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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (3 page)

BOOK: Cruel y extraño
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Puse la calefacción al máximo, pero no me calentó. Por dos veces comprobé si tenía los seguros puestos. La noche adquirió una calidad surrealista, una extraña asimetría de ventanas oscuras e iluminadas, y había sombras moviéndose en las comisuras de mis ojos.

Tomamos escocés en la cocina porque se me había acabado el bourbon.

—No sé cómo puede beber esta porquería —comentó Marino, descortés.

—Sírvase usted mismo lo que le apetezca del bar —repliqué.

—Por una vez, haré el sacrificio.

No sabía cómo abordar el tema, y era evidente que Marino no pensaba facilitarme las cosas. Estaba tenso, con el rostro enrojecido. Mechones de cabello gris se le adherían al cráneo húmedo, cada vez más calvo, y fumaba sin parar un cigarrillo tras otro.

—¿Había estado antes presente en alguna ejecución? —le pregunté.

—Nunca sentí el impulso irresistible de asistir.

—Pero esta vez se ofreció voluntario, así que el impulso debió de ser bastante irresistible.

—Estoy seguro de que si le echara soda y un poco de limón a este brebaje no quedaría ni la mitad de malo.

—Si quiere que estropee un buen escocés, veré qué puedo hacer.

Empujó el vaso hacia mí y fui a abrir el frigorífico.

—Tengo zumo de lima embotellado, pero no hay limón. Registré los anaqueles.

—Ya me va bien.

Vertí unas gotas de zumo de lima en el vaso y luego añadí la Schweppes. Sin prestar atención al extraño brebaje que ingería, Marino prosiguió:

—Quizá lo haya olvidado, pero el caso de Robyn Naismith lo llevé yo. Sonny Jones y yo.

—Yo aún no estaba aquí.

—Ah, sí. Es curioso, tengo la sensación de que ha estado aquí desde siempre. Pero sabe lo que ocurrió, ¿verdad?

Yo era jefa adjunta de Medicina Forense en el condado de Dade cuando Robyn Naismith fue asesinada, y recordaba haber seguido el caso en los periódicos, y haber visto posteriormente un pase de diapositivas en un congreso nacional. La antigua Miss Virginia tenía una belleza asombrosa y una atractiva voz de contralto. Era carismática y sabía expresarse ante las cámaras. Sólo tenía veintisiete años.

La defensa adujo que Ronnie Waddell había entrado con la única intención de robar, y que Robyn tuvo la desgracia de encontrárselo en casa a su regreso de la farmacia. Se alegó que Waddell no veía la televisión y que cuando saqueó la residencia de su víctima y la atacó físicamente ignoraba por completo cómo se llamaba ésta y qué brillante futuro le esperaba. Estaba tan aturdido por las drogas, arguyó la defensa, que no sabía lo que hacía. El jurado rechazó la alegación de demencia temporal y propuso la pena de muerte.

—Sé que hubo una presión increíble para que se atrapara al asesino —le dije a Marino.

—Puñeteramente increíble. Teníamos una magnífica huella latente. Teníamos marcas de mordiscos. Teníamos tres hombres rebuscando en los archivos, mañana, tarde y noche. No sé cuántas horas dediqué a ese maldito caso. Y al final cogimos al cabrón porque iba circulando por Carolina del Norte con una pegatina de inspección técnica caducada —Hizo una pausa y sus ojos se endurecieron cuando añadió—: Claro que entonces Jones ya no estaba con nosotros. Lástima que no haya podido ver cómo Waddell se llevaba su merecido.

—¿Cree usted que Waddell tuvo la culpa de lo que le ocurrió a Sonny Jones? —pregunté.

—¿A usted qué le parece? —Eran amigos.

—Trabajamos juntos en Homicidios, íbamos a pescar juntos, estábamos en el mismo equipo de bolos.

—Sé que su muerte fue un golpe para usted.

—Sí, bueno, el caso lo agotó. Trabajaba a todas horas, sin dormir, sin parar nunca en casa, y seguro que eso no contribuyó a arreglar las cosas con su mujer. Siempre me decía que no podía soportarlo más, hasta que dejó de decirme nada. Y una noche decidió comerse la pistola.

—Lo siento —dije con voz suave—. Pero no estoy segura de que pueda echarle la culpa a Waddell.

—Tenía una cuenta pendiente con él.

—¿Y quedó saldada cuando fue testigo de su ejecución? Al principio, Marino no contestó. Miraba fijamente hacia el otro lado de la cocina, la mandíbula rígidamente apretada. Le vi fumar y apurar su bebida.

—¿Puedo tomar otro de lo mismo?

—Claro. ¿Por qué no?

Me puse en pie y repetí la misma operación mientras pensaba en las injusticias y daños que habían contribuido a formar a Marino. Había sobrevivido a una infancia mísera y sin amor en la peor zona de Nueva Jersey, y albergaba una perenne desconfianza hacia cualquiera que hubiese tenido mejor suerte. No hacía mucho que su esposa lo había dejado tras treinta años de matrimonio, y tenía un hijo del que por lo visto nadie sabía nada. A pesar de su lealtad hacia la ley y el orden y su excelente historial de servicio en la policía, no estaba en su código genético llevarse bien con la jerarquía. Al parecer, el viaje de su vida lo había llevado por un camino difícil. Temí que lo que esperaba hallar al final no fuera sabiduría y serenidad, sino ajustes de cuentas. Marino siempre estaba enfadado por algo.

—Permítame una pregunta, doctora —dijo cuando regresé a la mesa—. ¿Cómo se sentiría si atraparan a los gilipollas que mataron a Mark?

Su pregunta me cogió por sorpresa. No quería pensar en aquella gente.

—¿No hay una parte de usted que desea ver colgados a esos cabrones? —prosiguió—. ¿No hay una parte de usted que desea ofrecerse voluntaria para el pelotón de fusilamiento y apretar personalmente el gatillo?

Mark había muerto porque una bomba colocada en una papelera de la estación Victoria de Londres tuvo que estallar en el momento en que él pasaba por allí. El pesar y la conmoción me habían catapultado más allá de la venganza.

—Para mí, sería un ejercicio de futilidad proponerme castigar a un grupo de terroristas —contesté.

Marino me dirigió una mirada penetrante.

—Eso es lo que se llama una de sus famosas respuestas de mierda. Si usted pudiera, les haría la autopsia gratis. Y querría que estuvieran vivos y los rajaría muy despacito. ¿Le he contado alguna vez qué pasó con la familia de Robyn Naismith? Cogí mi vaso.

—Su padre era médico en el norte de Virginia, una excelente persona —me explicó—. A los seis meses del juicio le diagnosticaron un cáncer, y dos meses después estaba muerto. Robyn era hija única. La madre se muda a Texas, se ve mezclada en un accidente de tráfico y se pasa la vida en una silla de ruedas sin nada más que recuerdos. Waddell mató a toda la familia de Robyn Naismith. Envenenaba todas las vidas que tocaba.

Pensé en la vida que Waddell había llevado en la granja, y me pasaron por la mente imágenes de su reflexión. Me lo figuré sentado en los peldaños de un porche, mordiendo un tomate que sabía a sol. Me pregunté qué le habría pasado por la cabeza durante su último segundo de vida. Me pregunté si habría rezado.

Marino apagó un cigarrillo. Estaba pensando en marcharse.

—¿Conoce al sargento Trent, de Henrico? —le pregunté.

Joe Trent. Antes estaba en K—Nine y fue transferido a la división de investigación cuando lo ascendieron a sargento, hace un par de meses. Un poco tímido, pero está bien.

—Me ha llamado a propósito de un chico….

—¿Eddie Heath? —me interrumpió.

—No sé cómo se llama.

—Un varón blanco de unos trece años de edad. Estamos trabajando en ello. Lucky's está en la ciudad.

—¿Lucky's?

—El supermercado donde fue visto por última vez. Está en la avenida Chamberlayne, en Northside. ¿Qué quería Trent? —Marino se puso ceñudo—. ¿Le han anunciado que Heath no va a salir de ésta y quería concertar una cita con usted por adelantado?

—Quiere que examine unas lesiones insólitas, posible mutilación.

—Cristo. Cuando se trata de niños, no lo soporto —Marino echó la silla hacia atrás y se frotó las sienes—. Maldita sea. Cada vez que te libras de un sapo, aparece otro para ocupar su lugar.

Cuando Marino se fue, me senté junto a la chimenea y contemplé el brillo cambiante de las brasas en el hogar. Estaba fatigada y me invadía una tristeza opaca e implacable que no me veía capaz de expulsar. La muerte de Mark me había dejado un desgarrón en el alma. Había llegado a darme cuenta, de un modo que me pareció increíble, de hasta qué punto mi identidad estaba ligada al amor que sentía por él.

La última vez que lo vi fue el día en que partió hacia Londres y conseguimos organizarnos para compartir un almuerzo rápido en el centro antes de que él se dirigiera al aeropuerto Dulles. Lo que con mayor claridad recordaba de nuestra última hora juntos era el modo en que ambos consultábamos nuestros relojes de pulsera mientras se acumulaban nubes de tormenta y la lluvia empezaba a escupir sobre el cristal de la ventana. Mark tenía un corte en la barbilla que se había hecho al afeitarse, y más tarde, cuando conjuraba mentalmente su rostro, la imagen de aquella heridita me causaba una inexplicable desazón.

Murió en febrero, cuando terminaba la Guerra del Golfo, y, resuelta a dejar atrás el dolor, vendí la casa y me mudé a otro vecindario. Lo único que conseguí fue desarraigarme a cambio de nada, y el paisaje familiar y los vecinos que antes me ofrecían algún consuelo desaparecieron de mi vida. Redecorar la vivienda y cambiar el diseño del patio sólo sirvió para aumentar mi estrés. Todo lo que hacía conllevaba complicaciones para las que no tenía tiempo, y a veces me imaginaba a Mark meneando la cabeza.

«Para ser una persona tan lógica….», decía él con una sonrisa.

«¿Y qué harías tú? —replicaba yo mentalmente algunas noches en las que no lograba conciliar el sueño—. ¿Qué coño harías tú si estuvieras aquí en mi lugar?»

Regresé a la cocina, enjuagué el vaso y pasé al estudio para escuchar los mensajes del contestador automático. Habían llamado varios periodistas, además de mi madre y Lucy, mi sobrina. Otras tres personas habían colgado sin decir nada.

Me habría encantado tener un número que no figurase en la guía, pero no era posible. La policía, los fiscales de la Commonwealth y los cuatrocientos y pico médicos forenses de todo el Estado podían tener motivos legítimos para llamarme fuera de horas. A fin de contrarrestar esta pérdida de intimidad, utilizaba el contestador para filtrar las llamadas, y cualquiera que telefonease para dejar mensajes amenazadores u obscenos se arriesgaba a ser localizado mediante el dispositivo de Identificación de Llamadas.

Pulsé el botón de Identificación y empecé a examinar los números que se materializaban en la estrecha pantalla. Cuando encontré las tres llamadas que me interesaban, quedé perpleja y algo molesta. A aquellas alturas, el número me resultaba curiosamente familiar. En los últimos tiempos venía apareciendo en la pantalla varias veces por semana, cuando la persona que llamaba colgaba sin dejar ningún mensaje. Una vez había probado a marcar el número para ver quién contestaba y me respondió el tono agudo de lo que parecía ser un fax o un módem de ordenador. Por la razón que fuera, aquel individuo o cosa me había telefoneado tres veces entre las diez y veinte y las once de la noche, mientras yo estaba en la morgue esperando el cadáver de Waddell. No tenía ningún sentido. Las llamadas de publicidad informatizada no deberían ser tan frecuentes ni realizarse a hora tan avanzada, y si era un módem que intentaba comunicarse con otro, ¿no hubiera debido darse cuenta alguien, después de tantos intentos, de que su ordenador estaba marcando un número equivocado?

Desperté varias veces durante las escasas horas de madrugada que quedaban. Cualquier crujido o ruidito que sonara en la casa me aceleraba el pulso. Las luces rojas del cuadro de mandos de la alarma situado frente a la cama brillaban siniestras, y cuando me volvía o arreglaba las mantas, detectores de movimiento que no conectaba cuando estaba en casa me observaban en silencio con sus centelleantes ojos encarnados. Mis sueños eran extraños. A las cinco y media, encendí las luces y me vestí.

El cielo estaba oscuro y me crucé con muy poco tráfico mientras conducía hacia la oficina. El aparcamiento situado junto a la entrada de vehículos estaba vacío y sembrado de docenas de velitas de cera que me hicieron pensar en las fiestas de amor moravas y otras celebraciones religiosas. Pero aquellas velas se habían usado para protestar. Horas antes, se habían usado como armas. Ya en la planta superior, me preparé café y empecé a revisar los papeles que Fielding me había dejado preparados, con la curiosidad de averiguar qué había en el sobre que encontré en el bolsillo de Waddell. Esperaba un poema, quizás otra reflexión o una carta de su capellán.

En cambio, descubrí que lo que Waddell consideraba «sumamente confidencial» y quería que fuera enterrado con él eran recibos de caja registradora. De un modo inexplicable, cinco correspondían a peajes y otros tres a comidas, entre ellas una cena a base de pollo frito encargada en Shoney's dos semanas atrás.

2

El sargento Joe Trent habría presentado un aspecto muy juvenil de no ser por la barba y por la rala cabellera rubia que empezaba a volverse gris. Era alto y delgado, con una impecable gabardina muy ceñida a la cintura y zapatos perfectamente lustrados. Parpadeó con nerviosismo cuando nos estrechamos la mano y nos presentamos en la acera ante la entrada de urgencias del Centro Médico de Henrico. Me di cuenta de que el caso de Eddie Heath lo tenía preocupado.

—¿Le importa que hablemos aquí un minuto? —preguntó. El aliento se le condensaba ante la boca—. Es por razones de discreción.

Temblando de frío, apreté los codos contra el cuerpo mientras un helicóptero Medflight se elevaba con estrépito desde el helipuerto situado sobre un talud herboso no lejos de donde estábamos. La luna era una viruta de hielo que se derretía en el firmamento gris pizarra, y los coches del aparcamiento estaban sucios por la sal de las carreteras y las heladas lluvias de invierno. La mañana era gris y desabrida, el viento agresivo como una bofetada, y la naturaleza del asunto que me había llevado allí hacía que percibiera todo esto intensamente. Si la temperatura aumentara de pronto en veinte grados y el sol comenzara a brillar, no creo que hubiera podido sentir calor.

—Este asunto es muy preocupante, doctora Scarpetta —dijo parpadeando—. Creo que estará de acuerdo conmigo en que no deben divulgarse los detalles.

—¿Qué puede decirme del muchacho? —le pregunté.

—He hablado con su familia y con varias personas que lo conocen. Por lo que he podido averiguar, Eddie Heath es un muchacho de lo más normal: le gustan los deportes, reparte periódicos, nunca ha tenido problemas con la policía. Su padre trabaja en la compañía telefónica y su madre cose por encargo en su propia casa. Anoche, por lo visto, su madre necesitaba una lata de crema de champiñones para un guiso que estaba preparando para la cena y le pidió a Eddie que fuera a comprarla al supermercado Lucky's.

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