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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (21 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—¿Medicina holística?

—Eso es. Sigue viviendo en Florida, en Fort Myers Beach. Hablé con él por teléfono. Me costó muchísimo sacarle algo, pero conseguí enterarme de unas cuantas cosas. Dice que la señorita Deighton y él mantuvieron una relación amistosa después de la separación y que, de hecho, se veían de vez en cuando.

—¿Venía él aquí?

—Dice que era ella la que iba a verle a Florida. Se reunían, según dijo, «para recordar los viejos tiempos». La última vez que fue a verlo fue en noviembre pasado, hacia el día de Acción de Gracias. También pude sacarle alguna cosilla sobre el hermano y la hermana de Deighton. La hermana es mucho más joven, casada, y vive en el Oeste. El hermano es el mayor, con cincuenta y pico años, y lleva una tienda de comestibles. Hace un par de años le detectaron un cáncer de garganta y le extirparon la tráquea.

—Espere un poco —le interrumpí.

—Sí. Ya sabe qué voz les queda. Se reconoce nada más oírla. Es imposible que el tipo que la llamó a su oficina fuera John Deighton. Era alguna otra persona que tenía motivos personales para interesarse por los resultados de la autopsia de Jennifer Deighton. Sabía lo suficiente para dar el nombre correcto. Sabía lo suficiente para decir que vivía en Columbia, Carolina del Sur. Pero no conocía los problemas de salud del verdadero John Deighton, y no sabía que su voz suena como si hablara por una máquina.

—¿Sabe Travers que la muerte de su ex esposa es un homicidio? —pregunté.

—Le dije que el médico forense aún no ha terminado los exámenes.

—¿Y estaba en Florida cuando ella murió?

—Eso dice. Me gustaría saber dónde estaba su amigo Nicholas Grueman cuando la mataron.

—Nunca ha sido amigo mío —protesté—. ¿Cómo piensa aproximarse a él?

—De momento no lo haré. Con una persona como Grueman, sólo se tiene una oportunidad. ¿Qué edad tiene?

—Pasa de los sesenta —respondí.

—¿Es muy corpulento?

—No he vuelto a verlo desde que dejé la Facultad de Derecho —Me levanté para atizar el fuego—. En aquella época Grueman era de complexión esbelta, tirando a delgada. Su estatura la calificaría de media.

Marino no dijo nada.

—Jennifer Deighton pesaba algo más de ochenta kilos —le recordé—. Parece ser que su asesino la estranguló con una presa de cuello y luego transportó el cadáver hasta el coche.

—De acuerdo. Así que quizá Grueman no estaba solo. ¿Quiere una hipótesis descabellada? Pruébese ésta a ver cómo le sienta. Grueman representaba a Ronnie Waddell, que no era precisamente un peso ligero. O quizá deberíamos decir que no es precisamente un peso ligero. En casa de Jennifer Deighton se encontró una huella de Waddell. Quizá Grueman fue a verla, y no fue solo.

Miré fijamente el fuego.

—A propósito —añadió—, en casa de Jennifer Deighton no vi nada que pudiera explicar la pluma que encontró usted. Me pidió que lo comprobara.

Justo entonces sonó su busca personas. Se lo desprendió del cinturón y miró a la estrecha pantalla con los párpados entornados.

—Maldita sea —rezongó, y se dirigió a la cocina para utilizar el teléfono.

—¿Qué pasa…? ¿ Qué? —le oí decir—. Oh, mierda. ¿Está seguro? —Permaneció unos instantes en silencio. Su voz era muy tensa cuando dijo—: No se moleste. La tengo a menos de cinco metros.

Marino se saltó un semáforo rojo en el cruce de West Cary con Windsor Way y aceleró en dirección este. Las luces del techo destellaban y las luces del escáner danzaban en el interior del Ford LTD blanco. Cifras y códigos crepitaban en la radio mientras yo me imaginaba a Susan acurrucada en el sillón de orejas, con el albornoz bien ceñido para protegerse de una frialdad que no tenía nada que ver con la temperatura de la habitación. Recordé su expresión, mudando constantemente como las nubes, sus ojos que no me revelaban ningún secreto.

Estaba temblando y tenía la impresión de que me faltaba el aire. El corazón me latía con fuerza en la garganta. La policía había encontrado el coche de Susan en un callejón que desembocaba en la calle Strawberry. Ella estaba en el asiento del conductor, muerta. No se sabía qué estaba haciendo en aquella parte de la ciudad ni qué motivos tenía su atacante.

—¿Qué más le dijo cuando habló con ella anoche? —inquirió Marino.

No se me ocurrió nada significativo.

—Estaba tensa —respondí—. Preocupada por algo.

—¿Por qué? ¿Tiene alguna idea?

—No sé por qué —Abrí mi maletín médico con manos temblorosas y escarbé en su interior para verificar de nuevo su contenido. La cámara, los guantes y todo lo demás estaban en su lugar. Recordé que Susan me había dicho en cierta ocasión que si alguien pretendía raptarla o violarla antes tendría que matarla.

Más de una vez nos habíamos quedado las dos solas a la caída de la tarde,, limpiando y rellenando impresos. Habíamos sostenido muchas conversaciones personales acerca de lo que significaba ser una mujer y amar a los hombres, y de lo que representaría ser madre. Una vez hablamos de la muerte, y Susan me confesó que le daba miedo.

«—No me refiero al infierno, ya sabe, el fuego y el azufre de que habla mi padre en sus prédicas; eso no me da miedo —dijo con firmeza—. Lo que me da miedo es que esto sea todo lo que hay.

»—No es todo lo que hay —le aseguré.

»—¿Cómo lo sabe?

»—Algo se va. Los miras a la cara y te das cuenta. Su energía se ha ido. El espíritu no muere. Solamente el cuerpo.

»—Pero ¿cómo lo sabe? —insistió.»

Marino levantó el pie del acelerador y giró por la calle Strawberry. Eché una mirada al retrovisor de mi lado. Otro coche de policía venía detrás de nosotros, las luces del techo destellando en rojo y azul. Pasamos ante varios restaurantes y una pequeña tienda de comestibles. No había nada abierto, y los escasos automóviles que circulaban se echaban a un lado para dejarnos pasar. En las inmediaciones de la Cafetería Strawberry, la angosta calle estaba llena de coches patrulla y automóviles policiales sin marcas y una ambulancia bloqueaba la entrada de un callejón. Dos camiones de la televisión habían aparcado un poco más abajo. Los periodistas se movían inquietos a lo largo del perímetro acordonado con cinta amarilla. Marino aparcó y nuestras portezuelas se abrieron al mismo tiempo. Al instante, las cámaras se volvieron hacia nosotros.

Miré por dónde iba Marino y me pegué a sus talones. Los obturadores zumbaron, la película rodó y los micrófonos se alzaron. Marino no aflojó el paso ni le contestó a nadie. Yo volví la cara. Rodeamos la ambulancia y pasamos por debajo de la cinta. El viejo Toyota color burdeos estaba aparcado de frente en mitad de una estrecha franja de guijarros cubierta de nieve sucia y removida. Feas paredes de ladrillo oprimían por ambos lados y bloqueaban los rayos inclinados del sol. Los policías tomaban fotografías, hablaban y miraban en derredor. De los tejados y las oxidadas escaleras de incendios rezumaba un lento gotear de agua. Un olor a basura impregnaba el aire húmedo y enervante.

Apenas me di cuenta de que el joven oficial de aspecto latino que hablaba por una radio portátil era alguien a quien había conocido poco antes. Tom Lucero nos observó mientras mascullaba algo y desconectaba el aparato. Desde donde yo me hallaba, lo único que alcanzaba a ver por la portezuela abierta del Toyota era el brazo y la cadera izquierdos de Susan. Un estremecimiento me recorrió cuando reconocí el abrigo de lana negra, la alianza de oro y el reloj de plástico negro. Encajada entre el parabrisas y el salpicadero se veía la placa roja de la oficina forense.

—La matrícula corresponde a Jason Story. Supongo que será su marido —le dijo Lucero a Marino—. Hemos encontrado documentación en el bolso. El nombre que figura en el permiso de conducir es Susan Dawson Story, mujer de raza blanca de veintiocho años de edad.

—¿Hay dinero?

—Once dólares en la billetera y un par de tarjetas de crédito. De momento, nada hace sospechar que el móvil haya sido el robo. ¿La reconoce?

Marino se inclinó hacia delante para ver mejor. Se le abultaron los músculos de la mandíbula.

—Sí. La reconozco. ¿El coche lo encontraron así?

—Hemos abierto la puerta del conductor. Nada más —respondió Lucero, embutiéndose la radio portátil en un bolsillo.

—¿El motor estaba parado, las puertas sin seguro?

—Eso es. Como le dije por teléfono, Fritz descubrió el coche durante una patrulla de rutina. Eso fue, ah, hacia las quince horas, y se fijó en la placa de Medicina Forense —Me miró de soslayo—. Si observan por la ventanilla del otro lado podrán ver una mancha de sangre junto a la oreja derecha. Alguien ha hecho un trabajo muy limpio.

Marino retrocedió unos pasos y contempló la nieve amontonada.

—Por lo que se ve, no creo que podamos encontrar pisadas.

—Tiene razón. Está derritiéndose como un helado. Ya estaba así cuando llegamos.

—¿Algún cartucho vacío?

—Nada.

—¿Han avisado a la familia?

—Todavía no. He pensado que quizá querría encargarse usted del caso —contestó Lucero.

—Asegúrese bien de que los periodistas no se enteren de quién era ni dónde trabajaba antes de que lo sepa la familia. ¡Jesús! —Marino se volvió hacia mí—. ¿Qué quiere hacer ahora?

—No quiero tocar nada del interior del coche —musité, examinando el lugar mientras sacaba la cámara. Estaba alerta y pensaba con lucidez, pero no paraban de temblarme las manos—. Déme un minuto para mirar, y luego la pondremos en la camilla.

—¿Están ustedes preparados para ayudar a la doctora? —le preguntó Marino a Lucero.

—Preparados.

Susan vestía unos descoloridos tejanos azules y botas de cordones cubiertas de arañazos, y el abrigo de lana negra abrochado hasta la barbilla. Se me encogió el corazón al ver el pañuelo de seda roja que le asomaba por el cuello. Llevaba puestas unas gafas de sol y estaba recostada en el asiento del conductor como si se hubiera arrellanado cómodamente para dormitar. La tapicería de color gris claro mostraba una mancha rojiza a la altura del cuello. Pasé al otro lado del automóvil y vi la sangre que Lucero había mencionado. Después de tomar unas cuantas fotografías, hice una pausa para inclinarme sobre su cara y pude detectar la fragancia de una colonia indudablemente masculina. Advertí que el cinturón de seguridad estaba desabrochado.

No le toqué la cabeza hasta que llegaron los hombres y el cuerpo de Susan quedó depositado sobre una camilla en el interior de la ambulancia. Subí yo también y me pasé varios minutos buscando heridas de bala. Encontré una en la sien derecha y otra en la concavidad de la nuca, justo donde empezaba a crecer el pelo. Deslicé los dedos enguantados entre sus cabellos castaños, buscando más manchas de sangre sin encontrarlas.

Marino subió a la ambulancia.

—¿Cuántos tiros ha recibido? —quiso saber.

—He encontrado dos agujeros de entrada. Ninguno de salida, aunque puedo palpar una bala bajo la piel sobre el hueso temporal izquierdo.

Consultó su reloj de pulsera con expresión tensa.

—Los Dawson no viven muy lejos de aquí. En Glenburnie.

—¿Los Dawson? —Me quité los guantes.

—Sus padres. Tengo que hablar con ellos en seguida, antes de que algún sapo se vaya de la lengua y acaben enterándose por la radio o la televisión. Ya me ocuparé de que algún coche de la policía la lleve a usted a casa.

—No —protesté—. Voy con usted. Creo que debo hacerlo.

Cuando nos alejamos en el coche de Marino empezaban a encenderse las farolas. Él tenía la mirada fija en la calle, y el rostro alarmantemente rojo.

—¡Maldita sea! —saltó al fin, y descargó un puñetazo sobre el volante—. ¡Maldita sea! Pegarle dos tiros en la cabeza. ¡Pegarle dos tiros a una mujer embarazada!

Desvié la mirada hacia la ventanilla de mi lado. Mis pensamientos trastornados estaban llenos de imágenes fragmentadas y distorsión.

Carraspeé.

—¿Han localizado a su marido?

—No coge nadie el teléfono. Puede que esté con los padres de la chica. Dios mío. Odio este trabajo. Jesucristo. No quiero hacer esto. Feliz Navidad de mierda. Llamo a su puerta y ya los he jodido porque voy a decirles algo que les destrozará la vida.

—Usted no le ha destrozado la vida a nadie.

—Sí, bien, pues prepárese porque estoy a punto de hacerlo.

Giró por Albemarle. Había contenedores de basura junto al bordillo de la calle, rodeados por bolsas de plástico repletas de desechos de Navidad. Las ventanas brillaban con un cálido resplandor, algunas de ellas iluminadas por las luces multicolores del árbol. Un padre joven arrastraba a su hijito por la acera en un trineo que coleaba. Al vernos pasar, sonrieron y nos saludaron con la mano. Glenburnie era un barrio de familias de clase media, de profesionales jóvenes, solteros, casados o gays. En los meses de calor, la gente salía a sentarse en el porche y cocinaba en el patio. Celebraban fiestas y se saludaban desde la calle.

Los Dawson vivían en una casa modesta de estilo Tudor, bien conservada y con arbustos pulcramente recortados en la parte delantera. Las ventanas de la planta baja y del piso superior estaban iluminadas, y había un viejo coche familiar aparcado junto a la acera.

Pulsamos el timbre y respondió una voz de mujer desde el otro lado de la puerta.

—¿Quién es?

—¿Señora Dawson?

—¿ Sí?

—Soy el inspector Marino, del Departamento de Policía de Richmond. Tengo que hablar con usted —le anunció en voz alta, y sostuvo la placa ante la mirilla.

La cerradura se abrió con un chasquido mientras se me aceleraban las pulsaciones. Durante mis diversas prácticas clínicas había tenido pacientes que gritaban de dolor y me suplicaban que no los dejara morir. Yo intentaba tranquilizarlos con mentiras, «Pronto se pondrá usted bien», mientras morían aferrándome la mano. Les había dicho «Lo siento» a sus seres queridos, agobiados por la desesperación, en pequeñas habitaciones sin aire donde hasta los capellanes se sentían perdidos. Pero nunca había ido a llevar la muerte a la puerta de alguien el día de Navidad.

El único parecido que advertí entre la señora Dawson y su hija estaba en la curva poderosa de las mandíbulas. La señora Dawson era de facciones pronunciadas, con una cabellera corta y escarchada. No podía pesar más de cincuenta kilos, y me hizo pensar en un pájaro asustado. Cuando Marino me presentó, el pánico le llenó los ojos.

—¿Qué ha pasado? —logró decir apenas.

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