Crónicas de la América profunda (28 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Otra razón por la cual la influencia fronteriza está profundamente arraigada en Norteamérica es la afinidad de la gente de la frontera con la otra gente de la frontera, y cerca de un tercio de los americanos tiene algún familiar que pertenece a esa categoría. Sin embargo, hasta hace poco nadie había calado hondo en la cultura escoceses del Ulster trasplantados a Estados Unidos, quizá porque sus rasgos son tan predominantes que la pasamos por alto. Los mismos escoceses del Ulster no saben casi nada de la historia de su propia cultura. Todos estamos demasiado ocupados viviendo en ella y ni siquiera nos identificamos como gente con raíces
scots-irish,
lo que sin duda nos ayuda a mantenernos en la invisibilidad.

En particular, la América liberal vive en la estúpida negación de algo que es obvio para casi todas las personas blancas de clase trabajadora, y es que se está librando una permanente lucha de clases entre esa cultura y lo que James Webb define acertadamente como «grupos de poder paternalistas y políticamente correctos vinculados a los medios de comunicación y a las universidades elitistas». Tanto si los cultos liberales lo creen como si no, se trata de una realidad. Decenas de millones de escoceses del Ulster y miles de comunidades que viven bajo la influencia de sus valores creen que es así y votan guiados por esa creencia, lo que lo convierte en una realidad nos guste o no.

Años atrás, cuando el portavoz republicano Newt Gingrich fue el primero en describir la lucha en estos términos, me estremecí al oír sus palabras por la sencilla razón de que estaba revelando algo evidente. Si nos fijamos bien, la mayoría de los norteamericanos, y sobre todo los medios, siguen usando valores y expresiones «de frontera», y dicen de una persona que es un «feroz amante de la libertad», o un «individualista», o que es un ser «libremente religioso», o afirman de esa persona que está dispuesta a «combatir por la defensa de nuestro estilo de vida», y aplican todas esas frases cuando tienen que describir a América y a los americanos. Por desgracia, la conquista de la política norteamericana por parte de los neoconservadores contribuyó a intensificar estos eslóganes como parte de una nueva forma de toma de conciencia política, cargando así los tópicos de toda la vida de una nueva fuerza, fanatismo religioso, piedad belicosa, hasta darle a todo ello una última y definitiva vuelta de tuerca en la que imaginan el puño de alta tecnología que Jesucristo deja caer sobre paganos y ateos en nombre de una bandera manchada de petróleo.

Nos guste o no, la mayor parte de eso que el mundo entero conoce como la democracia de estilo americano tiene su origen en los preceptos de estos cristianos de la frontera, especialmente la idea de una prosperidad generalizada y compartida. Los inmigrantes de la Irlanda dominada por los escoceses que se instalaron en el Nuevo Mundo enviaban a sus países crónicas entusiastas y dinero para comprar pasajes de barco para sus familiares. El arzobispo Hugh Boulter de Armagh, en una carta dirigida a Lord Newcastle en julio de 1728, se quejaba de las múltiples cartas que recibían sus feligreses animándolos a «embarcarse hacia allá, prometiéndoles libertad y comodidad en recompensa por su laboriosa entrega, con perspectivas de transferirles adquisiciones y privilegios seguros para su posteridad, sin la imposición de impuestos excesivos ni la carga de ningún otro tipo de gravámenes». Si ésa no es la máxima expresión del sueño americano, al menos tal como la perciben la mayoría de los currantes y nuevos inmigrantes, que alguien me diga cuál es.

El concepto del sueño americano comprende la idea de que todo hombre y toda mujer tienen el derecho a expresar su opinión y a votar, por más ridícula que sea esa opinión y sin que importe mucho la ignorancia del votante. Es posible que aquella tradición presbiteriana de la frontera que rezaba «ponte de pie y di tu parte de la verdad» contribuyera a la noción de que nuestras opiniones, aunque sean viscerales y fruto de la ignorancia, son en cierto modo verdades políticas fundamentales y sin adornos. Me han dicho que esto se debe a que nosotros, los trabajadores con raíces
scots-irish,
sufrimos lo que los psiquiatras describen como la incapacidad de un sujeto para reconocer una enfermedad o un defecto que él mismo padece. Por eso nunca estaremos de acuerdo con alguien ajeno a nuestra zona de ignorancia, ya que nuestro beligerante orgullo de hombres de la frontera insiste en nuestro derecho a estar peligrosamente equivocados acerca de todo, al mismo tiempo que les decimos a los que saben más que nosotros: «¡Eh, tú, bésame el culo!». Y me viene a la memoria lo que comentó un pariente lejano británico, un miembro europeo de la familia Bageant después de una noche en el Royal Lunch y tras una acalorada discusión sobre política. Dijo que nuestros lugareños eran «la gente de mayor miseria intelectual que había visto» —y eso que el tío había estado en Uganda mascando hojas de kat con los escoltas de Idi Amin.

Lynndie Rana England nació en 1982. Yo tengo un hijo de su edad. Al igual que mi hijo, ella acabó el instituto en 2001. La gente de Fort Ashby dice que era muy aplicada en el colegio, lo cual no tiene mucho mérito en lugares donde el listón académico es tan escandalosamente bajo que casi permanece enterrado con la esperanza de que cualquier alumno que se moleste en asistir a la escuela logre aprobar y pasar de curso. Una vez terminó los estudios secundarios hizo lo que se espera de una buena chica de pueblo y se casó con James Fike, un buen mozo de la zona, el típico tendero. Estoy seguro de que se casó sobre todo por aburrimiento. Como me casé yo una vez, aunque ahora tengo el suficiente sentido común para sentirme profundamente avergonzado y reconocer que aquello fue un pecado de juventud.

En cualquier caso, Lynndie estaba casada con James Fike cuando se enroló en 2003. Sin embargo, tras alistarse entabló relaciones con un miembro de su unidad en Abu Ghraib llamado Charles Graner, de quien se quedó embarazada a la edad de veintiún años. A finales de 2003 England y Fike cumplieron con el procedimiento habitual e intercambiaron los papeles del divorcio. Esto fue cuatro meses antes de que estallara el escándalo de Abu Ghraib, pero ya se veía venir. Mientras estuvo de regreso en casa con permiso, Lynndie le contó a su abogado que en Abu Ghraib la gente hacía «cosas malas». A los prisioneros les obligaban a hacer ejercicios hasta que caían rendidos y a ponerse ropa interior femenina en la cabeza. Lynndie dijo que estaban implicadas muchas OGA (eufemismo que significa «otras agencias gubernamentales no identificadas»). Cualquiera que haya estado alguna vez en la mili sabe que la OGA viene a ser lo mismo que la CIA. Nadie se mete con la CIA ni la cuestiona. Según Lynndie, ellos le decían: «Buen trabajo, chica, sigue así». A ella le parecía de lo más extraño, pero continuó haciéndolo.

Lynndie England sólo ha concedido una entrevista, muy reveladora, por cierto, a Tara McKelvey, de la revista
Marie Claire.
Aunque estaba bajo la supervisión de su abogado, en ella hizo alusión a los ahorcamientos llevados a cabo en la entrada de la prisión Abu Ghraib y a la sodomización de jóvenes iraquíes por uno de los mercenarios. Pero la historia principal de su relato es muy común y se repite a menudo en cualquier aparcamiento de caravanas o en cualquier pequeña población obrera de América: la historia de una chica que pierde la cabeza por el tipo equivocado, por razones equivocadas y en el lugar equivocado.

A Lynndie le tocó estar en Abu Ghraib en un momento particularmente difícil. Los prisioneros intentaban amotinarse. Por la noche el enemigo bombardeaba la prisión con fuego de mortero y el polvo de cemento volvía irrespirable el aire. Durante el día los francotiradores liquidaban a los guardias de uno en uno. El terror reinaba tanto dentro como fuera de la prisión. Su antigua comandante, la general de brigada Janis Karpinski, le dijo a McKelvey que «en una situación como la de Iraq lo primero que las jóvenes deben buscar es un protector, un superior de sexo masculino» (lo cual recuerda de manera extraña al ambiente de las prisiones). «Aquí es donde entra en escena Charles Graner —dijo Karpinski—. Un hombre mayor que ella, un tipo con el ego por las nubes y una personalidad arrebatadora. La dejó pasmada».

A Charles A. Graner Jr. le han caído diez años, lo que nos permite suponer que el ex carcelero al que le gustaba sacar primeros planos de las mamadas y practicar el sexo anal con Lynndie mientras ella levantaba los pulgares, en un ademán que se ha hecho infamemente famoso en todo el mundo, no volverá a usar su cámara durante una década. Sin embargo todavía queda una pregunta: ¿Por qué se prestaba ella a todas esas cosas?

«Sólo quería hacerle feliz», dijo a su abogado, Roy Hardy. «Yo no quería que hiciera fotografías —dijo a McKelvey— pero él lo fotografiaba todo… Llevaba la cámara en el bolsillo y la sacaba todo el tiempo».

La noche en que Graner sacó de su celda a un prisionero que era enfermo mental y recibía el apodo de Gus —según el acta de juicio se trataba de un hombre que se untaba con heces su propio cuerpo y amenazaba a los guardias con matarlos—, y del que tiraba mediante una correa de perro sujeta al cuello del preso, el soldado tenía la cámara lista. Dejó al prisionero en manos de Lynndie para poder hacerle una foto. Una vez más Lynndie ayudó a que Graner se sintiera bien. Graner tomó la fotografía y la envió por correo electrónico a su familia en Pensilvania. «Mirad lo que le hice hacer a Lynndie», escribió.

Lynndie England fue condenada a una pena de treinta y seis meses en la prisión militar naval de San Diego. Ya no dedica mucho tiempo a pensar en perseguir tornados como Helen Hunt en
Twister.
En otoño de 2006 todavía estaba en libertad condicional. Entonces nadie creía que pudiera zafarse de una condena, y de hecho no lo consiguió. De modo que England está tomando clases de informática y reparación de equipos electrónicos. No será lo mismo que perseguir tormentas, de acuerdo, pero al menos conseguirá trabajo cuando salga.

Nosotros, la prole de la frontera, nos aclimatamos a una vida incómoda y miserable en los rincones más inhóspitos del imperio americano, y no es de extrañar que estemos vacunados contra todo eso. La patria de los primeros hombres de la frontera era un lugar inhóspito y miserable, sin bosques, estéril para el cultivo de los alimentos necesarios para el sustento de sus habitantes, y más aún para cultivos que se pudieran comercializar. Los nativos sobrevivían, y de paso se divertían, ejerciendo el oficio de cuatreros o ladrones de ganado. Era una tierra de hambruna y superpoblación, con la única constante de la guerra a lo largo de la cambiante frontera. Procedentes de una tradición de siglos de enfrentamientos nacionales —y de guerras entre familias durante los infrecuentes intervalos de paz—, los hombres de la frontera conservaron su fiereza, la lealtad a la familia y a sus tierras. El derecho a la posesión de cualquier territorio que ellos ocuparan se consolidó gracias a su capacidad para defenderlo. El esfuerzo necesario para poseer una tierra tan miserable valía la pena en tanto que les proporcionaba suficiente espacio para que las familias permanecieran unidas y de este modo conseguir el necesario poderío numérico para defender esa tierra miserable —¿qué más si no?—, una ocupación a tiempo completo que con los años acabó por definir su cultura. Este ciclo atroz y sin sentido se manifiesta hoy día en la creencia norteamericana de que sólo conservas aquello por lo que estás dispuesto a luchar, ya sea una idea grandiosa como la democracia o algo mucho más modesto como una choza.

Hablando de chozas: a raíz del incesante saqueo, la quema y las migraciones, las gentes de la frontera construían refugios temporales de tierra y tronco llamados «cabañas». En el humeante interior de cada una de esas cabañas llevaban una vida de borrachos irascibles y emocionalmente inestables que, según los antropólogos, es la misma vida que lleva la gente en algunos campamentos de caravanas en la América actual. Así que la próxima vez que vean a uno de los nuestros tambaleándose mientras le da patadas a la puerta del coche del vecino en un campamento de caravanas a eso de la una de la mañana, sólo tienen que recordar que no se trata de una reyerta, sino de una muestra más de la diversidad cultural.

Las gentes de la frontera abrazan el calvinismo de manera fanática Todo comenzó como una reacción justificable en contra de la corrupta Iglesia Católica Apostólica Romana de antaño, cuando los dos Juanes —Knox y Calvino— fundaron la democrática organización de la Iglesia Presbiteriana, con Jesucristo como único primado. Tras fracasar en los esfuerzos por convertir el gobierno de Escocia en una teocracia, los presbiterianos escoceses se conformaron con su segunda peor alternativa: poner a Jesucristo como árbitro por encima de todo gobierno civil. A tal fin decretaron que cualquier gobierno civil sólo era legítimo mientras fuera un gobierno bíblico, y de este modo se reservaban el derecho de rebelarse contra cualquier gobierno que no se ajustara a dicha norma. Teniendo en cuenta el curso que han seguido las ideas teológicas, no cabe duda de que Calvino hizo un trabajo magnífico.

Al otro lado del mundo y después de cuatro siglos, Calvino es el padre indiscutible del fundamentalismo cristiano en su versión norteamericana, el cual sigue aferrándose a las mismas conclusiones que antaño respecto a Dios y al gobierno. Sus descendientes americanos de la frontera trabajan afanosamente para desmantelar los principales resortes de ese gobierno que tanto detestan, es decir la Constitución de Estados Unidos, y el movimiento del llamado «dominionismo» fundamentalista de los últimos treinta años ha llevado a cabo una acción política incansable con la idea de reemplazarla por su propia interpretación de la «ley bíblica». Hasta el momento esto es lo único en lo que no han tenido éxito. Aun así, Calvino saldría de un salto de su tumba y chocaría esos cinco si supiera el efecto que sus ideas han tenido en el imperio más poderoso del planeta.

Si miramos atrás es difícil creer que una multitud variopinta de celtas de la frontera llegados a América pudieran lograr ninguna clase de objetivos. Sin duda parecían candidatos con pocas probabilidades cuando empezaron a emigrar durante las primeras tres cuartas partes del siglo
XVIII
, a menudo haciendo de lastre en los barcos que los transportaban. Ni más ni menos. Hasta los borrachos de la frontera servían para algo, y les habían encontrado un trabajo que no requería ninguna habilidad. Los barcos coloniales que venían de América cargados de semillas de lino para las fábricas de tejidos del Ulster tenían que regresar al nuevo continente, pero no podían hacerlo con tanto espacio vacío y tan ligeros de peso. ¿Qué mejor para una travesía de regreso que un cargamento pesado, y qué más daba que fuera de borrachos e indeseables si podía cargarse y descargarse por su propio pie, y más aún si los borrachos estaban dispuestos a pagar para servir de lastre? Así fue como esos indeseables habitantes de la frontera del Ulster llegaron a América, y aquí se encontraron con que ni los calvinistas ni los nuevos puritanos ingleses los aceptaban. Y es que éstos no sentían ninguna simpatía por las costumbres brutales que importaron, tales como emborracharse en la iglesia, y menos aún por su higiene personal, que dejaba mucho que desear.

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