Read Crimen en Holanda Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (14 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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—Sí.

—En otras palabras, la pareja se paró a la sombra del montón de madera. Eso no te asustó, aunque tal vez te enfadaras o empezaras a desesperarte. Así pues, viste otra cosa, y terrible. Lo bastante terrible como para que te quedaras aquí cuando ya era la hora de volver a la escuela. Te hallabas cerca del montón de madera. Sólo podías ver una ventana.

De repente, Barens se incorporó, asustado, perdiendo todo el control de sí mismo.

—Es imposible que usted lo sepa. Yo, yo…

—La ventana de la señora Popinga. Había alguien en aquella ventana. Alguien que, como tú, había visto pasar a la pareja mucho más tarde de lo normal por el rayo luminoso del faro. Alguien que, por lo tanto, sabía que Conrad y Beetje se habían parado en la oscuridad durante largo rato.

—¡Yo! —dijo con claridad la señora Popinga.

Y ahora fue Beetje la que se asustó y la miró con los ojos desorbitados por el terror.

Al contrario de lo que todos esperaban, Maigret ya no hizo ninguna pregunta más. Eso añadió cierto malestar. Tenían la impresión de que, llegados al punto culminante, se paraban de repente.

Y el comisario fue a abrir la puerta de la casa y llamó:

—¡Pijpekamp! Venga, por favor. Deje a Oosting donde está. Supongo que habrá visto que las luces de las ventanas de los Wienands se encendían y apagaban. Deben de estar acostados.

—Sí.

—¿Y Oosting?

—Sigue detrás del árbol.

El inspector de Groninga miraba a su alrededor con asombro. Se respiraba una paz incomprensible. ¡Y las caras eran las de personas que habían pasado noches y noches sin dormir!

—¿Quiere quedarse aquí un momento? Voy a salir con Beetje Liewens, como hizo Popinga. La señora Popinga subirá a su habitación, al igual que Any y el profesor Duclos. Les ruego que repitan exactamente lo mismo de la otra noche. —Y, dirigiéndose a Beetje, le pidió—: ¿Quiere venir?

Fuera hacía frío. Maigret rodeó el edificio y encontró, en el cobertizo, la bicicleta de Popinga y dos bicicletas de mujer.

—Tome una.

Después, mientras circulaban lentamente por el camino de sirga, en dirección al montón de madera, le preguntó:

—¿Quién propuso que se pararan?

—Conrad.

—¿Seguía alegre?

—No. En cuanto salimos, vi que se ponía triste.

Ya habían alcanzado el montón de madera.

—Bajemos. ¿Estaba cariñoso…?

—Sí y no. Estaba triste. Creo que era a causa del coñac. Al principio, eso le había dado alegría. Al llegar aquí, me tomó en sus brazos y me dijo que era muy desdichado, que yo era una buena chica. Sí, eso dijo exactamente. Que yo era una buena chica, pero que llegaba demasiado tarde y que, si no tomábamos precauciones, todo acabaría con una desgracia.

—¿Y las bicicletas?

—Las apoyamos aquí. Notaba que él tenía ganas de llorar.

Ya lo había visto así otras veces, las noches en que había tomado una copa. Añadió que él era un hombre, que para él eso no tenía importancia, pero que una joven como yo no debía jugarse la vida en una aventura. Después me juró que me quería, que no tenía derecho a estropear mi vida, que Barens era un buen chico y que yo acabaría por sentirme muy feliz con él.

—¿Y entonces?

Respiró con fuerza y estalló.

—Le grité que era un cobarde e intenté montar de nuevo en la bicicleta.

—¿Qué hizo él?

—Sujetaba el manillar de mi bici para impedir que me fuera. Decía: «Te lo explicaré. No es por mí. Es…».

—¿Y qué explicó?

—¡Nada! Porque le dije que, si no me soltaba, yo gritaría. Me soltó. Pedaleé. Me siguió, sin dejar de hablar. Pero yo corría más. Sólo oía: «¡Beetje! ¡Beetje! Escúchame un momento».

—¿Eso es todo?

—Cuando vio que llegaba a la valla de la granja, dio media vuelta. Yo me giré y lo vi inclinado sobre su bicicleta, muy triste.

—¿Y corrió detrás de él?

—¡No! Lo odiaba porque quería que me casara con Barens. Él quería estar tranquilo, ¿verdad? Pero cuando fui a empujar la puerta, me di cuenta de que no llevaba mi chal. Quise recuperarlo y volví para buscarlo. No me tropecé con nadie por el camino. Cuando regresé a casa, mi padre no estaba allí. Volvió más tarde, y no me dio las buenas noches. Estaba pálido, y sus ojos tenían una mirada malvada. Pensé que nos había espiado y que quizá se había ocultado detrás del montón de madera. A la mañana siguiente, debió de registrar mi habitación. Encontró las cartas de Conrad, porque ya no volví a verlas. Después me encerró.

—¡Venga!

—¿Adónde?

Maigret ni siquiera contestó. Pedaleó hacia la casa de los Popinga. Había luz en la ventana de la señora Popinga, pero a ella no se la veía.

—¿Usted cree que ha sido ella?

El comisario mascullaba para sus adentros:

—Regresa tristón, preocupado. Seguramente, se baja de la bicicleta aquí. Rodea la casa sosteniendo su bicicleta por el manillar. Sabía que su tranquilidad estaba amenazada, pero era incapaz de escaparse con su amante. —Y, de repente, ordenó—: Quédese aquí, Beetje.

Condujo la bicicleta a lo largo del camino paralelo al edificio. Entró en el patio y se dirigió hacia el cobertizo, donde el bote barnizado, en la oscuridad, tenía la forma de un largo huso.

La ventana de Jean Duclos estaba iluminada. Se adivinaba al profesor sentado delante de una mesita. A dos metros, la ventana del cuarto de baño, entreabierta, pero a oscuras.

—No debe de tener ninguna prisa por entrar —seguía monologando Maigret—. Se agacha así, para meter la bicicleta en el cobertizo.

Se entretenía tocando la bici. Parecía esperar algo. Y algo ocurrió, en efecto, pero algo descabellado: un ruidito arriba, en la ventana del cuarto de baño, un ruido metálico, el chasquido de un revólver descargado.

Inmediatamente después le llegó el ruido como de una pelea, la caída de dos cuerpos al suelo.

Maigret entró en la casa por la cocina, subió rápidamente al primer piso, empujó la puerta del cuarto de baño y giró el conmutador.

Dos cuerpos pataleaban en el suelo: el del inspector Pijpekamp y el de Barens, que fue el primero en inmovilizarse mientras su mano derecha, al abrirse, soltaba el revólver.

La ventana iluminada

—¡Estúpido!

Eso fue lo primero que dijo Maigret antes de recoger a Barens —en toda la extensión de la palabra—, levantarlo y sostenerlo un instante, porque si no el joven se habría caído de nuevo. Se abrieron algunas puertas. Maigret gritó:

—¡Que baje todo el mundo!

Tenía el revólver en la mano. Lo manejaba sin ninguna precaución, porque él mismo había sustituido los proyectiles originales por cartuchos sin pólvora.

Pijpekamp se cepillaba su chaqueta llena de polvo con el dorso de la mano. Jean Duclos preguntó señalando a Barens:

—¿Es él?

El joven alumno de la Escuela Naval daba lástima: no parecía un gran culpable, sino un escolar pillado en falta. No se atrevía a mirar a nadie, y no sabía qué hacer con las manos ni con la mirada.

Maigret encendió las luces del salón. Any fue la última en aparecer. La señora Popinga se negó a sentarse y, debajo de su traje, se adivinaba que le temblaban las rodillas.

Entonces, por vez primera, notaron al comisario incómodo. Llenó una pipa, la encendió, la dejó apagar, se sentó en un sillón, y se levantó inmediatamente.

—Estoy metido en un asunto que no me concierne —dijo muy rápidamente—. Había un francés implicado y me enviaron a mí para esclarecer el caso. —Volvió a encender la pipa para reflexionar. Se volvió hacia Pijpekamp—. Beetje está fuera, al igual que su padre y que Oosting. Hay que decirles que vuelvan a sus casas o que entren, depende. ¿Quieren que se sepa la verdad?

El inspector se dirigió a la puerta. Al cabo de poco entraba Beetje, humilde y tímida; después Oosting, con la frente testaruda; y finalmente, al mismo tiempo que Pijpekamp, un Liewens pálido y huraño.

Entonces vieron que Maigret abría la puerta del comedor y lo oyeron rebuscar en un armario. Cuando regresó, llevaba en la mano una botella de coñac y una copa.

Bebió a solas, malhumorado. Todos estaban de pie a su alrededor y él parecía intimidado.

—¿Quiere saberla, Pijpekamp? —Y, brutalmente, añadió—: Mala suerte, ¿no? ¡Sí! ¡Mala suerte si su método es el bueno! Somos de países diferentes, de razas diferentes, y los climas son diferentes. Cuando usted intuyó que se trataba de un drama familiar, se precipitó sobre el primer testimonio que le permitía zanjar el caso, y decidió: ¡crimen de un marinero extranjero! Tal vez sea preferible para la salud pública. Ningún escándalo, ningún mal ejemplo dado por la burguesía al pueblo… Sólo que yo no consigo quitarme de la cabeza la imagen de Popinga, aquí mismo, poniendo la radio y bailando bajo la mirada del asesino. —Gruñó, sin mirar a nadie—: El revólver fue encontrado en el cuarto de baño. Por consiguiente, dispararon desde el interior. Porque es de idiotas creer que el culpable, una vez realizado el crimen, tuviera la suficiente valentía para arrojar el arma por una ventana entreabierta. ¡Y sobre todo de dejar una gorra en la bañera y una colilla de cigarro en el comedor!

Comenzó a caminar por la habitación, procurando siempre no mirar a sus interlocutores. Oosting y Liewens, que no le entendían, lo miraban intensamente, tratando de adivinar el sentido de sus palabras.

—Esa gorra, esa colilla, y, finalmente, el arma tomada de la mesilla de noche del propio Popinga, era demasiado. ¿Me entienden? Era querer demostrar demasiado. Era liar todo en exceso. Oosting, o cualquier persona llegada de fuera, habría dejado quizá la mitad de esos indicios, ¡pero no todos! Por consiguiente, premeditación. Por consiguiente, deseos de escapar al castigo.

»No había más que proceder por eliminación. «El Baes» fue el primero en quedar descartado. ¿Qué motivos tenía para entrar en el comedor, dejar allí un cigarro, subir después al dormitorio a buscar el revólver y por último abandonar su gorra en la bañera?

»Después descarté a Beetje, porque ella, a lo largo de la velada, no subió al primer piso, no pudo dejar allí la gorra, y tampoco pudo robarla a bordo, ya que caminaba al lado de Popinga.

»Su padre habría podido matarlo después de haber sorprendido a su hija con su amante. Pero entonces ya era demasiado tarde para subir al cuarto de baño.

»Queda Barens. No subió arriba, no robó la gorra. Estaba celoso de su profesor, pero, una hora antes, todavía no tenía ninguna certeza.

Maigret calló y vació la pipa golpeándola contra su tacón, sin preocuparse de la alfombra.

—Esto es prácticamente todo. Nos quedan la señora Popinga, Any y Jean Duclos. No hay prueba alguna contra ninguno de los tres. Pero tampoco hay imposibilidad material. Jean Duclos salió del cuarto de baño con el revólver en la mano. Pudo incluso hacerlo para demostrar su inocencia. Sin embargo, de vuelta de la ciudad, mientras caminaba con la señora Popinga, no pudo robar la gorra. Y la señora Popinga, que iba con él, tampoco pudo hacerlo.

»La gorra sólo pudo robarla alguien del último grupo: Barens o Any. Y hace un momento quedó demostrado que Any permaneció a solas un momento delante del barco de Oosting. El cigarro no importa: basta con agacharse en cualquier lugar para recoger una colilla. De todos los que estaban aquí la noche del crimen, Any es la única que pudo permanecer arriba sin testigos, y entrar, además, en el comedor. Pero tenía, con respecto al crimen, la mejor de las coartadas. —Y Maigret, con la mirada siempre huidiza, evitando posarla en sus interlocutores, dejó sobre la mesa el plano de la casa realizado por Duclos—. Any sólo puede entrar en el cuarto de baño pasando por el dormitorio de su hermana o por el de Duclos. Un cuarto de hora antes del asesinato, está en su dormitorio. ¿Cómo llegará al cuarto de baño? ¿Cómo tiene la certeza de poder pasar, llegado el momento, por uno de los dos dormitorios? No olviden que ha estudiado, no sólo derecho, sino obras de criminología. Las ha discutido con Duclos. Han hablado juntos de la posibilidad del crimen impune desde un punto de vista científico.

Any, erguida, estaba exangüe, pero mantenía, sin embargo, la serenidad.

—Tengo que hacer un paréntesis. De todos los presentes, yo soy el único que no conoció a Popinga. He tenido que hacerme una idea de él a partir de los testimonios: tenía tanta ansia de placeres como timidez y respeto ante las responsabilidades y, sobre todo, ante los principios establecidos. Un día de euforia acarició a Beetje, y ella se convirtió en su amante. ¡Sobre todo porque ella así lo quiso! Hace un momento he interrogado a la sirvienta. También la acarició, como quien no quiere la cosa, de pasada, pero no llegó más lejos, porque no fue especialmente estimulado. En otras palabras, desea a todas las mujeres. Comete pequeñas imprudencias, roba aquí un beso, allá una caricia. Pero prefiere, por encima de todo, su seguridad. Ha sido capitán de la Marina. Ha conocido el encanto de las escalas sin preocuparse por el mañana. Pero es funcionario de Su Majestad y quiere conservar su puesto, al igual que su casa, su hogar y su mujer. ¡Se halla en una situación comprometida, entre los deseos y los rechazos, entre la locura y la prudencia! A su edad, Beetje no lo entendió y creyó que se escaparía con ella. Any vive en su entorno íntimo. ¿Qué más da que no sea bonita? Es una mujer, es el misterio. Un día…

El silencio, a su alrededor, era penoso.

—No estoy diciendo que él llegara a ser su amante. Pero también con ella fue imprudente. Y Any lo creyó, se enamoró perdidamente de él, aunque su pasión fuera menos ciega que la de la señora Popinga. Así vivieron los tres. La señora Popinga, confiada; Any más reservada, más apasionada, más celosa, más sutil. Adivinó sus relaciones con Beetje. Olió en ella a la enemiga. Tal vez buscara y encontrara sus cartas… Aceptaba compartir a Conrad con su hermana, pero no con una joven guapa y saludable con la que él podía escaparse. Decidió matarlo. —Y Maigret concluyó—: ¡Eso es todo! ¡Un amor que se convierte en odio! ¡Un amor-odio! Un sentimiento complejo, feroz, capaz de inspirar cualquier cosa. Decidió matarlo, y lo decidió fríamente. ¡Matar sin dar pie a la menor acusación!

»Casualmente, el profesor habló esa noche de los crímenes impunes, de los asesinos con rigor científico. Ella es una mujer tan apasionada como orgullosa de su inteligencia. Cometió el crimen artístico, un crimen que debía ser atribuido fatalmente a un vagabundo… La gorra, el cigarro, y la coartada irrefutable: no podía salir de su dormitorio para asesinarlo sin pasar por el dormitorio de su hermana o el de Duclos. Durante la conferencia vio unas manos que se buscaban; por el camino, Popinga iba con Beetje; bebieron y bailaron, se fueron juntos en bicicleta… Bastaba con inmovilizar a la señora Popinga en su ventana, despertar sus sospechas. Y mientras la creían en su dormitorio, pudo pasar, ya en combinación, a sus espaldas. Todo estaba previsto. Llegó al cuarto de baño, y disparó. La tapa de la bañera estaba abierta, la gorra ya estaba allí. Le bastaba con meterse dentro. Después del disparo entró Duclos, encontró el arma en el antepecho de la ventana, salió precipitadamente y, al tropezarse con la señora Popinga en el rellano, bajó con ella. Any, ya preparada y semivestida, los siguió.

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