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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (5 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—¿Kay Scarpetta? —sonó la voz de Grueman en el auricular.

—Sí —Cerré los ojos y, por la presión que se acumulaba tras ellos, supe que se acercaba rápidamente una borrasca.

—Nicholas Grueman al habla. He estado examinando el informe provisional sobre la autopsia del señor Waddell y tengo unas cuantas preguntas.

No dije nada.

—Me refiero a Ronnie Joe Waddell.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Empecemos por su estómago, al que califica de «casi tubular». Una descripción interesante. ¿Se trata de una expresión coloquial o de un término médico aceptado? ¿Me equivoco al suponer que el señor Waddell no comía?

—No puedo decir que no comiera nada en absoluto. Pero se le había encogido el estómago. Estaba limpio y vacío.

—¿Se le informó acaso de que el señor Waddell estuviera en huelga de hambre?

—No se me informó de nada semejante —Alcé la mirada hacia el reloj y la luz me apuñaló los ojos. Se habían terminado las aspirinas y me había dejado el anticongestivo en casa.

Oí rumor de páginas.

—Dice aquí que encontró usted abrasiones en los brazos, en el haz interno de ambos brazos —prosiguió Grueman.

—Es correcto.

—¿Y qué es, exactamente, el «haz interno»?

—La parte interior del brazo sobre la fosa antecubital.

Una pausa.

—La fosa antecubital —repitió en tono de asombro—. Bien, déjeme ver: tengo el brazo vuelto con la palma hacia arriba y estoy mirando la parte interior del codo. El lugar por donde se dobla el brazo, en realidad. Sería correcto, ¿no?, decir que el haz interno es la parte sobre la que se dobla el brazo, y que la fosa antecubital, por consiguiente, es el lugar por donde se dobla el brazo.

—Sería correcto.

—Bien, bien, muy bien. ¿Y a qué atribuye estas lesiones en los haces internos de los brazos del señor Waddell?

—Posiblemente a ataduras —respondí con irritación.

—¿Ataduras?

—Sí, como las correas de cuero que forman parte de la silla eléctrica.

—Ha dicho usted «posiblemente». ¿Posiblemente ataduras?

—Eso he dicho.

—¿Significa eso que no puede asegurarlo con certeza, doctora Scarpetta?

—Hay muy pocas cosas en la vida que puedan asegurarse con certeza, señor Grueman.

—¿Significa eso que sería razonable admitir la posibilidad de que las ataduras que causaron las abrasiones fueran de distinta naturaleza? ¿De naturaleza humana, por ejemplo? ¿Marcas producidas por manos humanas?

—Las abrasiones que encontré no corresponden a lesiones infligidas por manos humanas —respondí.

—¿Y podrían corresponder a las lesiones infligidas por la silla eléctrica, por las correas que forman parte de ella?

—Tal es mi opinión.

—¿Su opinión, doctora Scarpetta?

—No he tenido ocasión de examinar la silla eléctrica —dije secamente.

Mi respuesta fue seguida de una larga pausa, por las que Grueman era famoso en el aula cuando quería que la insuficiencia patente de un alumno quedara suspendida en el aire. Me lo imaginé cerniéndose sobre mí, con las manos unidas a la espalda y el rostro inexpresivo mientras el reloj de pared desgranaba ruidosamente los segundos. Una vez había soportado su escrutinio silencioso durante más de dos minutos mientras mis ojos recorrían precipitadamente las páginas del manual de jurisprudencia abierto ante mí. Y sentada ante mi sólido escritorio de castaño, unos veinte años más tarde, una jefa de Medicina Forense de edad madura con suficientes títulos y diplomas para empapelar una pared, sentí que empezaba a arderme la cara. Sentí la antigua cólera y humillación.

Susan entró en mi despacho justo cuando Grueman terminaba bruscamente la conversación con un «Buenos días» y colgaba el teléfono.

—Han traído el cuerpo de Eddie Heath —Llevaba la bata quirúrgica limpia y desabrochada por la espalda, y la expresión de su rostro era abstraída—. ¿Puede esperar hasta mañana?

—No —repliqué—. No puede.

Tendido en la fría mesa de acero, el muchacho parecía aún más pequeño que entre las níveas sábanas de su cama de hospital. No había arco iris en esta habitación, ni paredes o ventanas decoradas con dinosaurios y colores para alegrar el corazón de los niños. Eddie Heath había llegado desnudo, con agujas intravenosas, catéteres y vendajes todavía en su lugar. Parecían tristes restos de lo que le había retenido en este mundo y luego lo había desconectado de él, como el cordel de un globo que flotara abandonado en el aire vacío. Durante casi una hora clasifiqué lesiones y marcas de terapia mientras Susan tomaba fotografías y contestaba al teléfono.

Habíamos cerrado por dentro las puertas que daban acceso al pabellón de autopsias, y tras ellas oía el rumor de gente que bajaba en el ascensor y se dirigía hacia su casa bajo la luz menguante del crepúsculo. Por dos veces sonó el timbre de la puerta cochera, cuando llegaban los empleados de la funeraria para traernos un cadáver o llevárselo. Las heridas del hombro y el muslo de Eddie estaban secas y de un reluciente rojo oscuro.

—Dios mío —exclamó Susan, mirándolas fijamente—. Dios mío. ¿Quién puede ser capaz de hacer una cosa así? Fíjese en esos cortecitos de los bordes. Es como si hubieran hecho una maraña de cortes en todas direcciones y luego le hubieran arrancado todo el fragmento de piel.

—Eso es exactamente lo que creo que sucedió.

—¿Cree que alguien le grabó a cuchillo una especie de dibujo?

—Creo que alguien trató de tachar algo. Y cuando vio que no lo conseguía, arrancó la piel.

—¿Tachar qué?

—Nada que ya estuviera antes —respondí—. El chico no tenía tatuajes, marcas de nacimiento ni cicatrices en esas zonas. Si no había nada, quizás el asesino añadió algo y tuvo que eliminarlo para que no pudiera utilizarse como prueba.

—Algo así como marcas de mordiscos.

—Sí —concedí.

El cuerpo aún no estaba rígido por completo y se conservaba ligeramente tibio. Empecé a pasar una torunda por todas las zonas que una esponja hubiera podido pasar por alto, como axilas, pliegues glúteos, la parte posterior de los pabellones auriculares y su interior, el interior del ombligo. Recorté uñas y las guardé en sobres blancos y limpios y busqué fibras y otros residuos entre el cabello.

Susan seguía mirándome de reojo, y percibí su tensión. Finalmente, me preguntó:

—¿Está buscando algo en particular?

—Fluido seminal seco, por ejemplo.

—¿En la axila?

—Ahí, en cualquier pliegue de la piel, en cualquier orificio, donde sea.

—Normalmente no suele buscar en esos lugares.

—Normalmente no suelo buscar cebras.

—¿Qué?

—En la Facultad de Medicina teníamos un dicho: si oyes ruido de cascos, busca caballos. Pero en un caso como éste, sé que debo buscar cebras —le expliqué.

Empecé a examinar con una lupa hasta el último centímetro del cuerpo. Cuando llegué a las muñecas, le volví lentamente las manos a uno y otro lado, estudiándolas durante tanto tiempo que Susan interrumpió lo que estaba haciendo. Consulté los diagramas prendidos en la tablilla, comparando todas las marcas del cuerpo con las que yo había señalado.

—¿Dónde están sus gráficas?—Paseé la mirada en derredor.

—Aquí —Susan recogió unos impresos de encima de un mostrador.

Empecé a hojear las gráficas, concentrándome particularmente en los registros del departamento de urgencias y en el informe presentado por la patrulla de rescate. En ningún lugar se decía que Eddie Heath hubiera sido maniatado. Traté de recordar qué había dicho exactamente el sargento Trent cuando me describió lo que había visto cuando encontró el cuerpo del muchacho. ¿No había dicho que le colgaban las manos a los lados?

—¿Ha encontrado algo? —preguntó Susan por fin.

—Hay que mirar con lupa para verlo. Ahí. La parte interior de las muñecas, y ahí en la izquierda, a la izquierda del hueso de la muñeca. ¿Ves el residuo gomoso? ¿Los restos de adhesivo? Parecen manchas de suciedad grisácea.

—Casi no se ve. Y parece que hay como unas fibras pegadas —se asombró Susan, apretando el hombro contra el mío mientras miraba a través de la lente.

—Y la piel está lisa. Hay menos vello en esta zona que aquí y aquí.

—Porque al despegar el esparadrapo debió de arrancar el vello.

—Exactamente. Tomaremos vello de las muñecas como muestra. El adhesivo y las fibras pueden hacerse concordar con los trozos de esparadrapo, si es que éstos llegan a aparecer. Y si aparecen los trozos de espadrapo que utilizaron para atarlo, pueden hacerse concordar con el rollo.

—No comprendo —Se irguió y me miró—. Las sondas intravenosas estaban sujetas con esparadrapo. ¿Está segura de que no es ésta la explicación?

—No hay marcas de agujas en esta parte de la muñeca que puedan identificarse como marcas de terapia —observé—. Y ya viste lo que llevaba sujeto con cinta cuando lo trajeron. Nada que explique este adhesivo.

—Es verdad.

—Vamos a tomar unas fotografías y luego recogeré los residuos de adhesivo, a ver qué encuentran en el laboratorio.

—El cuerpo estaba en la calle, junto a un contenedor de basuras. Será una pesadilla para el laboratorio.

—Eso dependerá de si el residuo de las muñecas estuvo en contacto con el suelo o no —Empecé a raspar suavemente los residuos con el filo de un escalpelo.

—Supongo que no debieron de pasar una aspiradora por allí.

—No, estoy segura de que no lo hicieron. Pero creo que todavía podemos conseguir muestras si lo pedimos cortésmente. Por probar no se pierde nada.

Seguí examinando los delgados antebrazos y muñecas de Eddie Heath, buscando contusiones o abrasiones que hubiera podido pasar por alto, pero no hallé ninguna.

—Parece que los tobillos están bien ——dijo Susan desde el otro extremo de la mesa—. No veo rastros de adhesivo ni zonas en que haya desaparecido el vello. No hay lesiones. No parece que le ataran los tobillos con esparadrapo. Sólo las muñecas.

Podía recordar muy pocos casos en los que las ataduras de la víctima no le hubieran dejado marcas en la piel. Era evidente que el esparadrapo había estado en contacto directo con la piel de Eddie. Hubiera debido mover las manos, agitarlas, a medida que la incomodidad iba en aumento y se restringía la circulación. Pero no se había resistido. No se había debatido, ni retorcido, ni tratado de escapar.

Pensé en las gotas de sangre que había en la hombrera de la chaqueta y en el hollín y las marcas del cuello. Volví a examinar los alrededores de la boca, le miré la lengua y consulté de nuevo los informes. Si lo habían amordazado, no quedaba ninguna indicación de ello; ni abrasiones o magulladuras, ni restos de adhesivo. Me lo imaginé recostado contra el contenedor de basuras, desnudo en el intenso frío del anochecer, con la ropa amontonada a su lado, de un modo ni pulcro ni desordenado, sino despreocupado, a juzgar por la descripción que me habían dado. Cuando traté de percibir la emoción del crimen, no detecté furor, pánico ni temor.

—Le disparó antes, ¿verdad? —Los ojos de Susan estaban alerta, como los de un desconocido receloso con el que nos cruzamos en una calle oscura y solitaria—. Quien hizo esto le ató las muñecas con esparadrapo después de matarlo.

—Eso pienso.

—Pero es muy extraño —comentó—. No hay necesidad de maniatar a una persona a la que acaban de pegarle un tiro en la cabeza.

—No sabemos cuáles son las fantasías de este individuo —La sinusitis se había presentado ya y yo había caído como una ciudad sitiada. Me lloraban los ojos, y el cráneo me quedaba dos tallas pequeño.

Susan desenrolló el grueso cable eléctrico y enchufó la sierra Stryker. Insertó hojas nuevas en los escalpelos y examinó los cuchillos del carrito de quirófano. Luego desapareció en la sala de rayos X y volvió con las radiografías de Eddie, que fijó sobre la pantalla luminosa. Se afanaba de un lado a otro frenéticamente, y de pronto hizo algo que no le había ocurrido nunca: chocó violentamente con el carrito de quirófano que había estado ordenando e hizo caer dos frascos de litro llenos de formalina que se rompieron contra el suelo.

Corrí hacia ella, que retrocedió de un salto resollando, gesticulando para disipar los vapores que le envolvían la cara y esparciendo trozos de cristal por el piso a consecuencia de un resbalón que casi la hizo caer.

—¿Te ha salpicado la cara? —La cogí del brazo y la conduje precipitadamente al vestuario.

—Creo que no. No. Oh, Dios mío. Me ha mojado los pies y las piernas. Y me parece que el brazo también.

—¿Estás segura de que no te ha entrado en los ojos ni en la boca? —pregunté mientras la ayudaba a quitarse la bata verde.

—Estoy segura.

Me metí en la ducha y abrí el grifo mientras ella prácticamente se arrancaba el resto de la ropa.

La hice permanecer bajo un chorro de agua tibia durante un rato muy largo mientras yo me protegía con mascarilla, gafas de seguridad y gruesos guantes de goma. Absorbí el producto peligroso con las almohadillas para formalina que el Estado nos suministraba para emergencias bioquímicas como aquélla. Recogí los vidrios rotos, lo metí todo en bolsas.de plástico doble y las até cuidadosamente. Luego regué el suelo con una manguera, me lavé y me puse una bata limpia. Al cabo de algún rato Susan salió de la ducha, enrojecida y asustada.

—Lo siento muchísimo, doctora Scarpetta—se disculpó.

—Lo único que me preocupa eres tú. ¿Te encuentras bien?

—Me siento débil y un poco mareada. Aún sigo oliendo ese vapor.

—Ya me encargaré yo de acabar el trabajo —le dije—. ¿Por qué no te vas a casa?

—Creo que antes descansaré un ratito. Será mejor que vaya arriba, si le parece.

Mi bata de laboratorio estaba doblada sobre el respaldo de una silla. Metí la mano en el bolsillo y saqué unas llaves.

—Toma —le ofrecí—. Puedes echarte en el sofá de mi despacho. Llámame inmediatamente por el interfono si no se te pasa el mareo o si te encuentras peor.

Reapareció al cabo de una hora, con el abrigo puesto y abrochado hasta la barbilla.

—¿Cómo estás? —le pregunté mientras suturaba la incisión en forma de Y.

—Un poco temblorosa, pero bien —Me observó en silencio durante unos instantes y añadió—: Mientras estaba arriba he pensado en algo. Creo que no debería hacerme constar como testigo en este caso.

Alcé la mirada con sorpresa. Era rutinario que todos los que se hallaban presentes durante una autopsia constaran como testigos en el informe oficial. La solicitud de Susan no era muy trascendente, pero sí peculiar.

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