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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (19 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—Caramba. Usted sí que hace las compras con tiempo —Evitó mirarme a los ojos mientras se acomodaba en un sillón de orejas. ¿Quiere que lo abra enseguida?

—Como tú prefieras.

Cortó cuidadosamente la cinta adhesiva con la uña del pulgar y retiró intacto el lazo de satén. Alisó el papel y lo plegó con pulcritud como si pensara volver a utilizarlo, lo dejó sobre su regazo y abrió la caja negra.

—Oh —exclamó, conteniendo el aliento, mientras desplegaba el pañuelo de seda roja.

—He pensado que quedaría bien con tu abrigo negro —comenté—. No sé si a ti te pasa lo mismo, pero a mí no me gusta el tacto de la lana sobre la piel.

—Es precioso. Es usted muy amable, doctora Scarpetta. Es la primera vez que alguien me trae algo de San Francisco.

Su expresión me hizo sentir una punzada en el corazón, y de pronto vi con más claridad lo que me rodeaba. Susan vestía un albornoz amarillo con los puños raídos y unos calcetines negros que sospeché pertenecían a su marido. Los muebles eran baratos y mostraban desperfectos, y la tapicería brillaba por el uso. El árbol artificial de Navidad que había junto al pequeño televisor apenas estaba adornado, y le faltaban varias ramas. Bajo él había pocos regalos. Apoyada contra una pared se veía una cuna plegada que obviamente era de segunda mano.

Susan me vio mirar alrededor y me pareció que se sentía incómoda.

—Está todo inmaculado —observé.

—Ya sabe cómo soy. Obsesiva compulsiva.

—Por fortuna. Si una morgue puede estar espléndida, la nuestra lo está.

Dobló cuidadosamente el pañuelo y lo devolvió a la caja. Luego se ajustó el albornoz y contempló la flor de la Pascua en silencio.

—Susan —le dije con voz suave—, ¿quieres que hablemos de lo que está ocurriendo?

No me miró.

—No es propio de ti perder los nervios como el otro día. No es propio de ti faltar al trabajo y luego despedirte sin hacerme siquiera una llamada telefónica.

Respiró hondo.

—Lo siento muchísimo. Últimamente parece que no soy capaz de manejar muy bien las cosas. Estoy muy susceptible. Como cuando me acordé de Judy.

—Comprendo que la muerte de tu hermana debió de ser terrible para ti.

—Éramos gemelas. No idénticas. Judy era mucho más guapa que yo. Eso era parte del problema. Doreen estaba celosa de ella.

—¿Doreen era la chica que decía ser una bruja?

—Sí. Lo siento. Pero es que no quiero tener nada que ver con esta clase de cosas. Y menos ahora.

—Quizá te haría sentir mejor saber que llamé a la iglesia que hay junto a la casa de Jennifer Deighton y me dijeron que el campanario está iluminado con lámparas de vapor de sodio que empezaron a funcionar mal hace varios meses. Por lo visto, nadie se dio cuenta de que no las habían arreglado bien. Creo que eso explica que se encendieran y se apagaran solas.

—Cuando era pequeña —me contó—, en nuestra congregación había fieles pentecostales que creían en la santería y el exorcismo. Me acuerdo de un hombre que vino a cenar y nos habló de sus encuentros con demonios. Decía que por la noche, cuando se acostaba, oía una respiración en la oscuridad, y que los libros salían despedidos de los estantes y volaban por la habitación. Esta clase de cosas me da un miedo de muerte. Ni siquiera fui capaz de ir a ver El exorcista cuando la estrenaron.

—Susan, en nuestro trabajo hemos de ser objetivos y ver las cosas con mucha claridad. No podemos dejarnos afectar por nuestra historia personal, nuestras creencias ni nuestras fobias.

—Usted no se crió en casa de un ministro —objetó.

—Me crié en una casa católica.

—No hay nada que pueda compararse a ser hija de un ministro fundamentalista —replicó, parpadeando para contener las lágrimas.

No discutí.

—A veces creo que me he liberado de las viejas historias —prosiguió con dificultad—, y entonces me cogen por el cuello. Como si hubiera otra persona dentro de mí que no me deja en paz.

—¿En qué sentido no te deja en paz?

—Algunas cosas se han estropeado —Esperé que me explicara a qué se refería, pero no lo hizo. Se quedó mirándose las manos, con expresión desdichada—. Es demasiada presión —musitó.

—¿Qué es demasiada presión, Susan?

—El trabajo.

—¿Y por qué ahora te parece distinto que antes? —Supuse que me contestaría que estar esperando un hijo hacía que todo fuera muy distinto.

—Jason cree que no es bueno para mí. En realidad, siempre lo ha creído.

—Entiendo.

—Llego a casa y le cuento lo que he estado haciendo en el trabajo, y se lo pasa fatal. Me dice: «¿No te das cuenta de lo horrible que es todo esto? Es imposible que sea bueno para ti.» Y tiene razón. Ya no siempre puedo quitármelo de la cabeza. Estoy harta de cadáveres descompuestos y de gente violada, mutilada y asesinada. Estoy harta de bebés muertos y de gente que se ha matado con el coche. No quiero más violencia —Me miró, y vi que le temblaba el labio inferior—. No quiero más muertes.

Pensé en lo difícil que iba a ser encontrar quien la sustituyera. Con una persona nueva, los días serían más lentos, la curva de aprendizaje larga. Aún peores eran los riesgos de entrevistar solicitantes y eliminar a los desequilibrados. No todos los que desean trabajar en un depósito de cadáveres son un modelo de normalidad. Susan me gustaba, y me sentía dolida y profundamente perturbada. Creía que no estaba siendo sincera conmigo.

—¿No hay alguna otra cosa de la que quieras hablarme? —le pregunté, sin quitarle los ojos de encima.

Me miró de soslayo y vi miedo en su expresión.

—No se me ocurre nada.

Oí cerrar la portezuela de un automóvil.

—Ha llegado Jason —dijo con voz muy queda.

La conversación había terminado, y al levantarme le dije con suavidad:

—Llámame si necesitas algo, Susan, por favor. Una referencia, o sólo hablar un rato. Ya sabes dónde estoy.

Antes de salir intercambié unas palabras con su marido.

Era alto y de complexión robusta, con cabello castaño rizado y mirada distante. Aunque se mostró cortés, me di cuenta de que no le había complacido encontrarme en su casa. Mientras cruzaba el río en mi coche, me sobresalté al pensar en la imagen que aquella joven pareja debía tener de mí: yo era la jefa que acudía en su Mercedes, vestida con ropa de diseño, para entregar los regalitos de Navidad. El no poder contar con la lealtad de Susan atañía a mis inseguridades más profundas. Ya no estaba segura de mis relaciones ni de cómo me veían los demás. Temí haber fracasado en alguna prueba tras la muerte de Mark, como si mi reacción a esa pérdida encerrase la respuesta a una pregunta que se planteaba en las vidas de quienes me rodeaban. A fin de cuentas, se suponía que yo sabía afrontar la muerte mejor que nadie. La doctora Kay Scarpetta, la especialista. En cambio, me había retirado hacia mi interior, y era consciente de que los demás percibían la frialdad que me envolvía por muy amistosa o considerada que intentara mostrarme. Mi personal ya no confiaba en mí. Ahora parecía que se había quebrantado la seguridad de mi oficina, y Susan se había marchado.

Tomé la salida de la calle Cary, giré a la izquierda en dirección a mi barrio y me dirigí hacia el hogar de Bruce Carter, juez de un tribunal de distrito. Su residencia estaba en Sulgrave, a varias manzanas de mi casa, y de pronto volví a ser una niña de Miami, contemplando lo que entonces me parecían mansiones. Recordé cómo iba de puerta en puerta con un carrito cargado de frutos cítricos, sabiendo que aquellas manos elegantes que me entregaban las monedas pertenecían a personas inalcanzables que se apiadaban de mí. Recordé cómo regresaba a casa con el bolsillo lleno de cambio y olía la enfermedad en la alcoba donde mi padre agonizaba.

Windsor Farms era un vecindario discretamente rico, con casas de estilo Tudor y georgiano pulcramente dispuestas formando calles con nombres ingleses, y fincas sombreadas por árboles y rodeadas por serpenteantes muros de ladrillo. Guardias de seguridad privados guardaban celosamente a los privilegiados, para quienes las alarmas antirrobo eran cosa tan corriente como los aspersores de jardín. Los acuerdos tácitos intimidaban más que los expresados en letra impresa. No había que ofender a los vecinos tendiendo la colada a la vista ni presentándose sin avisar. No era imprescindible conducir un Jaguar, pero si tu medio de transporte era una camioneta semioxidada o un coche oficial de la morgue, lo mantenías en el garaje.

A las siete y cuarto, aparqué al final de una larga hilera de coches ante una casa de ladrillo pintada de blanco con tejado de pizarra. Los arbustos de boj y los abetos enanos estaban salpicados de luces blancas como estrellas diminutas, y sobre la puerta principal, de color rojo, colgaba una fragante corona de Navidad. Nancy Cartea acogió mi llegada con una sonrisa encantadora y los brazos extendidos para hacerse cargo de mi abrigo. Hablaba sin cesar, haciéndose oír, sobre el lenguaje indescifrable de las multitudes, mientras la luz centelleaba en las lentejuelas de su vestido de noche rojo. La esposa del juez era una mujer de algo más de cincuenta años, a la que el dinero había refinado hasta convertirla en una obra de arte de las buenas maneras. En su juventud, sospeché, no había sido guapa.

—Bruce anda por ahí… —Miró en derredor—. El bar está allí.

Me condujo a la sala de estar, donde el vistoso atuendo festivo de los invitados combinaba de maravilla con una gran alfombra persa de colores vibrantes que supuse había costado más dinero que la casa que acababa de visitar al otro lado del río. Vi al juez hablando con un hombre al que yo no conocía. Escudriñé las caras y reconocí a varios médicos y abogados, un político y el jefe de personal del gobernador. Sin saber cómo, me encontré con un vaso de escocés con soda en la mano, y un hombre al que no había visto nunca se acercó y me tocó el brazo.

—¿Doctora Scarpetta? Soy Frank Donahue —se presentó con voz enérgica—. Le deseo una feliz Navidad.

—Y yo a usted —respondí.

El alcaide, que había alegado una indisposición el día en que Marino y yo visitamos la penitenciaría, era un hombre pequeño, de facciones toscas y una abundante cabellera gris.

Iba vestido como la parodia de un maestro de ceremonias inglés, con un frac rojo vivo, camisa blanca con chorreras y una pajarita roja que chispeaba con minúsculas luces eléctricas. Un vaso de whisky solo se ladeó peligrosamente en su mano izquierda mientras me ofrecía la derecha.

Acercó la cabeza a mi oído.

—Fue una decepción para mí no poder hacerle los honores el día en que vino a visitar el chiquero.

—Uno de sus funcionarios nos atendió muy bien. Gracias.

—Supongo que debió de ser Roberts.

—Creo que se llamaba así.

—Bien, es lamentable que tuviera usted que tomarse esa molestia —Paseó la mirada por la sala y le hizo un guiño a alguien situado a mis espaldas—. Ganas de buscarle tres pies al gato. Ha de saber que Waddell ya había tenido un par de hemorragias nasales anteriormente, y subidas de presión. Siempre estaba quejándose de algo. Dolores de cabeza. Insomnio —Incliné la cabeza para oír mejor—. Estos tipos de la galería de la muerte son unos cuentistas consumados. Y, con franqueza, Waddell era uno de los peores.

—No lo sabía —dije, y alcé la mirada hacia él.

—Éste es el problema, que nadie lo sabe. Pueden decir lo que quieran, pero los únicos que lo sabemos somos los que tratamos con esos tipos todos los días.

—Estoy segura.

—Como la supuesta reforma de Waddell, convertido en todo un corderito. Un día tengo que hablarle de eso, doctora Scarpetta, de cómo se pavoneaba ante los demás presos por lo que le había hecho a esa pobre chica Naismith. Creía ser un verdadero gallito porque «se había hecho» una celebridad.

En la sala hacía demasiado calor y faltaba aire. Sentí la mirada del alcaide deslizarse por todo mi cuerpo.

—Por supuesto, no creo que todo esto le sorprenda mucho —observó.

—No, señor Donahue. No hay muchas cosas que me sorprendan.

—Con franqueza, no sé cómo puede usted hacer lo que hace. Sobre todo en estas fechas, gente asesinándose entre sí y suicidándose, como esa pobre mujer que se mató la otra noche en su garaje, después de abrir anticipadamente los regalos de Navidad.

Su comentario me produjo el efecto de un codazo en las costillas. El periódico de la mañana había publicado un breve relato sobre la muerte de Jennifer Deighton en el que se mencionaba, de fuentes policiales, que la víctima había abierto por adelantado sus regalos de Navidad. Eso podía sugerir que se había suicidado, pero no había ninguna declaración explícita en este sentido.

—¿A qué mujer se refiere? —pregunté.

—No me acuerdo del nombre —Donahue tomó un sorbo de whisky. Tenía la cara enrojecida, y sus ojos, encendidos, se movían constantemente—. Triste, muy triste. Bueno, tiene usted que venir a visitar nuestras nuevas instalaciones de Greenville cualquier día de éstos —Sonrió de oreja a oreja y me dejó por una corpulenta matrona vestida de negro. Le dio un beso en la boca y se echaron a reír los dos.

Me fui a casa a la primera ocasión y encontré un fuego crepitante y a mi sobrina tendida en el sofá, leyendo. Observé que debajo del árbol había varios regalos nuevos.

—¿Qué tal te ha ido? —me preguntó, bostezando.

—Has hecho bien en quedarte —contesté—. ¿Ha llamado Marino?

—No.

Probé a telefonearle otra vez, y a la cuarta llamada respondió con voz irritada.

—Espero que no sea demasiado tarde —me disculpé.

—Yo también lo espero. ¿Qué anda mal ahora?

—Muchas cosas andan mal. Acabo de conocer a su amigo Frank Donahue en una fiesta.

—Qué emocionante.

—No me ha impresionado mucho, y tal vez sea que estoy paranoica, pero me ha parecido extraño que sacara a relucir la muerte de Jennifer Deighton.

Silencio.

—El segundo detalle —proseguí— es que por lo visto Jennifer Deighton le envió un fax a Nicholas Grueman menos de dos días antes de que la asesinaran. A juzgar por el mensaje, parecía alterada, y me da la impresión de que quería que él se reuniera con ella. Le sugería que viniera aquí, a Richmond.

Marino siguió sin decir nada.

—¿Está usted ahí? —le pregunté.

—Estoy pensando.

—Me alegra oírlo. Pero quizá tendríamos que pensar juntos. ¿No podría hacerle cambiar de idea para que viniera a comer mañana?

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