozo de sábana vieja ni unas medias usadas con las que frotar los suelos. La segunda semana, vuelvo a limpiar la casa porque me parece que la suciedad ha regresado. Sólo a la tercera semana me doy por satisfecha y conforme.
Cada mañana, cuando llego, Miss Celia me mira como si no pudiera creerse que siga acudiendo a trabajar. Soy la única novedad que interrumpe esa tranquilidad en la que vive. En mi casa siempre hay barullo, con cinco críos, un marido y los vecinos todo el día rondando por ahí. Muchas mañanas, cuando llego a casa de Miss Celia, agradezco la paz que se respira aquí.
Siempre, en todas las casas en las que he servido, ordeno las tareas del hogar del mismo modo: los lunes saco brillo a los muebles; los martes, un día que odio, lavo y plancho las malditas sábanas; los miércoles me toca frotar a fondo la bañera, aunque todas las mañanas la limpio con un paño húmedo; el jueves friego los suelos y paso el aspirador a las alfombras (las más antiguas tengo que hacerlas con un cepillo para que no se deshilachen); el viernes es el día de cocinar para el fin de semana y demás; y, por supuesto, cada día hay que barrer, lavar la ropa, planchar las camisas para que no se amontonen y, en general, mantener la casa limpia. La plata y las ventanas, cuando es necesario. Como no hay niños a los que cuidar, dispongo de mucho tiempo para las clases de cocina de Miss Celia.
Ella nunca está ocupada con nada, así que todos los días dejamos lista la cena que tomará Mister Johnny cuando regrese del trabajo: chuletas de cerdo, pollo frito, rosbif, empanada de pollo, costillas de cordero, jamón asado, tomates fritos, puré de patatas y ensaladas. Aunque sería mejor decir que yo cocino mientras Miss Celia curiosea sin parar quieta. Se parece a una niña de cinco años más que a una señorita rica que me paga el sueldo. Cuando terminamos la lección, sale corriendo para volver a tumbarse. De hecho, el único momento del día en el que Miss Celia camina más de cinco metros es cuando viene a la cocina para sus clases, o cuando sube las escaleras cada dos o tres días y se mete en las desoladas habitaciones del piso de arriba.
No sé qué hace durante los cinco minutos que pasa en la planta superior, pero no me gusta nada esa parte de la casa. Esos cuartos tendrían que estar llenos de críos riendo, gritando y revolviéndolo todo. Pero lo que Miss Celia haga con su vida no es de mi incumbencia y, la verdad, me alegra que se mantenga apartada. Ya me ha tocado andar detrás de demasiadas señoritas con una escoba en una mano y un cubo de basura en la otra, intentando arreglar lo que ellas van desordenando. Mientras se quede en la cama, no tendré mucho trabajo. Aunque no tenga hijos y nada que hacer en todo el día, es la mujer más vaga que he conocido. ¡Incluso más que mi hermana Doreena, que de pequeña nunca movió un dedo para ayudar en casa debido a ese problema de corazón que tenía! Más tarde, los médicos descubrieron que en realidad era una mosca que se había posado en el aparato de rayos X cuando le hicieron las radiografías.
Pero no sólo se queda en la cama. Miss Celia no sale de casa más que para ir a la peluquería a hacerse mechas y cortarse las puntas. Hasta ahora, sólo la he visto salir una vez en las tres semanas que llevo trabajando. Aunque tengo ya treinta y seis años, todavía puedo oír las palabras de mi madre: «Nada es de tu incumbencia». Pero me gustaría saber por qué a esta mujer le da tanto miedo salir de este lugar.
Cada día de pago le recuerdo a Miss Celia la cuenta atrás:
—Le quedan noventa y nueve días
pa
contárselo
to
a Mister Johnny.
— ¡Jolines! ¡Qué rápido pasa el tiempo! —comenta con una mirada angustiada.
Yo le devuelvo la misma mirada, porque no sé qué podrá hacer ese hombre cuando se entere. Igual le dice que me despida.
—Esta mañana, un gato se ha
colao
en el porche y casi me da un ataque al
corasón
pensando que era su
marío.
Como yo, Miss Celia se pone más nerviosa a medida que se acerca la fecha.
—Espero que nos dé tiempo, Minny. ¿Crees que estoy mejorando con la cocina? —me pregunta.
La observo atentamente. Tiene una bonita sonrisa, con una dentadura perfecta y blanca, pero es la peor cocinera que he visto en mi vida. Por eso vuelvo a repetir la primera lección y le enseño otra vez las cosas más sencillas, porque quiero que aprenda, y deprisa. ¡Cómo no! Necesito que le explique a su esposo por qué una negra de setenta y cinco kilos tiene las llaves de su casa. Quiero que ese hombre sepa por qué pasan por mis manos todos los días su plata de ley y los pendientes de rubíes de tropecientos quilates de su mujer. Tiene que saber el motivo antes de que un buen día me descubra y llame a la policía o, para ahorrarles trabajo, se encargue él mismo de solucionar las cosas.