Criadas y señoras (10 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Me olvido del tema del vestido. Nunca podré contarle a mi madre que, en realidad, lo que me gustaría es ser escritora. Se lo tomaría como otro obstáculo que me alejaría del matrimonio. Tampoco puedo hablarle de Charles Gray, mi compañero en clase de matemáticas durante la última primavera en la universidad, ni de cómo se emborrachó en la fiesta de fin de curso y me besó apretándome las manos con tanta fuerza que tendría que haber sentido dolor, pero no fue así. Al contrario, la forma en que me agarraba y me miraba a los ojos me pareció maravillosa. Poco después, se casó con la «metro y medio» de Jenny Sprig.

Lo que debería hacer es buscarme un apartamento en la ciudad, en uno de esos edificios en los que viven mujeres solitarias y sencillas: solteronas, secretarias, profesoras... Pero la única vez que se me ocurrió mencionar que deseaba utilizar mis ahorros, Madre se echó a llorar con lágrimas de verdad.

—¡El dinero no está para eso, Eugenia! ¿Irte a vivir a uno de esos edificios de apartamentos de alquiler? ¿Pasarte todo el día con olores extraños a cocina y viendo medias colgadas en las ventanas? Y cuando se te acabe el dinero, ¿qué? ¿De qué piensas vivir?

Después se enroscó una gasa mojada en la cabeza y se pasó el resto del día en la cama.

Y ahora aquí está, agarrada a la barandilla, esperando a ver si hago lo mismo que Fanny Peatrow para salvarme. Mi propia madre me mira contrariada por mi aspecto, por mi estatura, por mi pelo rebelde. Afirmar que tengo el cabello rizado sería quedarse corto. Lo tengo enmarañado, parece vello púbico más que pelo de la cabeza. Es rubio tirando a blanco y se quiebra con mucha facilidad, como la paja. Mi piel es muy pálida, de un color que algunos llaman nata, pero cuando estoy seria (que es casi todo el tiempo) parece el color de los muertos.

También tengo un ligero bulto de cartílago en la parte superior de la nariz. Pero mis ojos son de un azul añil, como los de Madre. La gente dice que son mi punto fuerte.

—Sólo tienes que buscar una situación en la que puedas conocer un hombre para después...

—Mamá —le digo, con intención de poner fin a la conversación—, ¿tan terrible sería si nunca encontrara un esposo?

Madre se frota los brazos desnudos como si sólo de pensarlo sintiera frío.

—Eugenia, no... no digas eso. ¿Por qué? Cada semana, cuando bajo a la ciudad y veo a un hombre alto, pienso: Si Eugenia lo intentara...

Se lleva la mano al estómago, como si le estuvieran doliendo las úlceras de sólo pensarlo. Me quito los zapatos y bajo las escaleras del porche mientras Madre me grita que me calce, advirtiéndome del peligro de contagiarme de tiña o de que me pique el mosquito de la encefalitis. Me previene como siempre: contra la muerte inexorable que sobreviene a quienes andan descalzos, contra la desgracia de no encontrar un marido... Me estremezco con esa sensación de desamparo que siento desde que me licencié hace ya tres meses. Me encuentro arrojada en un lugar al que ya no pertenezco. No me encuentro cómoda en casa con Madre y Padre, y creo que tampoco con mis amigas Hilly y Elizabeth.

—Ya tienes veintitrés años... A tu edad, yo ya había tenido a Carlton Jr. —sigue diciendo Madre.

Me quedo bajo el árbol de mirto rosa, contemplando a Madre en el porche. Las azaleas están empezando a perder sus flores blancas. Se acerca septiembre.

No fui un bebé hermoso. Cuando nací, mi hermano Carlton me miró y exclamó delante de toda la gente que estaba reunida en la habitación del hospital: «No es un bebé, ¡es un
Skeeter!
[2]
,
y desde entonces se me quedó el nombre. Vine al mundo alta, con las piernas largas y delgadas como las de un mosquito. Mis sesenta centímetros batieron récords en el Hospital Baptista. Cuando crecí un poco, el apodo me cuadró más todavía debido a mi nariz puntiaguda y afilada.

Madre se ha pasado toda la vida intentando convencer a la gente de que me llame por mi verdadero nombre, Eugenia.

A la señora Charlotte Boudreau Cantrelle Phelan no le gustan los motes.

A los dieciséis años, además de ser un poco fea, era terriblemente alta. Ese tipo de altura que hace que te releguen a la última fila en las fotos de la escuela, junto a los chicos. La estatura que hace que tu madre se pase las noches descosiendo dobladillos, tirando de las mangas de los jerséis, alisándote el pelo para asistir a bailes a los que nadie te había invitado, apretándote la cabeza como si pudiera encogerte y hacerte volver a los años en los que tenía que recordarte que anduvieses tiesa. Cuando cumplí diecisiete, Madre prefería que tuviese una diarrea incontenible a que caminara erguida. Ella medía uno sesenta y cinco y llegó a ser finalista en el concurso de Miss Carolina del Sur. Decidió que, ante un caso como el mío, sólo había una cosa que hacer.

La regla número uno del Manual para cazar un buen esposo de la señora Charlotte Phelan era: Una chica de estatura media acentuará su atractivo con maquillaje y buenas maneras. Una larguirucha y poco agraciada, con una buena cuenta corriente.

Así pues, mido un metro ochenta, pero tengo en el banco veinticinco mil dólares procedentes del algodón a mi nombre. Si un hombre no encuentra esto atractivo, entonces es que no merece entrar en nuestra familia.

El dormitorio de mi infancia se encuentra en la planta superior de la casa de mis padres. Tiene molduras con rieles blancos y querubines rosados en las esquinas. La pared está empapelada con flores de color verde menta. En realidad, es un ático con techo inclinado, y en muchas partes de la habitación no puedo estar de pie. Gracias a la ventana voladiza la habitación parece redonda. Desde que Madre me insiste un día sí y otro también para que me busque un marido, me veo obligada a dormir en esta tarta de boda.

Y sí, éste es mi santuario privado. El calor asciende y se acumula en esta parte de la casa, como si se tratara de un globo aerostático, lo cual no lo convierte en un lugar muy acogedor para el resto de la humanidad. Las escaleras son estrechas y a mis padres les resulta difícil subirlas. Nuestra anterior sirvienta, Constantine, solía quedarse mirando esos empinados escalones todos los días, como si fueran enemigos acérrimos.

Era la única cosa que no me gustaba de dormir en la parte más alta de la casa, que me separaba de mi querida Constantine.

Días después de mi conversación con Madre en el porche, extiendo las páginas de anuncios de empleo del
Jackson Journal
en mi escritorio. Madre lleva toda la mañana detrás de mí con un nuevo invento para alisarme el cabello, y Padre se ha pasado todo el día en el porche gruñendo y maldiciendo porque los campos de algodón se le están derritiendo como la nieve en verano. Después del pulgón, que devora los capullos, la lluvia es lo peor que le puede suceder a mi padre en tiempo de cosecha. Septiembre no ha hecho más que empezar, pero los chubascos otoñales ya han hecho su aparición.

Armada con mi bolígrafo rojo, estudio la pequeña y solitaria columna que aparece bajo el título de «Ofertas de empleo para mujeres»: «Grandes Almacenes Kenningtons precisa dependienta con soltura, maneras y una bonita sonrisa.» «Se busca secretaria esbelta y joven. No se precisa mecanografía. Interesadas dirigirse a Mr. Sanders.» ¡Jesús! Si el tal Mr. Sanders no necesita que su secretaria escriba a máquina, ¿para qué la quiere? «Se busca taquígrafa. Percy & Gray S.L., 1.25$/h.» Éste es nuevo. Lo rodeo con un círculo.

Nadie puede decir que no me haya tomado los estudios universitarios en serio. Mientras mis amigas estaban por ahí, bebiendo ron con cola en las fiestas de las fraternidades Fi-Delta-Zeta y cosiendo coronas de margaritas, yo me encerraba en la sala de estudio y me pasaba las horas escribiendo: principalmente, trabajos de clase, pero también cuentos, poesía fácil, episodios del
Dr. Küdare
[3]
,
canciones para los anuncios de Pall Mall, cartas de protesta, notas de rescate, mensajes de amor a chicos a los que veía en clase pero con los que no me atrevía a hablar y que nunca echaba al correo. Como todas, soñaba con salir con algún miembro del equipo de fútbol, pero mi verdadero sueño era llegar a escribir algo que la gente pudiera leer.

El último trimestre que pasé en la universidad, me presenté a un puesto de trabajo. Uno bastante bueno, a diez mil kilómetros de Misisipi. Hice una montañita con veintidós monedas de diez centavos en la cabina del supermercado Oxford Mart y llamé para preguntar por un trabajo en Harper & Row, una editorial de la calle Cincuenta y siete, en Manhattan. Había leído el anuncio en el
New York Times
de la biblioteca de la universidad y les envié mi currículo ese mismo día. En un arrebato de esperanza, llamé para preguntar por un apartamento de alquiler que encontré en la calle Ochenta y cinco, con una habitación y una cocinilla eléctrica por cuarenta y cinco dólares al mes. En Delta Airlines me dijeron que un billete de ida al aeropuerto de Idlewild me saldría por setenta y tres dólares. No se me ocurrió presentarme a más de un trabajo a la vez, y desde entonces estoy esperando recibir noticias de ellos.

Bajo la vista al apartado de «Ofertas de empleo para varones». Hay por lo menos cuatro columnas llenas de puestos de gerente, contable, responsable de créditos, operario de recogida de algodón... En esta parte de la página, Percy & Gray S.L. ofrece a sus mecanógrafos cincuenta céntimos más la hora.

—¡Miss Skeeter, la llaman por teléfono! —me grita Pascagoula desde las escaleras.

Bajo hasta el único teléfono de la casa. La criada está sujetando el auricular. Es delgada como una niña, no medirá metro y medio y es negra como la noche. Tiene el pelo muy rizado y lleva un uniforme blanco que se nota que ha sido retocado para que se ajuste a sus diminutos brazos y piernas.

—Miss Hilly al aparato —dice, pasándome el auricular con su mano mojada.

Me siento en la mesa blanca de planchar. La cocina es grande, cuadrada y hace mucho calor en ella. Las baldosas blancas y negras de linóleo están rajadas en algunos sitios y muy desgastadas frente al fregadero. El nuevo lavavajillas plateado está en medio de la estancia, con una manguera que lo une al grifo.

—Va a venir el próximo fin de semana —dice Hilly—, el sábado por la noche. ¿Estás libre?

—A ver, espera que consulte mi agenda... —bromeo.

No noto en su voz rastros de nuestra tensa discusión durante la partida de cartas. Aunque no me fío, me alivia un poco.

—¡No me puedo creer que por fin vaya a suceder! —exclama Hilly, que lleva meses intentando arreglarme una cita con el primo de su marido. Está empeñada, aunque el joven es demasiado atractivo para mí, además de ser hijo de un senador.

—¿No crees que deberíamos... conocernos antes? —pregunto—. Es decir, antes de salir en una cita de verdad...

—No te pongas nerviosa. William y yo no nos despegaremos de vuestro lado ni un momento.

Suspiro. Esta cita ya se ha cancelado un par de veces, así que sólo me queda esperar que en esta ocasión también se anule. De todos modos, me alegra que Hilly tenga tanta fe en que alguien como él pueda estar interesado por una mujer como yo.

—¡Ah! Y necesito que vengas a recoger unas notas que he escrito —dice Hilly—. Quiero que mi iniciativa aparezca en el próximo boletín de la Liga de Damas, junto a la página de fotos de sociedad.

Me quedo en silencio un rato.

—¿Lo de los retretes? —Aunque fue ayer cuando sacó este tema durante la partida de bridge, esperaba que se le hubiera olvidado.

—Se llama la Iniciativa de Higiene Doméstica... ¡William Júnior! ¡Bájate de ese armario ahora mismo o te parto la cara! ¡Yule May, ven aquí!... y lo quiero para esta semana.

Soy la editora del boletín de la Liga de Damas, pero Hilly es la presidenta de la asociación y siempre está intentando decirme lo que debo publicar.

—Miraré a ver. No sé si queda algún espacio libre en el próximo número —le miento.

Desde el fregadero, Pascagoula me mira de reojo, como si pudiera escuchar lo que está diciendo Hilly. Contemplo el retrete de Constantine, ahora de Pascagoula. Está fuera, saliendo de la cocina. La puerta se encuentra entreabierta y puedo ver una minúscula habitación con un inodoro, la cadena de la cisterna por encima y una bombilla con una pantalla de plástico amarillenta. El diminuto lavabo esquinero apenas puede contener un vaso de agua. Nunca he estado ahí dentro. Cuando éramos niños, Madre nos decía que nos daría una zurra si entrábamos en el retrete de Constantine. ¡Ay, Constantine! La echo de menos más que a cualquier otra cosa en esta vida.

—Pues hazle un hueco —dice Hilly—, porque es un asunto de suma importancia.

Constantine vivía a eso de un kilómetro de nuestra casa, en el pequeño pueblo negro de Hotstack, llamado así por la fábrica de alquitrán que había cerca. El camino que lleva a Hotstack pasa por la linde norte de nuestras tierras y, hasta donde me alcanza la memoria, los niños de color recorrían esa distancia jugando y chutando la gravilla roja camino de la carretera 49 para hacer autostop.

Cuando era niña, también solía recorrer ese kilómetro de camino. Si se lo rogaba y me aprendía mi catecismo, Madre me dejaba ir a casa de Constantine algún viernes por la tarde. Tras veinte minutos a paso lento, pasábamos junto a la tienda de artículos baratos para gente de color, luego al lado de un carnicero que tenía gallinas en el patio y, a lo largo de todo el camino, había decenas de casuchas con techumbre de latón y porches inclinados. Había una vivienda pintada de amarillo en cuya puerta trasera todo el mundo decía que se podía comprar whisky. Era muy emocionante estar en un mundo tan diferente, y me remordía un poco la conciencia ver lo bonitos que eran mis zapatos y lo limpio que estaba el peto blanco que Constantine me acababa de planchar. Cuanto más nos acercábamos a su casa, más me sonreía la mujer.


¡Mu güenas,
Carl Bird! —saludaba Constantine a gritos al vendedor de raíces, que se quedaba sentado en una mecedora detrás de su furgoneta.

El hombre tenía sacos llenos de sasafrás, regaliz y hojas de parra. Constantine le echaba un ojo a la mercancía y regateaba con el vendedor, moviendo todo su cuerpo al hablar como si se le hubieran descoyuntado las articulaciones. Constantine no sólo era alta, también corpulenta. Tenía las caderas anchas y las rodillas le daban constantemente problemas. Sus ojos eran de un sorprendente color cacao claro, aunque tenía la piel muy oscura. Sentada sobre un tocón en la esquina de su calle, se metía una pizca de rapé Happy Days debajo del labio y más tarde lo escupía como una flecha. Me dejaba mirar el oscuro polvo de tabaco en su cajita redonda, pero me decía:

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