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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (4 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—Ese supermercado, ¿está lejos de su casa? —quise saber.

—A un par de calles, y Eddie ha ido a comprar allí muchas veces. Los dependientes lo conocen por su nombre.

—¿A qué hora fue visto por última vez?

—Hacia las cinco y media de la tarde. Estuvo en la tienda unos minutos y se marchó.

—Ya debía de haber oscurecido —observé.

—Sí, había oscurecido —Trent se quedó mirando el helicóptero al que la distancia convertía en una libélula blanca que palpitaba suavemente entre las nubes—. Aproximadamente a las ocho y media, un policía que hacía la ronda por el callejón que bordea por detrás los edificios de la avenida Patterson encontró al muchacho recostado contra un contenedor de basuras.

—¿Tiene alguna fotografía?

—No, señora. Cuando el agente comprobó que el muchacho aún vivía, su máxima prioridad fue buscar ayuda. No hay fotos. Pero tengo una descripción bastante minuciosa basada en las observaciones del agente. El chico estaba desnudo, sentado con la espalda erguida, las piernas extendidas, los brazos a los lados y la cabeza caída hacia delante. La ropa estaba en el suelo a su lado, en un montón relativamente ordenado, junto con una bolsa que contenía una lata de crema de champiñones y una barra de Snickers. La temperatura exterior era de dos grados bajo cero. Creemos que cuando lo encontraron debía de llevar allí entre unos minutos y media hora.

Una ambulancia se detuvo junto a nosotros. Hubo ruido de portazos y chirridos de metal mientras los enfermeros desplegaban apresuradamente las patas de una camilla sobre la que yacía un anciano y la empujaban hacia las puertas de cristal. Los seguimos y anduvimos en silencio por un luminoso pasillo aséptico lleno de ajetreado personal médico y pacientes aturdidos por las desgracias que los habían llevado allí. Mientras el ascensor nos conducía al tercer piso, me pregunté qué residuos de evidencia habrían sido lavados del cuerpo y arrojados a la basura.

—¿Y la ropa? ¿Se encontró alguna bala? —le pregunté a Trent cuando se abrieron las puertas del ascensor.

—Tengo la ropa en el coche y la dejaré esta tarde en el laboratorio. La bala sigue en el cerebro. Aún no han empezado con eso. Espero que lo hayan desinfectado bien.

La unidad pediátrica de cuidados intensivos estaba al final de un pasillo inmaculado, los paneles de cristal de las dobles puertas de madera cubiertos con un simpático papel de dinosaurios. En el interior, arco iris decoraban las paredes azul celeste, y había móviles con figuras de animales sobre las camas hidráulicas de las ocho habitaciones dispuestas en semicírculo en torno al puesto de las enfermeras. Tras los monitores de ordenador había tres mujeres jóvenes, una de ellas escribiendo algo en el teclado, otra hablando por teléfono. Una morena esbelta vestida con una chaqueta de pana roja y un jersey de cuello alto se identificó como enfermera jefe cuando Trent explicó por qué estábamos allí.

—El médico que lo atiende todavía no ha llegado —se disculpó.

—Sólo queremos examinar las lesiones de Eddie. No tardaremos mucho —dijo Trent—. ¿La familia sigue con él?

—Han estado con él toda la noche.

La seguimos bajo la suave luz artificial, pasando ante camillas con ruedas y bombonas verdes de oxígeno que no estarían aparcadas ante las habitaciones de niños y niñas si el mundo fuera como debería ser. Cuando llegamos al cuarto de Eddie, únicamente entró la enfermera, que cerró la puerta tras de sí casi por completo.

—Sólo serán unos minutos —oí que les decía a los Heath—. Mientras lo examinamos.

—¿Qué clase de especialista es esta vez? —preguntó el padre con voz insegura.

—Una doctora que sabe mucho de heridas. Es una especie de cirujano de la policía —La enfermera se abstuvo diplomáticamente de decirles que era una forense, o peor aún, una especialista en autopsias.

Tras una pausa, el padre observó en voz baja:

—Ah. Es por las pruebas judiciales.

—Sí. ¿No les apetece un café? ¿Quizás algo de comer? Los padres de Eddie Heath salieron de la habitación, los dos considerablemente obesos y con la ropa muy arrugada por haber dormido con ella puesta. Tenían el aire acongojado de personas sencillas e inocentes a las que les han dicho que el mundo está a punto de acabarse, y cuando nos miraron de soslayo con ojos fatigados deseé poder decirles algo que lo desmintiera o, al menos, que los consolara un poco. Las palabras de condolencia murieron en mi garganta mientras la pareja se alejaba con paso lento.

Eddie Heath yacía inmóvil, la cabeza envuelta en vendas, con un respirador que enviaba aire a sus pulmones mientras fluidos diversos goteaban hacia sus venas. Tenía la tez lechosa y lampiña, y, a la escasa luz de la habitación, la fina membrana de sus párpados era de un leve azul magullado. Deduje el color de sus cabellos por las cejas de un rubio rojizo. Aún no había dejado atrás esa frágil etapa, justo antes de la pubertad, en la que los muchachos tienen labios carnosos, son bellos y cantan con mayor dulzura que sus hermanas. Los antebrazos eran delgados, y pequeño el cuerpo cubierto por la sábana. Sólo las manos quietas y desproporcionadamente grandes, sujetas por sondas intravenosas, correspondían a su incipiente género. Parecía menor de trece años.

—La doctora necesita ver las superficies del hombro y la pierna —le indicó Trent a la enfermera en voz baja.

Ésta cogió dos paquetes de guantes, uno para ella y otro para mí, y nos los pusimos. El chico estaba desnudo bajo la sábana, con mugre en los pliegues de la piel y suciedad bajo las uñas. A los pacientes inestables no se los puede lavar a fondo.

Trent se puso en tensión cuando la enfermera retiró el vendaje de las heridas.

—¡Dios! —exclamó entre dientes—. Aún parece peor que anoche. ¡Jesús!— Meneó la cabeza y retrocedió un paso.

Si alguien me hubiera dicho que al muchacho lo había atacado un tiburón, habría podido creerlo de no ser por la limpieza de los cortes, que obviamente habían sido infligidos con un instrumento agudo y rectilíneo, como un cuchillo o una navaja de afeitar. Del hombro derecho y de la parte interior del muslo derecho le habían extirpado pedazos de carne del tamaño de unas coderas. Abrí mi maletín, saqué una regla y medí las heridas sin tocarlas, y a continuación tomé fotografías.

—¿Ve los cortes y arañazos de los bordes? —señaló Trent—. Es lo que le decía. Es como si le hubieran grabado una especie de dibujo en la piel y luego lo hubieran arrancado todo.

—¿Ha encontrado desgarros anales? —le pregunté a la enfermera.

—Cuando le tomé la temperatura rectal no advertí ningún desgarro, y nadie le vio nada extraño en la boca ni en la garganta cuando lo intubaron. También comprobé si había fracturas antiguas o magulladuras.

—¿Y tatuajes?

—¿Tatuajes? —preguntó, como si nunca hubiera visto ninguno.

—Tatuajes, marcas de nacimiento, cicatrices. Cualquier cosa que alguien haya podido extirpar por el motivo que fuera.

—No tengo ni idea—dijo la enfermera, dubitativa.

—Iré a preguntárselo a sus padres —Trent se enjugó el sudor de la frente.

—Puede que estén en la cafetería.

—Los encontraré —aseguró, dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Qué dicen los médicos? —le pregunté a la enfermera.

—Su estado es crítico, y no responde —Declaró lo evidente sin muestras de emoción.

—¿Puedo ver por dónde entró la bala?

Aflojó los extremos de la venda que le cubría la cabeza y apartó las gasas hasta dejar al descubierto un minúsculo agujero negro con el borde chamuscado. La herida estaba en el parietal derecho, ligeramente inclinada hacia delante.

—¿Le atraviesa el lóbulo frontal? —inquirí.

—Sí.

—¿Han hecho una angiografía?

—No hay circulación en el cerebro, debido a la inflamación. No hay actividad electro encefálica, y cuando le pusimos agua fría en los oídos no hubo actividad calórica. No manifestó ningún potencial cerebral.

Permanecía de pie al otro lado de la cama, con las manos enguantadas colgando a los costados mientras me narraba con expresión desapasionada las diversas pruebas realizadas y maniobras inducidas para reducir la presión intracraneal. Yo había pasado lo mío en salas de urgencias y unidades de cuidados intensivos y sabía muy bien que es más fácil mostrar frialdad clínica con un paciente al que nunca has visto despierto. Y Eddie Heath no lo volvería a estar jamás. Había perdido el córtex. Había perdido aquello que lo hacía humano, que le hacía pensar y sentir, y no lo recobraría nunca. Permanecían sus funciones vitales, tenía el cerebelo. Era un cuerpo que respiraba, con un corazón que latía, mantenido de momento por máquinas.

Empecé a buscar lesiones defensivas. Con la atención concentrada en esquivar las sondas, no me di cuenta de que le cogía la mano hasta que me sobresaltó al darme un apretón.

Esta clase de movimientos reflejos no es infrecuente en personas corticalmente muertas. Es el equivalente del bebé que te aprieta el dedo; un reflejo que no implica en absoluto ningún proceso mental. Le solté la mano con suavidad y respiré hondo, esperando que pasara la aflicción.

—¿Ha encontrado algo? —quiso saber la enfermera.

—Es difícil mirar con todas estas sondas —respondí. Volvió a colocar los vendajes y alzó la sábana hasta la barbilla del muchacho. Yo me quité los guantes y los eché al cubo de los desperdicios al tiempo que entraba el sargento Trent, con ojos algo desencajados.

—No tenía tatuajes —anunció casi sin aliento, como si hubiera ido a la cafetería y regresado a todo correr—. Ni tampoco marcas de nacimiento o cicatrices.

A los pocos minutos caminábamos hacia el aparcamiento. El sol asomaba y se ocultaba, y en el aire flotaban diminutos copos de nieve. Entornando los ojos, me giré de cara al viento y contemplé el intenso tráfico de la avenida Forest. Algunos de los coches llevaban coronas de Navidad colgadas en la rejilla del radiador.

—Creo que haría bien en prepararse para la posibilidad de que muera—le aconsejé.

—Si lo hubiera sabido, no la habría molestado haciéndola venir hasta aquí. ¡Qué frío hace, maldita sea!

—Hizo usted exactamente lo que debía. Dentro de unos días, las heridas habrán cambiado.

—Dicen que todo diciembre va a ser así. Frío polar y mucha nieve —Bajó la mirada hacia el suelo—. ¿Tiene usted hijos?

—Tengo una sobrina—respondí.

—Yo tengo dos chicos. Uno de ellos tiene trece años.

Saqué las llaves.

—He dejado el coche allí —le indiqué.

Trent asintió con un gesto y me siguió. Se quedó mirando en silencio cómo abría el Mercedes. Sus ojos estudiaron todos los detalles del interior de cuero mientras yo me instalaba ante el volante y me abrochaba el cinturón. Contempló el automóvil de arriba abajo como si estuviera admirando a una mujer hermosa.

—¿Y la piel que falta? —preguntó—. ¿Había visto alguna vez una cosa parecida?

—Es posible que tengamos que vérnoslas con alguien inclinado al canibalismo —contesté.

Regresé a la oficina y examiné el contenido del buzón, marqué con mis iniciales un fajo de informes de laboratorio, llené una taza con el alquitrán líquido que quedaba al fondo de la cafetera y no hablé con nadie. Rose apareció tan sigilosamente cuando me sentaba ante el escritorio que habría tardado en advertir su presencia si no hubiera dejado un recorte de prensa sobre otros varios que ya había colocado antes en el centro del secante.

—Parece cansada —observó—. ¿A qué hora ha venido esta mañana? Al llegar he encontrado café hecho y ya se había marchado usted a alguna parte.

—En Henrico tienen un caso duro —le expliqué—. Un chico que seguramente acabará aquí.

—Eddie Heath.

—Sí —reconocí, perpleja—. ¿Cómo lo sabes?

—Sale en el periódico —respondió Rose, y me di cuenta de que se había cambiado las gafas por unas nuevas que conferían a su rostro patricio una expresión menos altanera.

—Me gustan tus gafas —le dije—. Te quedan mucho mejor que aquella montura Ben Franklin apoyada en la punta de la nariz. ¿Qué dice de él el periódico?

—No mucho. El artículo sólo decía que lo encontraron cerca de la avenida Patterson y que le habían pegado un tiro. Si mi hijo aún fuera joven, no le dejaría que saliera a repartir periódicos.

—Eddie Heath no estaba repartiendo periódicos cuando lo atacaron.

—Da lo mismo. No se lo permitiría, tal como está el mundo. Vamos a ver… —Se apoyó un dedo en un lado de la nariz—. Fielding está abajo haciendo una autopsia y Susan ha salido a entregar unos cerebros a la Facultad de Medicina para que los examinen. Aparte de eso, no ha habido ninguna novedad mientras estaba fuera, excepto que se nos ha estropeado el ordenador.

—¿Sigue parado?

—Me parece que Margaret está en ello y ya casi ha terminado—dijo Rose.

—Bien. Cuando vuelva a funcionar, quiero que me haga una búsqueda. Los códigos a localizar deben ser corte, mutilación, canibalismo, marcas de mordeduras. Quizás una búsqueda en formato libre de las palabras escisión, piel, carne, en cualquier variedad de combinaciones. Podría probar también con descuartizamiento, pero en realidad no creo que sea eso lo que estamos buscando.

—¿En qué parte del Estado y en qué período de tiempo? —Rose iba tomando notas.

—Todo el Estado en los últimos cinco años. Me interesan sobre todo los casos relacionados con niños, pero no nos limitemos exclusivamente a ellos. Y pídele a Margaret que mire qué tienen en el Registro de Traumatismos. El mes pasado hablé con su director en una reunión y parecía más que dispuesto a intercambiar datos.

—¿Quiere decir que también debemos comprobar las víctimas que sobrevivieron?

—Si podemos, Rose. Comprobémoslo todo y veamos si aparece algún caso similar al de Eddie Heath.

—Se lo diré a Margaret ahora mismo, a ver si puede empezar ya—dijo mi secretaria de camino hacia la puerta. Empecé a examinar los artículos que había recortado de diversos periódicos de la mañana. No me sorprendió en absoluto constatar que se concedía una gran importancia a la hemorragia que Ronnie Waddell había sufrido, supuestamente por «los ojos, la nariz y la boca». La sección local de Amnistía Internacional proclamaba que su ejecución no había sido menos inhumana que cualquier otro homicidio. Un portavoz de la Asociación Pro Derechos Civiles apuntaba la posibilidad de que la silla eléctrica «hubiera funcionado de un modo incorrecto, haciendo sufrir horriblemente a Waddell», y a continuación comparaba el incidente con aquella ejecución realizada en Florida en la que unas esponjas sintéticas que se utilizaban por primera vez habían hecho que se le quemara el cabello al reo. Guardé los recortes en la carpeta del expediente de Waddell y traté de imaginar qué conejos pugilistas se sacaría esta vez del sombrero su abogado, Nicholas Grueman. Nuestras confrontaciones, aunque infrecuentes, se habían vuelto previsibles. Su verdadero objetivo, casi había llegado a creérmelo, consistía en impugnar mi competencia profesional y, en general, hacerme sentir como una estúpida. Pero lo que más me molestaba era que Grueman no parecía recordar que había sido alumna suya en Georgetown. Por su culpa había detestado mi primer curso en la Facultad de Derecho, había obtenido mi único notable y me había quedado fuera de la Revista de leyes. Nunca olvidaría a Nicholas Grueman por mucho que viviera, y no parecía justo que él se hubiera olvidado de mí. Tuve noticias suyas el jueves, no mucho después de saber que Eddie Heath había muerto.

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