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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (15 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—A Jennifer Deighton tampoco le hacía ninguna falta, Marino.

—Siga hablando. ¿Qué más ha encontrado?

—Tenía la presión alta, como ya nos indicó su vecina, la señora Clary.

—Ah —exclamó, desviando la mirada—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Tenía hipertrofia ventricular izquierda, es decir, un engrosamiento del lado izquierdo del corazón.

—¿Y la presión alta hace eso?

—Sí. Probablemente encontraré cambios fibrinoides en la microvasculatura renal, o nefroesclerosis temprana, y sospecho que el cerebro también presentará cambios hipertensivos en las arteriolas cerebrales, pero no podré afirmarlo con certeza hasta que pueda echar una mirada por el microscopio.

—¿Está usted diciendo que la presión alta mata las células de los riñones y el cerebro?

—Podría decirlo así.

—¿Algo más?

—Nada significativo.

—¿Qué me dice del contenido gástrico? —insistió Marino.

—Carne, algunas verduras, todo parcialmente digerido.

—¿Alcohol o drogas?

—No había alcohol. Los análisis para detectar drogas aún no están terminados.

—¿Algún indicio de violación?

—No hay lesiones ni otras muestras de agresión sexual. Tomé muestras para ver si hay líquido seminal, pero todavía tardaré algún tiempo en recibir esos informes. Y aun teniéndolos, no siempre se puede estar seguro.

La expresión de Marino era inescrutable.

—¿Qué anda buscando? —pregunté al fin.

—Bueno, estoy pensando en cómo organizaron todo este asunto. Alguien se tomó muchas molestias para hacernos creer que la víctima se había suicidado, pero resulta que la señora ya estaba muerta antes de que la metieran en el coche. Lo que me ronda por la cabeza es que el atacante no pretendía liquidarla dentro de la casa. Ya me entiende: le aplica una presa en el cuello, hace demasiada fuerza y la mata. Quizá no sabía que la mujer estaba mal de salud y fue así como sucedió.

Empecé a menear la cabeza.

—La presión sanguínea alta no tuvo nada que ver.

—Explíqueme cómo murió, pues.

—Digamos que el atacante era diestro. Le pasó el brazo izquierdo en torno al cuello y utilizó la mano derecha para tirar de la muñeca izquierda hacia la derecha —Le hice una demostración—. Eso aplicó sobre el cuello una presión excéntrica que resultó en la fractura de la apófisis mayor derecha del hueso hioides. La presión bloqueó las vías respiratorias superiores y oprimió las arterias carótidas La víctima debió de sufrir hipoxia, o falta de aire. A veces, la presión en el cuello produce bradicardia, un descenso del ritmo cardíaco, y la víctima presenta arritmia.

—¿Los resultados de la autopsia le permiten averiguar si el atacante empezó aplicando una presa de cuello que acabó convirtiéndose en estrangulación? O dicho de otro modo, si sólo pretendía someterla y utilizó demasiada fuerza.

—En base a los hallazgos médicos, no podría decírselo.

—Pero pudo ocurrir así.

—Entra en el campo de lo posible.

—Vamos, doctora—saltó Marino, exasperado—. Baje por unos instantes del estrado de los testigos, ¿quiere? ¿Hay alguien más aquí, aparte de usted y yo?

No había nadie más. Pero me sentía intranquila. La mayor parte de mi personal no había acudido a trabajar, y Susan se había comportado de un modo desconcertante. Según las apariencias, Jennifer Deighton, una desconocida, había intentado telefonearme, y luego había sido asesinada, y un hombre que aseguraba ser su hermano me había colgado el teléfono. Además, Marino estaba de un humor de perros. Cuando tenía la sensación de estar perdiendo el control, me volvía muy analítica.

—Mire —respondí—, es muy posible que el atacante intentara dominarla con una presa de cuello y acabara aplicando demasiada fuerza, estrangulándola por error. De hecho, me atrevería incluso a sugerir que creyó que sólo estaba desvanecida y que cuando la metió en el coche no sabía que estuviera muerta.

Así que tenemos que vérnoslas con un tonto del culo.

—Yo en su lugar no llegaría a esta conclusión. Pero si el individuo se levanta mañana por la mañana y lee en el periódico que Jennifer Deighton fue asesinada, puede llevarse la sorpresa de su vida. Empezará a preguntarse qué hizo mal. Por eso le he recomendado que mantengamos a la prensa al margen de todo esto.

—No tengo nada que objetar. A propósito, el hecho de que usted no conociera a Jennifer Deighton no implica forzosamente que ella no la conociera a usted.

Esperé a que se explicara.

—He estado pensando en las llamadas de que me habló. Sale usted en la televisión y en los periódicos. Tal vez ella sabía que alguien quería matarla, no sabía a quién recurrir y acudió a usted en busca de ayuda. Pero estaba demasiado paranoica para dejar un mensaje en el contestador.

—Ésa es una idea muy deprimente.

—Casi todo lo que pensamos en este tugurio es deprimente —se levantó de la silla.

—Hágame un favor —le pedí—. Examine su casa. Avíseme si encuentra almohadas de plumas, chaquetas rellenas de plumón, plumeros para el polvo, cualquier cosa relacionada con plumas.

¿Por qué?

—He encontrado una pluma pequeña en la bata que llevaba puesta.

—Pierda cuidado. Ya le diré algo. ¿Se marcha a casa?

Levanté la mirada al oír que se abrían y se cerraban las puertas del ascensor.

—¿Ha sido Stevens? —pregunté.

—Sí.

—Tengo unas cuantas cosas que hacer antes de irme a casa —dije.

Cuando Marino se hubo metido en el ascensor, me acerqué a una ventana en el extremo del pasillo que daba al aparcamiento de atrás. Quería asegurarme de que el jeep de Ben Stevens ya no estaba. Así era, y me quedé mirando a Marino cuando salió del edificio avanzando cautelosamente entre la nieve aplastada iluminada por las farolas de la calle. Al llegar a su automóvil, se detuvo para sacudirse vigorosamente la nieve de los pies, como un gato que ha pisado agua, antes de sentarse al volante. No quisiera Dios que nada violara su santuario interior. Me pregunté qué planes tendría para la Navidad, y me dolió no haber pensado en invitarlo a cenar. Iba a ser su primera Navidad desde que Doris y él se habían divorciado.

Al regresar por el pasillo desierto, fui metiéndome en todos los despachos que había por el camino para examinar los terminales de ordenador. Por desgracia, ninguno se hallaba conectado a la red, y el único que estaba marcado con un número de dispositivo era el de Fielding. No era ni el tty07 ni el tty14. Frustrada, abrí la puerta del despacho de Margaret y encendí la luz.

Como siempre, parecía que un huracán hubiera pasado por allí, dispersando papeles sobre el escritorio, volcando algunos libros de la estantería y haciendo caer otros al suelo. Pilas de listados en papel continuo se abrían como acordeones, y en las paredes y las pantallas de los monitores había pegadas notas indescifrables y números de teléfono. El miniordenador zumbaba como un insecto electrónico y los indicadores luminosos de una hilera de módems dispuesta sobre un anaquel no cesaban de danzar. Me senté en su silla ante el terminal del sistema,, abrí uno de los cajones de la derecha y empecé a deslizar rápidamente los dedos por un montón de etiquetas de ficheros. Encontré varios con nombres prometedores, como «usuarios» y «trabajo en red», pero nada de lo que leí me dijo lo que necesitaba saber. Paseé la mirada a mí alrededor mientras reflexionaba y me fijé en un grueso manojo de cables que ascendía por la pared, por detrás del ordenador, y desaparecía en el cielo raso. Todos los cables estaban marcados.

Tanto el tty07 como el tty14 estaban conectados directamente al ordenador. Desenchufé primero el tty07 y pasé a toda prisa de terminal en terminal para ver cuál se había apagado. El terminal del despacho de Ben Stevens estaba desconectado, y volvió a funcionar cuando enchufé de nuevo el cable. A continuación, procedí a hacer lo mismo con el tty14, y quedé perpleja al comprobar que su desconexión no producía ningún resultado. Los terminales que había sobre los escritorios de los miembros de mi personal seguían trabajando sin pausa. Entonces me acordé de Susan. Su despacho estaba abajo, en el depósito.

Abrí la puerta y, nada más entrar en su oficina, advertí dos detalles. No había efectos personales a la vista, como fotografías o baratijas, y en un estante sobre el escritorio había varios manuales de referencia sobre UNIX, SQL y WordPerfect. Recordé vagamente que la primavera anterior Susan se había matriculado en varios cursos de informática. Accioné el interruptor de su monitor, intenté acceder a la red y me desconcertó descubrir que el sistema respondía. Su terminal seguía conectado; no podía ser tty14. Y entonces caí en algo tan evidente que habría podido echarme a reír de no haber quedado horrorizada.

De nuevo en el piso superior, me detuve en el umbral de mi despacho y lo examiné como si allí trabajara una completa desconocida. Amontonados sobre mi escritorio, alrededor de la estación de trabajo, había informes de laboratorio, hojas de llamada, certificados de defunción y las pruebas de imprenta de un libro sobre patología forense que estaba corrigiendo, y la repisa que sostenía el microscopio no ofrecía mejor aspecto. Junto a una pared había tres grandes archivadores, y frente a ellos un sofá lo bastante apartado de las estanterías como para que se pudiera pasar tras él y sacar los libros de los estantes más bajos.

Justo detrás de mi silla tenía un aparador de roble que había encontrado años antes en un almacén de excedentes del Estado. Sus cajones tenían cerradura, lo cual lo convertía en un lugar perfecto para guardar mi agenda y aquellos casos en curso que eran desusadamente delicados. La llave estaba siempre debajo del teléfono, y volví a pensar en el jueves anterior, cuando Susan había roto los frascos de formalina mientras yo le hacía la autopsia a Eddie Heath.

No conocía el número de dispositivo de mi terminal, porque nunca se había dado el caso de que necesitara saberlo. Me senté ante el escritorio, extraje el teclado e intenté conectarme a la red, pero mis órdenes no surtieron efecto. Al desconectar tty14 me había desconectado a mí.

—Maldita sea —susurré, notando que se me helaba la sangre—. ¡Maldita sea!

Yo no había enviado ningún mensaje al terminal de mi administrador. No era yo quien había escrito «No lo encuentro». En verdad, cuando se creó accidentalmente el fichero, el jueves por la tarde, yo estaba en el depósito. Pero Susan no. Le di las llaves y le dije que se echara en el sofá de mi oficina hasta que se le pasara el efecto de los vapores de formalina. ¿Podía ser que no sólo hubiera accedido a mi directorio, sino que hubiera examinado también los ficheros y los papeles de mi escritorio? ¿Que hubiera intentado enviar un mensaje a Ben Stevens porque no podía encontrar lo que les interesaba?

Uno de los examinadores de evidencias residuales apareció de pronto en el umbral, provocándome un sobresalto.

—Hola —masculló, sin apartar la mirada de sus papeles, la bata de laboratorio abrochada hasta la barbilla. Tras elegir un informe de varias páginas, entró en el despacho y me lo tendió—. Venía a dejar esto en su bandeja, pero ya que la encuentro se lo daré en persona. He terminado de examinar los residuos de adhesivo que encontró en las muñecas de Eddie Heath.

—¿Materiales de construcción? —pregunté, extrañada, tras echar una ojeada a la primera página del informe.

—Exacto. Pintura, yeso, madera, hormigón, amianto, vidrio. Por lo general encontramos esta clase de residuos en los casos de robo con fractura, a menudo en la ropa del sospechoso: dobladillos, bolsillos, calzado y demás.

—¿Y la ropa de Eddie Heath?

—En su ropa había algunos residuos idénticos.

—¿Y las pinturas? Dígame algo de ellas.

—Encontré restos de pintura de cinco procedencias distintas. Tres de ellos venían en capas, lo cual quiere decir que algo fue pintado y repintado varias veces.

—¿Pertenecen a un vehículo o a un edificio? —pregunté.

—Sólo uno pertenece a un vehículo, una laca acrílica normalmente utilizada como revestimiento exterior en los automóviles fabricados por General Motors.

Podía proceder del vehículo empleado para raptar a Eddie Heath, pensé. Y podía proceder de cualquier otro lugar.

—¿Color?

—Azul.

—¿En capas?

—No.

—¿Y los residuos de la zona pavimentada donde se encontró el cuerpo? Le pedí a Marino que les llevara barreduras, y me aseguró que lo haría.

—Arena, tierra, pequeños fragmentos de pavimento, más los residuos variados que pueden encontrarse junto a un contenedor de basuras: vidrio, papel, ceniza, polen, óxido, materias orgánicas.

—¿Y esos residuos son distintos a los que llevaba adheridos en las muñecas? —pregunté.

—Sí. Yo diría que le aplicaron la cinta y se la quitaron de las muñecas en un lugar donde había residuos de materiales de construcción y aves.

—¿Aves?

—En la tercera página del informe —me indicó—. He encontrado muchos residuos de plumas.

Cuando llegué a casa, Lucy estaba desasosegada y bastante irritable. Estaba claro que no se había entretenido lo suficiente durante el día, puesto que se había encomendado la tarea de reorganizarme el estudio. La impresora láser había cambiado de lugar, al igual que el módem y todos mis manuales informáticos de consulta.

—¿Por qué lo has hecho? —quise saber.

Sentada en mi silla, de espaldas a mí, respondió sin volverse ni reducir la velocidad de sus dedos sobre el teclado.

—Está mejor así.

—Lucy, no puedes entrar en el despacho de otra persona y cambiarlo todo de sitio. ¿Qué te parecería si te lo hiciera yo a ti?

—En mi caso, no habría motivos para cambiar nada de sitio. Está todo ordenado del modo más lógico —Dejó de teclear e hizo girar la silla—. Ya lo ves, ahora puedes llegar a la impresora sin levantarte de la silla. Tienes los libros a tu alcance y el módem está en un lugar donde no estorba para nada. No se debe dejar libros, tazas de café y otras cosas encima de un módem.

—¿Has estado aquí todo el día?

—¿Dónde iba a estar, si no? Te has llevado el coche. He salido a correr por el barrio. ¿Has intentado alguna vez correr sobre nieve?

Acerqué una silla, abrí el maletín y saqué la bolsa de papel que me había dado Marino.

—Lo que estás diciendo es que necesitas un coche.

—Me siento como varada.

—¿Adónde te gustaría ir?

—A tu club. No conozco otro lugar. Sencillamente, me gustaría tener la posibilidad. ¿Qué hay en esa bolsa?

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