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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Cronopaisaje (2 page)

BOOK: Cronopaisaje
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—Oh, no. No ha venido nadie con ese nombre. ¿Desea que empiece, entonces?

—Sí, adelante. ¿Cómo va el equipo?

—Muy bien. El vacío está bajando. Actualmente estamos a diez micrones. Hemos recibido una nueva carga de nitrógeno líquido y hemos comprobado toda la electrónica. Parece como si uno de los amplificadores estuviera a punto de fallar. Estamos haciendo algunas calibraciones, y el equipo debería estar comprobado en una hora aproximadamente.

—De acuerdo. Mire, Jason, ese tipo Peterson ha sido enviado por el Consejo Mundial. Están estudiando aumentar nuestra subvención. Tenemos que presentarle un caramelo, mostrarle los aparatos limpios y pulidos dentro de unas pocas horas. Procure hacer que todo parezca reluciente y en orden, ¿quiere?

—Correcto. Haré que todo brille.

Renfrew descendió por la estrecha pasarela hasta el nivel del laboratorio y penetró ágilmente por entre la maraña de hilos y cables. La estancia era de cemento desnudo, equipada con conexiones eléctricas pasadas de moda y cables de apariencia mucho más moderna recorriendo las distancias entre los aparatos. Renfrew saludó a todos los técnicos a medida que pasaba por su lado, hizo preguntas acerca del funcionamiento de los localizadores de iones, y dio sus instrucciones. Conocía perfectamente su equipo, había reunido penosamente sus piezas y lo había diseñado. El nitrógeno líquido palpitaba y burbujeaba en su matraz. Los elementos sometidos a tensión zumbaban allá donde se producía algún ligero desajuste de voltaje. Los rostros verdes de los osciloscopios danzaban y se agitaban con suaves curvas amarillas. Se sintió en casa.

Renfrew rara vez se daba cuenta de la austeridad de las paredes y de lo atestado de su laboratorio; para él era un confortable conjunto de elementos familiares trabajando al unísono. No podía comprender el aborrecimiento a las cosas mecánicas que ahora se había puesto tan de moda; sospechaba que se trataba de una cara de la moneda, la otra era la admiración. Pero ambas carecían de sentido. Uno podía experimentar las mismas emociones frente a un rascacielos, por ejemplo, y sin embargo el edificio no era más grande que un hombre… puesto que los hombres lo habían hecho, no a la inversa. El universo de artefactos era un universo humano. Mientras Renfrew avanzaba por entre las hileras de voluminoso equipo electrónico, a veces tenía la impresión de ser un pez nadando en las cálidas aguas de su propio océano, llevando consigo el elaborado esquema del experimento como un diagrama de múltiples capas en su mente, que comprobaba enfrentándolo a la nunca perfecta realidad ante él. Le gustaba ese modo de pensar, corrigiendo constantemente, y buscando ese fallo ignorado que podía destruir la totalidad del efecto que buscaba.

Había reunido la mayor parte de su aparato recogiendo los componentes entre los desechos de los restantes grupos de investigación del Cav. La investigación había sido siempre un lujo muy evidente, susceptible de ser interrumpido con enorme facilidad. Los últimos cinco años habían sido un desastre. Cuando un grupo había sido cerrado, Renfrew había recuperado todo lo que le había sido posible. Había empezado en el grupo de resonancia nuclear como especialista en producir haces de iones de alta energía. Éste había sido un elemento importante en el descubrimiento de una partícula subatómica completamente nueva, el taquión, sobre cuya existencia se había teorizado durante décadas. Renfrew se había trasladado a ese campo. Había mantenido su pequeño equipo a flote maniobrando hábilmente con los fondos de que disponía y utilizando el hecho de que los taquiones, lo más nuevo de entre lo nuevo, poseían un claro reclamo intelectual ante los fondos de que disponía todavía el Consejo Nacional para la Investigación. Pero el CNI había sido disuelto el año anterior.

Este año la investigación era una marioneta cuyos hilos eran manejados por el propio Consejo Mundial. Las naciones occidentales habían alineado sus investigaciones en un gesto hacia la economía de medios. El Consejo Mundial era un animal político. Renfrew temía la impresión de que la política del Consejo iba encaminada a apoyar los esfuerzos más visibles y muy poco más. El programa del reactor a fusión seguía llevándose la parte del león, pese a que sus progresos eran casi nulos. Los mejores grupos del Cav, como la radioastronomía, habían sido disueltos el año pasado, cuando el Consejo decidió que la astronomía como conjunto era poco práctica y que sus trabajos debían ser suspendidos «hasta nueva orden». El momento en que esta orden sería dada de nuevo era un extremo que el Consejo eludía sin reparos. La idea general era que en el momento actual de profunda crisis las naciones occidentales tenían que prescindir de sus investigaciones de lujo en beneficio de una concentración hacia los ecoproblemas y los variados desastres que ocupaban constantemente los titulares de los periódicos. Pero uno tenía que navegar al viento que soplase, Renfrew lo sabía muy bien. Así que había encontrado una forma de conseguir que los taquiones tuvieran una finalidad «práctica», y esa maniobra había hecho que su grupo siguiera todavía a flote.

Renfrew terminó de calibrar algunos elementos electrónicos —últimamente no dejaban de desajustarse a cada momento— e hizo una pequeña pausa, escuchando el zumbido febril del laboratorio a su alrededor.

—Jason —llamó—. Voy a ir a tomar un café. Cuide que todo siga funcionando, ¿quiere?

Tomó su vieja chaqueta de pana de una percha y se desperezó, mostrando las medias lunas de sudor en su camisa bajo las axilas. En uno de sus movimientos observó a los dos hombres en la plataforma. Uno de los técnicos estaba señalando hacia Renfrew mientras hablaba, y cuando Renfrew bajó sus brazos el otro hombre empezó a descender por la estrecha pasarela hacia el laboratorio.

Renfrew tuvo un repentino recuerdo de sus días de estudiante en Oxford. Estaba caminando por un pasillo, y los ecos de sus pasos tenían esa cualidad que sólo el suelo de piedra puede dar. Era una hermosa mañana de octubre y estaba vibrando de ansiedad por empezar esa nueva vida que tanto había anhelado, la nieta de sus largos años de estudiante. Sabía que era inteligente; allá, entre sus iguales intelectuales, había hallado al fin su lugar. Había llegado en tren desde York la noche antes, y ahora deseaba salir al sol matutino y absorberlo completamente.

Eran dos, y venían paseando hacia él desde el otro lado del corredor. Llevaban su corta toga académica que les daba el aspecto de antiguos cortesanos, y avanzaban como si el edificio fuera suyo. Hablaban en voz alta mientras se aproximaban, y le miraron por encima del hombro como si fuera un irlandés. Cuando se cruzaron, uno de ellos dijo, pronunciando lentamente las palabras:

—Oh, Dios, otro de esos malditos patanes con una beca.

Eso había marcado el tono que presidió sus años en Oxford. Por supuesto, había obtenido matrícula de honor en sus estudios, y había conseguido hacerse un nombre en el mundo de la física. Pero siempre había tenido la sensación de que, aunque estuvieran perdiendo su tiempo, aquellos dos muchachos estaban gozando de la vida mucho más de lo que nunca podría hacerlo él.

El recuerdo de todo aquello le golpeó de nuevo mientras observaba a Peterson caminar hacia él. A aquella distancia en el tiempo, ni siquiera podía recordar los rostros de aquellos dos estudiantes esnobs, y probablemente no había el menor parecido físico, pero aquel hombre exhibía la misma fácil y arrogante seguridad en sí mismo. También observó la forma en que vestía Peterson, y sintió el mismo desagrado que sentía siempre cuando detectaba la elegancia en las ropas de otro hombre. Peterson era alto y esbelto y de pelo oscuro. A aquella distancia, daba la impresión de un dandy joven y atlético. Caminaba suavemente, no como el jugador de rugby que había sido Renfrew en su juventud, sino como un jugador de tenis o de polo o quizás incluso un lanzador de jabalina. Visto de cerca, exhibía unos cuarenta y pocos años y era sin lugar a dudas un hombre acostumbrado a manejar el poder. Era agraciado de una forma un tanto severa. No había desprecio en su expresión, pero Renfrew pensó amargamente que lo más probable era que hubiera aprendido a ocultarlo en sus años adultos. Mantente firme John, se advirtió silenciosamente a sí mismo. Tú eres el experto, no él. Y sonríe.

—Buenos días, doctor Renfrew. —La suave voz era exactamente lo que había esperado.

—Buenos días, señor Peterson —murmuró, tendiendo su enorme y cuadrada mano—. Encantado de conocerle. —Maldita sea, ¿por qué había dicho esto? Casi había sonado como la voz de su padre: «Gusto de conocerte, chico». Se estaba volviendo paranoico. No había nada en el rostro de Peterson que indicara nada excepto dedicación a su trabajo.

—¿Es éste el experimento? —Peterson miró a su alrededor con una expresión remota.

—Sí. ¿Le gustaría que echáramos una mirada primero?

—Por favor.

Pasaron junto a algunos viejos armarios grises de fabricación inglesa y otro equipo más reciente alojado en compartimientos brillantemente coloreados de la Tektronics, Physics International, y otras firmas americanas. Aquellas resplandecientes unidades rojas y amarillas procedían de las pequeñas apropiaciones del Consejo. Renfrew condujo a Peterson a un complejo grupo alojado entre los polos de un enorme imán.

—Un montaje superconductor, por supuesto. Necesitamos la fuerza de un campo de gran intensidad para conseguir una línea recta y bien definida durante la transmisión.

Peterson estudió el amasijo de cables e indicadores. Módulos de elementos electrónicos se alineaban hilera tras hilera sobre sus cabezas. Señaló a uno de ellos en particular y preguntó cuál era su función.

—Oh, no pensé que deseara saber usted mucho del lado técnico del asunto —dijo Renfrew.

—Intentémoslo.

—Bien, ahí tenemos una gran muestra de antimoniuro de indio, véala… —Renfrew señaló a la masa encajada entre los polos del imán—. La bombardeamos con iones a alta energía. Cuando los iones golpean el indio, producen taquiones. Es una reacción ión-núcleo muy compleja, muy delicada. —Miró a Peterson—. Los taquiones son partículas que viajan más rápidas que la luz, ya sabe. Por el otro lado… —señaló más allá del imán, conduciendo a Peterson a un largo tanque cilíndrico azul que surgía a unos diez metros de distancia del imán— bombeamos los taquiones y los focalizamos en un rayo. Tienen una energía y un spin particulares, de modo que entran en resonancia únicamente con los núcleos del indio en un campo magnético fuerte.

—¿Y qué ocurre cuando golpean contra algo en el camino?

—Ése es precisamente el asunto —dijo secamente Renfrew—. Los taquiones tienen que golpear contra un núcleo precisamente con la energía y el spin correctos antes de que pierdan toda su energía en el proceso. Pasan directamente a través de la materia ordinaria. Es por eso por lo que podemos lanzarlos a lo largo de años luz sin temer que se dispersen en su camino.

Peterson no dijo nada. Frunció el ceño ante el equipo.

—Pero cuando uno de nuestros taquiones golpee un núcleo de indio precisamente en las condiciones adecuadas… una situación que no se produce naturalmente muy a menudo… será absorbido. Eso hace alterarse el spin del núcleo de indio, desviándolo del lugar hacia donde estuviera orientado. Piense en el núcleo de indio como en una pequeña flecha que fuera golpeada lateralmente. Si todas las pequeñas flechas estuvieran apuntando en una misma dirección antes de que llegaran los taquiones, se verían desordenadas. Eso sería detectable, y…

—Entiendo, entiendo —dijo Peterson desdeñosamente. Renfrew se preguntó si no se habría pasado con su ejemplo de las pequeñas flechas. Sería fatal que Peterson pensara que le estaba hablando como a un profano… lo cual por supuesto era—. Supongo que se trata del indio de alguna otra persona, ¿no?

Renfrew contuvo el aliento. Allí estaba la parte difícil.

—Sí. El de un experimento que se llevó a cabo en el año 1963 —dijo lentamente.

—Leí el informe preliminar —dijo Peterson fríamente—. Esos preliminares suelen ser a menudos engañosos, pero comprendí ése. El personal técnico me dijo que tenía sentido, pero no puedo creer algunas de las cosas que usted ha escrito. Este asunto de alterar el pasado…

—Mire, pronto vendrá Markham… él sabrá explicárselo mucho mejor.

—Si puede.

—De acuerdo. Entienda, la razón de que nadie haya intentado nunca enviar mensajes al pasado es obvia, si uno piensa en ella. Podemos construir un transmisor, comprenda, pero no hay ningún receptor. Nadie en el pasado construyó jamás uno.

Peterson frunció el ceño.

—Bueno, naturalmente…

—Nosotros hemos construido uno, por supuesto —prosiguió Renfrew con entusiasmo—, para llevar a cabo nuestros experimentos preliminares. Pero la gente allá en 1963 no sabía nada acerca de taquiones. Así que el truco es interferir con algo que ellos estuvieran haciendo. Todo reside ahí.

—Hum.

—Estamos intentando concentrar salvas de taquiones y dirigirlas hacia ellos, de modo que…

—Un momento —dijo Peterson, alzando una mano—. ¿Dirigirlas para qué? ¿Y dónde está 1963?

—Bastante lejos, por lo que parece. Desde 1963, la Tierra ha seguido girando en torno al Sol, mientras que el mismo Sol ha seguido girando en torno al centro de la galaxia, y así sucesivamente. Sume todo esto, y descubrirá que 1963 está más bien lejos.

—¿Con relación a qué?

—Bueno, con relación al centro de la masa del grupo local de galaxias, por supuesto. Recuerde que el grupo local está también en movimiento con relación al conjunto de referencias proporcionado por las radiaciones de fondo de microondas, y…

—Mire, deje a un lado toda esa jerga; ¿quiere? ¿Está hablando usted de 1963 en algún lugar en el cielo?

—Exactamente. Enviamos un haz de taquiones para que golpeen ese lugar. Barremos el volumen de espacio ocupado por la Tierra en aquel momento en particular.

—Suena imposible. Renfrew midió sus palabras.

—Creo que no. El truco consiste en crear taquiones con una velocidad esencialmente infinita…

Peterson esbozó una cansada y tensa sonrisa.

—Ah… «esencialmente infinita». Una definición técnica más bien cómica.

—Quiero decir, con una velocidad tan enorme que es imposible medirla —precisó Renfrew—. Le pido disculpas por la terminología, si es eso lo que le molesta.

—Bueno, mire, simplemente estoy intentando comprender.

—Sí, sí, lo siento, puede que aquí me haya desbocado un poco. —Renfrew se recompuso visiblemente para un nuevo ataque—. Entienda, lo esencial aquí es conseguir esos taquiones de gran velocidad. Luego, si podemos alcanzar el punto preciso del espacio, podremos enviar un mensaje directamente hacia atrás en el tiempo.

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