Crónicas de la América profunda (11 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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En cualquier caso, sólo unos pocos años después de recibir la ovación por ser la empresa americana más admirada, la mayor empresa de productos plásticos de Norteamérica se convirtió en una empresa al borde de la quiebra, debilitada por los muchachos de Bentonville, Arkansas. Wal-Mart es con diferencia la cadena que más productos Rubbermaid vende en Estados Unidos, un volumen muy superior al de cualquier otra cadena de almacenes. Dada esa superioridad, en 2001 la dirección de Wal-Mart cargó contra Rubbermaid exigiendo una absurda rebaja en los precios pese al incremento de un ochenta por ciento que el fabricante había tenido en el coste de la materia prima, y desoyendo las súplicas del presidente de Rubbermaid, Joseph Galli. Éste se puso de rodillas. Wal-Mart se mantuvo firme.

Más tarde, cuando Rubbermaid se negó a aprobar esos precios completamente inviables, Wal-Mart les dio caña. Retiró todos los productos Rubbermaid de sus estanterías y los reemplazó con imitaciones manufacturadas por Sterilite, una pequeña empresa de Massachusetts. Sterilite remontó vuelo. Rubbermaid se fue a pique. Cuando vio caer sus ventas en un treinta por ciento, Rubbermaid cedió.

En aquellos días oscuros, Newell, que tiene una fama temible cuando se trata de doblegar a latigazos a otras compañías, empuñó el timón de Rubbermaid y se puso a bailar al son que tocaban los alegres chicos de Bentonville, Arkansas. Cerrad todas las fábricas de Estados Unidos. ¡Lo que usted diga, jefe! Desde enero de 2001, Rubbermaid ha cerrado sesenta y nueve instalaciones y despedido a once mil empleados, todo para satisfacer las exigencias de Wal-Mart. Al comenzar el cierre de las fábricas, C. Mark Healson, director de investigaciones de capital en Associated Trust & Co., declaró que Rubbermaid debía «trasladar el cincuenta por ciento de su producción a países de bajo coste», forzando así una clausura que según los cálculos sumaría ciento treinta y una instalaciones y el despido de veinte mil trabajadores. Cinco años más tarde, gracias a los recortes y a la incorporación de la línea de productos de cuidado capilar Goody, Rubbermaid anunció que los ingresos netos del tercer trimestre ascendían a 108,5 millones de dólares, superando felizmente las previsiones de Wall Street. Al mismo tiempo, en octubre de 2006, Newell Rubbermaid llevó a cabo en directo a través de Internet la subasta de su planta de moldeado de Arizona, unas instalaciones que ocupaban diez hectáreas. Postores de todos los rincones del mundo pujaron a través de la red.

Newell no es la primera compañía que deja en la calle a un gran número de trabajadores de nuestra ciudad, o que traslada sus instalaciones al extranjero. Es una maldita historia lamentable que se ha convertido en un clásico que estudian los alumnos de empresariales de cualquier universidad, y un ejemplo ampliamente citado por los movimientos antiglobalización. Pero los empleados de Rubbermaid lo ignoran todo al respecto. ¿Para qué molestarse en mantener informada a la chusma? Aunque lo supieran, probablemente no dejarían de comprar en Wal-Mart. Como la mayoría de los americanos, ellos nunca han boicoteado nada. Según su mentalidad los boicots son para gente de piel oscura, una idea que probablemente se remonta a los boicots de los comedores públicos de los cincuenta y los sesenta. Por otra parte, Wal-Mart es la tienda más barata y ellos quieren seguir pagando los precios más bajos. Y para aprovechar esos «precios bajos de cada día» no tienen más remedio que aferrarse a sus empleos. Así que los empleados de Rubbermaid, fieles al verdadero espíritu protestante que los lleva a pensar que no valen nada y que tienen que darle las gracias a Dios por las «bendiciones de cada día», sienten una enorme gratitud hacia Rubbermaid por permanecer en la ciudad.

En cuanto a Cadereyta, la capital mexicana del palo de escoba a la que Winchester se impuso, también está siendo devorada por Wal-Mart. La mayor empresa americana es ahora la principal fuente de empleo en México y recauda más dinero que toda la industria turística mexicana (13.500 millones de Rubbermaid frente a los 11.800 millones del turismo en 2005). Lo que funciona en Estados Unidos también funciona en México: productos cada vez más baratos, salarios cada vez más bajos, sindicatos oprimidos, destrucción de la competencia local. Y, al igual que los empleados de Estados Unidos, los currantes de medio pelo de allá abajo también están encantados con sus «precios bajos». Así que no se quejan. De momento.

Nance Willingham, la mujer que conduce la carretilla elevadora en Rubbermaid, nunca ha oído hablar de Cadereyta. Tiene treinta y tres años, es guapa al estilo rústico y madre soltera de dos hijos a los que cría con la ayuda de su madre. Cuenta con licencia para manipular «el toro» —la carretilla elevadora que alcanza los siete metros de altura y que se utiliza para subir y bajar los palés—. Debido a las exigencias físicas del trabajo, hay pocas mujeres en Rubbermaid, de forma que las divorciadas y las solteras que trabajan allí son objeto de interés sexual.

Nance participa activamente en su iglesia, no bebe y rara vez tiene una cita. Como es de esperar, está en contra de los sindicatos y del aborto y sólo está enterada a medias de las actividades de la Organización Nacional de la Mujer, algo que ella ve como «una pandilla de lesbianas de la Costa Oeste. Son mujeres raras como esas otras que salían en la tele hace algún tiempo, las de Madres Solteras por Elección. ¿A quién se le ocurre ser madre soltera aposta, y criar a un hijo sin un padre? Con lo jodido que es tenerlo porque su padre se ha largado. ¡Por el amor de Dios!».

Nance es republicana por defecto. No se ve a sí misma como una republicana, pero siempre vota al Partido Republicano. Debido a su condición social —clase baja trabajadora, mujer del Sur, estudios secundarios, cristiana fundamentalista—, no conoce a una sola persona que esté afiliada al Partido Demócrata. («Te conozco a ti», dice. «Eso no cuenta —respondo—, yo soy ateo y comunista.»)

Aunque a los urbanitas americanos pueda parecerles inconcebible, es común que muchos trabajadores de este país no conozcan a una sola persona con convicciones liberales. ¿Por qué? En parte porque la mayoría de los liberales de clase media se sienten incómodos cerca de gente como Nance. Su casa es una vivienda modular cerca de la interestatal y cría a dos niños, uno de los cuales padece TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) y es mulato, hijo de su ex marido con una esposa anterior. Envía a los niños a un colegio cristiano subvencionado. (Los colegios fundamentalistas cristianos, que brotaron de repente por doquier después de que las escuelas públicas fuesen abolidas en los sesenta, siempre se alegran de tener algún que otro alumno negro que sirva para contrarrestar las acusaciones de racismo). Los viernes por la noche les da de cenar una bolsa grande de Doritos para untar en salsa de queso y una Pepsi. Es la comida favorita de la familia, un pequeño festín para los niños y un respiro para las mujeres de la casa, que esa noche no cocinan. La madre de Nance también trabaja, aunque menos horas que su hija.

Nance es un ejemplo de orgullo e integridad. Llama «señor» o «señora» a todo el mundo, a los que son mayores que ella y a la gente de su edad. Siempre ha tenido un trabajo, nunca ha pedido un céntimo a sus padres y ha pagado todas sus facturas a tiempo desde que salió del instituto. Su madre dice: «En el instituto llevaba una falda y una chaqueta que compró a plazos en una tienda en la que trabajó durante la temporada de Navidad. Como fue una temporada tranquila, le dejaban marcharse temprano. Así que, al terminar, mi hija se ponía a recoger latas tiradas en medio de la nieve para venderlas y sacarse un sobresueldo».

La visión política y cultural de Nance está completamente determinada por los medios de comunicación más populares y vulgares, por su iglesia y por su lugar de trabajo. Especialmente por su lugar de trabajo. Cuando hablamos de fábricas como Rubbermaid y de sus empleados, estamos hablando de millones de personas que no están en las listas de correo de los partidos políticos, gente a la que les importa un bledo Internet y que no diferencian una PDA de un dispositivo inalámbrico para abrir la puerta del garaje. Se pasan ocho horas al día escuchando por los auriculares las tertulias de las radios conservadoras mientras trabajan. Y saben muy bien cuál es la inclinación política de sus jefes y supervisores.

Sería falso decir que los supervisores presionan a los trabajadores como Nance para que voten a los conservadores. No tienen que hacerlo. Simplemente dan a conocer sus preferencias políticas, y el deseo de quedar bien con el jefe hace el resto. En este ambiente de trabajo los empleados absorben a fondo todo lo que allí se respira. Por eso la gente como Nance escucha con atención al macho alfa de su supervisor en la sala de descanso y así obtiene pistas sobre lo que tiene que pensar y sobre lo que debe atreverse a expresar —no sólo en materia política, sino también acerca de cualquier otra cosa que pudiera ir en contra de lo establecido en el entorno de la planta—. Naturalmente, la presión antisindicalista siempre está presente. Desde los primeros cursos de formación laboral y clases de adoctrinamiento, Newell Rubbermaid deja clara cuál es la política de la empresa. Aunque, a decir verdad, ni siquiera es necesario: esa lección la aprendemos de pequeños. Recuerdo que mi profesor de historia de segundo año en el Instituto Handley dedicó una hora entera de clase para hablar de los «sindicatos comunistas». El mismo profesor, que en paz descanse, también nos decía que «a la gente de color le basta para ser feliz con tener una cola de mapache sujeta al extremo de la antena de la radio del coche y pollo frito en la mesa».

Entretanto, en los auriculares de Nance y de todos a los que se les permite sintonizar la radio mientras trabajan, resuenan los bramidos de las tertulias radiofónicas, las bocinas y los aullidos de unos tíos que dicen estar indignados por la situación del país. Las arengas de Rush Limbaugh, Gordon Liddy, Michael Reagan y otros animales radiofónicos derechosos se entremezclan con los anuncios de reunificación de pagos de tarjetas de crédito e hipotecas. «A veces escucho las emisoras cristianas de música contemporánea, pero ponen la misma canción una y otra vez», explica Nance. Entonces vuelve a ajustar el dial y regresa a la tertulia («Nuestro invitado de hoy es John Lee Clary, ex miembro del Ku Klux Klan y actualmente pastor de nuestro Señor y Redentor. Su nuevo libro se titula
Del Klan a los brazos de Jesucristo.
¿Cómo estás, John?»), y en ocasiones sintoniza emisoras locales de country moderno, que son ultraconservadoras en esencia. Los apolíticos y los no religiosos escuchan rock clásico.

Con toda certeza, la radio proporciona a los trabajadores la mayor parte de las ideas y los conocimientos que poseen en materia política. Casi ninguno de ellos está suscrito a ningún periódico, y la influencia política de su cadena de televisión favorita, la Fox, está algo sobrevalorada en esta región —excepto como inductora del sueño, lo que sin duda no es poco—. Pero ese entrañable espacio radiofónico que llena el vacío del trabajo por turnos… ¡Oh, Dios mío! Quien haya pasado ocho horas trabajando en el etiquetado de cacharros de plástico moldeado o apilando palés conoce el poder de esas voces implacables «que hablan a la multitud» y sabe la influencia que pueden llegar a ejercer en los que trabajan con los auriculares puestos, siempre inmersos en esa burbuja de realidad radiofónica en medio del estruendo de las máquinas. Durante ocho horas uno tiene una voz dentro de la cabeza que suena como su propia voz. Pregúntele a cualquier operario de una cadena de montaje, al que va a hacer la limpieza por la noche, al que se gana la vida como pintor de brocha gorda.

Ahora bien, nada de lo expuesto anteriormente constituye el motivo fundamental por el que Nance vota al Partido Republicano. Aunque lo han organizado a conciencia, a la manera de un golpe de Estado de derechas, el éxito de los republicanos entre los trabajadores no se debe tanto a la existencia de un plan organizado del neoconservadurismo como a las falsas ideas compartidas por montones de gente acerca de cuáles son los males de Estados Unidos. El neoconservadurismo surgió de la misma forma en que nacen los movimientos de izquierda, siguiendo casi idéntico proceso y atendiendo a las mismas razones: un descontento ampliamente generalizado pero a la vez ignorado, vinculado en este caso a la erosión del nivel de vida y de los valores «tradicionales» americanos, o a la idea que de ellos se hacía la gente trabajadora. Dicho de otro modo: las cosas habían cambiado. El malestar había ido creciendo durante décadas, antes de que se produjera la revolución republicana de 1994; ése había sido el telón de fondo a lo largo de la vida de Nance. El día en que los republicanos le dieron un nombre y clavaron un clavo en la pared donde sujetar el cartel, la gente como Nance, Tom, Poot y los otros dieron un paso adelante para confirmar que eso era lo que estaba pasando.

No existe una buena razón para que en los últimos treinta años la inseguridad y el descontento de gente como Tom y Nance hayan sido considerados con tanto desprecio por muchos izquierdistas, que se han limitado a pensar que eso no era más que el resultado de su mentecatez. Si la izquierda hubiese identificado esa insatisfacción a tiempo, si hubiera atacado sus causas, si hubiera contrarrestado las falacias urdidas por los republicanos para explicar este descontento, si hubiera escuchado en lugar de pensar que la angustia de los obreros era una muestra de cerrilidad tipo Archie Bunker (un estereotipo del que se enteraron a través de la televisión), y quizá si hubieran ofrecido soluciones valientes, comprensibles y prácticas con las que hacer frente a esa insatisfacción, habríamos sido testigos de algo mejor que las mentiras y el saqueo urdidos por el cártel empresarial del Partido Republicano en los últimos seis años. Los auténticos movimientos explotan todo el potencial de protesta que hay en la gente disconforme y decepcionada —gente que ha sido privada de sus derechos por la burocracia, la tecnocracia y los «expertos»—. Los derechistas se aprovecharon de la insatisfacción popular, echaron leña al fuego lamentándose de la pérdida de valores y del espíritu de la comunidad y atribuyeron todos los males a la «izquierda cultural» feminista y antirracista, al movimiento gay, etcétera. El mensaje del Partido Republicano, aunque fuera una tontería, era accesible para Nance. El Partido Demócrata carecía de mensaje.

Tal como están las cosas, Nance no tiene representantes políticos en absoluto. Nadie mueve un dedo por los intereses de las personas como ella a menos que unos pocos queden aplastados en las profundidades de una mina de carbón, aportando así el material necesario para la molienda emocional de los telediarios nocturnos. Sólo los políticos de la derecha, cuando apelan a sus prejuicios religiosos y a su ignorancia, en nombre de las grandes fortunas y los grandes negocios, les prestan un poco de atención. Si uno pasa una larga temporada con la auténtica clase obrera, ya sea con los chicos del Ruby Tuesday en el centro comercial Apple Blossom o con los vejetes del Royal Lunch, verá que los trabajadores decentes casi nunca hablan de política o de temas de actualidad, excepto en las semanas previas a unas elecciones, o cuando son incitados por algún agitador de izquierdas como yo, o por los agentes de la plataforma
neocon
del Partido Republicano, gente que comprende los cuatro principios básicos del alma política norteamericana: 1) la emoción como sustituta del pensamiento; 2) el miedo; 3) la ignorancia; 4) la propaganda.

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