Read Cruel y extraño Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (13 page)

BOOK: Cruel y extraño
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Él se echó a reír como si acabara de decir la mayor tontería, pero no volvió a beber ni una gota. Todas las noches se pasaba un buen rato delante del fregadero mirando el campanario. Ahora se encendía y al cabo de un momento se apagaba. Yo le dejaba creer que era obra del Señor, cualquier cosa con tal de que no tocara la botella. La iglesia nunca había hecho una cosa así antes de que la señora Deighton se instalara en esta calle.

—¿Y últimamente sigue encendiéndose y apagándose la luz? —quise saber.

—Anoche aún lo hacía. No sé ahora. Si quieren que les diga la verdad, no me he fijado.

—Así que quiere usted decir que la señora Deighton influía de algún modo en las luces del campanario —resumió Marino con voz suave.

—Quiero decir que más de un vecino de esta calle se formó una opinión sobre ella hace tiempo.

—¿Qué opinión?

—Que era una bruja —respondió ella.

Su marido había empezado a roncar, y emitía unos horribles ruidos que su esposa no daba muestras de advertir.

—Según nos ha contado, parece que la salud de su esposo empezó a empeorar hacia la época en que la señora Deighton se mudó aquí y las luces empezaron a hacer cosas raras —señaló Marino.

La señora Clary tuvo un sobresalto.

—Bueno, es verdad. Tuvo el ataque a finales de septiembre —admitió.

—¿Ha pensado alguna vez que podría haber una relación? ¿Que quizá Jennifer Deighton tuvo algo que ver en ello, tal como cree que tenía que ver con las luces de la iglesia?

Jimmy no le tenía mucho apego —La señora Clary hablaba cada vez más deprisa.

—Está usted diciendo que no se llevaban bien —observó Marino.

—Cuando Jenny se mudó aquí, vino un par de veces a pedirle que la ayudara en algunos trabajos de la casa, cosas de hombre. Recuerdo una vez que el timbre de su puerta hacía unos zumbidos horribles y vino toda asustada porque temía que se incendiara. Así que Jimmy fue a echarle una mano. Me parece que un día también tuvo un escape de agua en el lavavajillas, al poco de llegar. Jimmy siempre ha sido muy mañoso —Dirigió una mirada furtiva a su marido, que seguía roncando.

—Aún no nos ha explicado por qué no se llevaba bien con ella —le recordó Marino.

—Decía que no le gustaba ir allí —respondió ella—. No le gustaba cómo tenía la casa por dentro, con esos cristales por todas partes. Y el teléfono sonando todo el rato. Pero lo que de verdad le fastidió fue cuando Jenny le dijo que leía el futuro de la gente y que a él se lo leería gratis si seguía arreglando las cosas que se le estropeaban en la casa. El le contestó, y me acuerdo como si fuera ayer: «No, gracias, señorita Deighton. De mi futuro se encarga Myra, y lo tiene organizado hasta el último minuto.»

—Me gustaría saber si conoce usted a alguien que tuviera con Jennifer Deighton una desavenencia lo bastante importante como para desearle algún mal, para perjudicarla de alguna manera—dijo Marino.

—¿Cree que la han asesinado?

—Por ahora hay mucho que no sabemos. Debemos contemplar todas las posibilidades.

La señora Clary cruzó los brazos bajo sus fláccidos pechos y se abrazó el cuerpo.

—¿Qué puede decirnos de su estado emocional? —pregunté—. ¿Le dio alguna vez la impresión de que estuviera deprimida? ¿Sabe si tenía algún problema que no pudiera resolver, en especial últimamente?

—No la conocía tan bien —Esquivó mi mirada.

—¿Sabe si acudía a algún médico?

—No lo sé.

—¿Y parientes? ¿Tenía familia?

—Ni idea.

—¿Y el teléfono?—pregunté a continuación—. ¿Solía responder personalmente cuando estaba en casa o dejaba que lo hiciera el contestador?

—Por lo que yo sé, cuando estaba en casa respondía ella misma.

—¿Y por eso se ha preocupado usted hasta el punto de avisar a la policía, al ver que no atendía el teléfono cuando la llamaba? —dijo Marino.

—Exactamente por eso.

Myra Clary se dio cuenta demasiado tarde de lo que acababa de decir.

—Muy interesante —comentó Marino.

Una oleada de rubor le subió por el cuello y las manos se quedaron quietas.

—¿Cómo sabía que hoy estaba en casa? —preguntó Marino.

La mujer no respondió. La respiración de su marido se volvió más ronca y acabó con una tos que le hizo abrir los ojos en un parpadeo.

—Supongo que me lo he imaginado. Como no la había visto salir… en el coche… —La señora Clary dejó la frase en el aire.

—Quizá fue usted a su casa —apuntó Marino, como si quisiera mostrarse solícito—. Para llevarle el pastel y saludarla, y le pareció que el coche estaba en el garaje…

Ella se enjugó unas lágrimas.

—Me he pasado toda la mañana en la cocina y no la he visto salir a recoger el periódico ni marcharse en el coche. Así que, a media mañana, fui hasta su casa y llamé a la puerta. Como no contestaba, eché una mirada al garaje.

—¿Quiere usted decir que vio las ventanas ahumadas y no se le ocurrió que algo andaba mal? —preguntó Marino.

—No sabía qué significaba ni qué podía hacer yo —El tono de su voz ascendió varias octavas—. Señor, Señor. Ojalá hubiera avisado a alguien en aquel momento. Quizá todavía estaba…

Marino la interrumpió.

—No nos consta que aún estuviera viva, que pudiera estarlo —me miró con fijeza.

—Cuando se acercó al garaje, ¿pudo oír si el motor estaba en marcha? —le pregunté yo.

Ella movió la cabeza y se sonó la nariz.

Marino se puso en pie y se guardó la libreta de notas en el bolsillo del chaquetón. Parecía desalentado, como si la cobardía de la señora Clary y su falta de exactitud le hubieran decepcionado profundamente. A aquellas alturas, ninguno de los papeles que interpretaba me resultaba desconocido.

—Hubiera debido llamar antes —dijo Myra Clary con voz temblorosa, dirigiéndose a mí.

No respondí. Marino tenía la vista fija en la alfombra.

—No me encuentro bien. He de acostarme.

Marino sacó una tarjeta de la cartera y se la entregó.

—Si recuerda algo más que debamos saber, llámeme a este número.

—Sí, señor—respondió con voz débil—. Se lo prometo.

—¿Va a hacer la autopsia esta noche? —me preguntó Marino en cuanto se hubo cerrado la puerta de la calle.

La nieve depositada ya llegaba hasta los tobillos, y seguía cayendo.

—Por la mañana —contesté, buscando las llaves en el bolsillo del abrigo.

—¿Qué opina?

—Opino que su desacostumbrada profesión la ponía en gran peligro de encontrarse con —la persona menos indicada. También opino que su existencia solitaria, según nos la ha descrito la señora Clary, y el hecho de que abriera los regalos de Navidad anticipadamente, como parece que lo hizo, convierten el suicidio en un supuesto verosímil. Pero los calcetines limpios constituyen un problema importante.

—Ahí no se equivoca —asintió.

La casa de Jennifer Deighton estaba iluminada, y una camioneta descubierta, con cadenas en las ruedas, había aparcado en el camino de acceso al garaje. Las voces de hombres trabajando quedaban sofocadas por la nieve, y todos los coches de la calle estaban completamente blancos y con las formas redondeadas. Seguí la mirada de Marino por encima del tejado de la casa de la señorita Deighton. A varias calles de distancia, la silueta de la iglesia parecía grabada sobre un cielo gris perla, y la forma puntiaguda de la torre me recordó incómodamente un sombrero de bruja.

La arcada de la iglesia nos devolvió la mirada con lastimeros ojos vacíos cuando de súbito se encendió la luz, llenando espacios y pintando superficies de un ocre luminiscente. La arcada era un rostro serio pero afable que flotaba en la noche.

Miré de soslayo hacia la vivienda de los Clary y capté un movimiento de visillos en la ventana de la cocina.

—¡Jesús! Yo me marcho —Marino empezó a cruzar la calle.

—¿Quiere que avise a Neils para que se haga cargo del coche de la señora Deighton? —le pregunté mientras se alejaba.

—Sí —gritó—. Estaría bien.

Cuando llegué a casa, las luces estaban encendidas y de la cocina salían buenos olores. Había leños ardiendo en la chimenea y dos servicios de mesa preparados en un carrito ante el fuego. Dejé el maletín de médico sobre el sofá, miré en derredor y escuché. En el estudio, al otro lado del vestíbulo, sonaba ligeramente un rápido tecleo.

—¿Lucy? —llamé en voz alta mientras me quitaba los guantes y me desabrochaba el abrigo.

—Estoy aquí —Oí que seguía tecleando.

—¿Qué has estado haciendo?

—La cena.

Pasé al estudio, donde encontré a mi sobrina sentada ante el escritorio contemplando fijamente el monitor del ordenador. Me quedé atónita al descubrir en la pantalla el signo de la libra esterlina, símbolo de UNIX. De un modo u otro, se las había arreglado para conectarse con el ordenador de mi oficina.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté—. No te he dicho cuál es la clave que hay que marcar, el nombre de usuario, la contraseña ni nada.

—No hacía falta que me lo dijeras. Encontré el fichero que me indicó cuál es la clave, «bat». Además, tienes aquí algunos programas que llevan codificados el nombre de usuario y la contraseña, para no tener que escribirlos cada vez. Es un buen atajo, pero arriesgado. Tu nombre de usuario es Marley, y la contraseña es «cerebro».

—Eres peligrosa —Acerqué una silla.

—¿Quién es Marley? —Siguió tecleando.

—En la Facultad de Medicina nos asignaban los asientos. Marley Scates se sentó a mi lado en los laboratorios durante dos años. Ahora es neurocirujano en alguna parte.

—¿Estabas enamorada de él?

—Nunca salimos juntos.

—¿Estaba enamorado de ti?

—Haces demasiadas preguntas, Lucy. No puedes preguntarle a la gente todo lo que se te ocurra.

—Sí que puedo. Y ellos pueden no contestar.

—Es ofensivo.

—Creo que he descubierto cómo han podido acceder a tu directorio, tía Kay. ¿Recuerdas que te hablé de usuarios que venían con el software?

—Sí.

—Hay uno llamado demo que tiene privilegios básicos pero sin ninguna contraseña asignada. Sospecho que entraron por ahí, y te mostraré lo que seguramente ocurrió —Mientras hablaba, sus dedos no cesaban de volar sin pausa sobre el teclado—. Lo que ahora estoy haciendo es abrir el menú de administración del sistema para comprobar el registro de accesos. Vamos a buscar un usuario específico. En este caso, raíz. Y ahora pulsamos la g de «go» y adelante. Aquí está.—Deslizó el dedo sobre una línea que había aparecido en la pantalla.

»El dieciséis de diciembre a las cinco y seis minutos de la tarde, alguien accedió desde un dispositivo llamado t-t-y-catorce. Esa persona tenía privilegios básicos y vamos a suponer que es la persona que entró en tu directorio. No sé qué estuvo mirando, pero al cabo de veinte minutos, a las cinco y veintiséis, intentó enviar el mensaje "No lo encuentro" a t-t-y-cero-siete y lo que hizo en realidad fue crear un fichero sin darse cuenta. Terminó a las cinco treinta y dos, con lo que el tiempo total de la sesión fue de veintiséis minutos. Y, a propósito, no parece que imprimiera nada. Le he echado una mirada al registro de tareas de la impresora, que muestra qué ficheros se han impreso. No vi nada que me llamara la atención.

—A ver si lo he entendido bien. Alguien intentó enviar un mensaje de t-t-y-catorce a t-t-y-cero siete —resumí.

—Sí. Y lo he comprobado. Son dos terminales.

—¿Cómo podemos averiguar en qué despachos están esos terminales? —pregunté.

—Me sorprende que no haya una lista por aquí, en alguna parte, pero aún no la he encontrado. Si todo lo demás falla, puedes examinar los cables que van conectados a los terminales. Por lo general suelen estar marcados. Y si te interesa mi opinión particular, no creo que tu analista informática sea la espía. En primer lugar, conoce tu nombre de usuario y tu contraseña, y no habría necesitado acceder con demo. Además, como supongo que el mini está en su despacho, considero en consecuencia que utiliza el terminal del sistema.

—Así es.

—El nombre de dispositivo del terminal de tu sistema es t-t-y-b.

—Bien.

—Otra manera de averiguar quién hizo esto sería entrar a investigar en los despachos de la gente cuando no haya nadie pero el ordenador esté conectado a la red. Sólo tienes que ir a UNIX y escribir «¿Quién soy?», y el sistema te lo dirá.

Echó la silla hacia atrás y se levantó.

—Espero que vengas con hambre. Tenemos pechugas de pollo y una ensalada fría de arroz silvestre con anacardos, pimiento y aceite de sésamo. Y hay pan. ¿Funciona bien el horno?

—Son más de las once y fuera está nevando.

—No he propuesto que salgamos a cenar fuera. Sencillamente, me gustaría asar el pollo en el horno.

—¿Dónde has aprendido a cocinar? —le pregunté mientras íbamos andando hacia la cocina.

—No con mamá. ¿Por qué crees que de pequeña estaba tan gorda? Por la basura que me hacía comer. Porquerías, refrescos y pizza que sabe a cartón. Gracias a mamá tengo células grasas que me fastidiarán mientras viva. Nunca se lo perdonaré.

—Tenemos que hablar de lo de esta tarde, Lucy. Si hubieras tardado un poco más en llegar a casa, la policía habría empezado a buscarte.

—Me pasé una hora y media haciendo ejercicio y luego me di una ducha.

—Estuviste fuera cuatro horas y media.

—Tenía que comprar comestibles y alguna otra cosa.

—¿Por qué no cogías el teléfono del coche?

—Suponía que era alguien que intentaba localizarte. Además, nunca he utilizado un teléfono móvil. Ya no tengo doce años, tía Kay.

—Ya lo sé. Pero no vives aquí ni has conducido nunca por aquí. Estaba preocupada.

—Lo siento —se disculpó.

Comimos a la luz del hogar, las dos sentadas en el suelo junto al carrito. Había apagado las luces. Las llamas saltaban y las sombras danzaban como si estuvieran celebrando un momento mágico en mi vida y en la de mi sobrina.

—¿Qué quieres por Navidad? —le pregunté, y cogí el vaso de vino.

—Lecciones de tiro —respondió.

5

Lucy se quedó levantada hasta muy tarde, trabajando con el ordenador, y no la oí rebullir cuando el despertador me arrancó del sueño el lunes por la mañana temprano. Al abrir las cortinas de la ventana de mi habitación, vi plumosos copos que se arremolinaban bajo las luces del patio. Había una gruesa capa de nieve y en el vecindario no se movía nada. Tras el café y una rápida ojeada al periódico, me vestí y estaba casi en la puerta cuando volví sobre mis pasos. Daba igual que Lucy no tuviera ya doce años; no me iría sin comprobar cómo estaba.

BOOK: Cruel y extraño
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Einstein's Dreams by Alan Lightman
Shattered by Jay Bonansinga
Dylan by C. H. Admirand
Soul Hostage by Littorno, Jeffrey
The Mask of Troy by David Gibbins
The Scent of Death by Andrew Taylor
Shifted by Lily Cahill
You Again by Carolyn Scott
Mega Millions by Kristopher Mallory