Read Crimen en Holanda Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (15 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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»¿Quién podía suponer que no salía de su dormitorio, que no estaba aterrorizada? Ella, cuya mojigatería era legendaria, ¡se mostraba ante todos de esa manera! Ni la menor piedad. Ni los menores remordimientos. Los odios amorosos sofocan todos los demás sentimientos. ¡Sólo queda la voluntad de vencer!

»Oosting, que había visto robar la gorra, calló. Confluyeron su respeto hacia el muerto y su amor por el orden. Era preciso evitar el escándalo en tomo a la muerte de Popinga, y llegó incluso a dictar a Barens una declaración que hiciera pensar en un crimen cometido por un marinero desconocido.

»Liewens, que había visto a su hija regresar a la casa después de que Popinga la hubiera acompañado, y que al día siguiente leyó las cartas, creyó que Beetje era la culpable, la encerró y se obstinó en descubrir la verdad. Pensando que yo iba a detenerla, hace unas horas intentó matarse.

»Y, finalmente, Barens, que sospechaba de todo el mundo, se debatía en el misterio y se sentía sospechoso él mismo. Barens había visto a la señora Popinga en la ventana. ¿No habría sido ella la que había disparado después de descubrir que su marido la engañaba? Lo habían recibido en esta casa como a un hijo. Huérfano, había encontrado en ella una nueva madre. Quiso sacrificarse, salvarla. Nos olvidamos de él en el reparto de los papeles, y vino a buscar el revólver. Se metió en el cuarto de baño y quiso disparar. ¡Iba a matar a la única persona que lo sabía todo y, sin duda, suicidarse después! Un pobre muchacho heroico, y con una generosidad que sólo se posee a los dieciocho años.

»Eso es todo. ¿A qué hora hay un tren para Francia?

Nadie dijo una palabra. Todos quedaron inmovilizados por el estupor, la angustia, el miedo o el horror. Al fin Jean Duclos habló:

—Ha hecho grandes progresos en el caso…

Entretanto, la señora Popinga salió del salón como un autómata, e instantes después la encontraron tendida en su cama, víctima de un ataque cardíaco.

Any no se movió. Pijpekamp intentó hacerla hablar:

—¿No tiene nada que decir?

—Hablaré en presencia del juez de instrucción.

Estaba muy pálida. Las ojeras le llegaban hasta la mitad de las mejillas.

Sólo Oosting estaba tranquilo, pero miraba a Maigret con unos ojos llenos de reprobación.

El caso es que, a las cinco y cinco de la mañana, el comisario subió a solas al tren en la pequeña estación de Delfzijl. Nadie lo acompañó. Nadie le dio las gracias. ¡Incluso Duclos se excusó diciendo que debía tomar el tren siguiente!

Amaneció cuando el tren cruzaba un puente sobre un canal. Unos barcos, con las velas flojas, esperaban. Un funcionario se preparaba para hacer pivotar el puente en cuanto hubiera pasado el convoy.

Dos años después, el comisario se encontró a Beetje en París. Se había casado con el dueño de un concesionario de bombillas holandesas y había engordado. Beetje se sonrojó al reconocerlo.

Le explicó que tenía dos niños y le dio a entender que su marido le proporcionaba una vida mediocre.

—¿Y Any? —preguntó.

—¿No lo sabe? Todos los diarios de Holanda hablaron de ello: se mató con un tenedor el día del proceso, minutos antes de comparecer ante el tribunal. —Y añadió—: Venga a vemos. Avenue Víctor Hugo, número veintiocho. No tarde demasiado, porque la semana próxima nos vamos a la nieve, a Suiza. Nos gustan mucho los deportes de invierno.

Ese día, en la Policía Judicial, Maigret encontró el modo de regañar a todos sus inspectores.

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