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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (12 page)

BOOK: Cruel y extraño
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Por desgracia, hablaba en serio.

—Tal vez me indiquen algo sobre el estado mental en que se hallaba antes de morir—añadí.

—Ningún problema. Haré que Documentos compruebe si hay huellas y luego se los entregaré a usted. Y creo que Documentos también debería echarle un vistazo al papel —decidió, señalando la hoja de papel en blanco que había sobre la cama.

—Exacto —apuntó Lucero en tono de chanza—. Quizás escribió una nota de suicidio con tinta invisible.

—Venga —me dijo Marino—. Quiero enseñarle un par de cosas.

Me condujo a la sala de estar, donde un árbol de Navidad artificial se acurrucaba en un rincón, doblado por la abundancia de vistosos adornos y estrangulado por cintas, luces e hilos de oro y plata. Agrupadas al pie había cajas de dulces y quesos, sales de baño, un frasco de cristal lleno de lo que parecía té aromatizado y un unicornio de cerámica con resplandecientes ojos azules y cuerno dorado. La alfombra de pelo dorado, sospeché, explicaba la procedencia de las fibras que había descubierto en la planta de los calcetines que Jennifer Deighton llevaba puestos y debajo de las uñas.

Marino se sacó del bolsillo una linterna pequeña y se puso en cuclillas.

—Fíjese —me invitó.

Me agazapé a su lado y vi que el haz de luz iluminaba minúsculas lentejuelas metálicas y un trozo de fino cordón dorado enterrado entre el espeso pelo de la alfombra junto a la base del árbol.

—Cuando llegué, lo primero que hice fue mirar si tenía regalos bajo el árbol —explicó Marino, apagando la linterna—. Es obvio que los abrió anticipadamente. Y el papel de envolver y las tarjetas fueron a parar directamente a la chimenea. Está llena de cenizas de papel, y aún quedan algunos pedazos de papel metálico sin quemar. La señora de la casa de enfrente dice que anoche vio salir humo por la chimenea justo antes de que oscureciera.

—¿Es la misma vecina que avisó a la policía? —quise saber.

—Sí.

—¿Por qué?

—Eso no lo tengo claro. He de hablar con ella.

—Cuando lo haga, trate de averiguar algo sobre el historial médico de la difunta, si tenía problemas psiquiátricos, etcétera. Me gustaría saber quién es su médico.

—Iré a verla dentro de unos minutos. Puede venir conmigo y preguntárselo usted misma.

Pensé en Lucy, que me esperaba en casa, y seguí absorbiendo detalles. En el centro de la sala, mis ojos se posaron sobre cuatro pequeñas hendiduras cuadradas en la alfombra.

—Yo también me he fijado —dijo Marino—. Parece que alguien trajo aquí una silla, probablemente del comedor. Alrededor de la mesa del comedor hay cuatro sillas, todas con las patas cuadradas.

—Otra cosa que podría hacer —reflexioné en voz alta es examinar el vídeo. Ver si lo había programado para grabar algo. Eso podría decirnos algo más sobre la víctima.

—Buena idea.

Abandonamos la sala y pasamos al comedor, de reducidas dimensiones, con una mesa de roble y cuatro sillas de respaldo recto. La alfombra extendida sobre el suelo de madera era nueva, o bien se pisaba muy rara vez.

—Por lo visto, la habitación donde más vida hacía era ésta —comentó Marino mientras cruzábamos un pasillo y entrábamos en lo que a todas luces era una oficina.

El cuarto estaba atestado con todos los aparatos y accesorios necesarios para llevar un pequeño negocio, incluso un fax, que examiné de inmediato. Estaba apagado, conectado por un solo cable a un enchufe de pared. Observé la habitación con más detenimiento mientras crecía mi perplejidad. Un ordenador personal, una máquina de franquear cartas, impresos varios y sobres cubrían por completo una mesa y el escritorio. Enciclopedias y libros sobre parapsicología, astrología, signos del zodíaco y religiones orientales y occidentales llenaban las estanterías. Advertí varias traducciones distintas de la Biblia y docenas de libros de contabilidad con fechas inscritas en el lomo.

Junto a la máquina de franquear había un montón de lo que parecían formularios de suscripción, y cogí uno de ellos. Por trescientos dólares anuales, el suscriptor podía telefonear hasta una vez al día y Jennifer Deighton dedicaría hasta tres minutos a leerle su horóscopo, «basado en detalles personales, como la alineación de los planetas en el momento del nacimiento». Por doscientos dólares más, se tenía derecho a «una lectura semanal». Contra el pago del importe, el suscriptor recibiría una tarjeta con un código de identificación que sólo sería válido mientras siguiera pagando las cuotas anuales.

—Vaya mierda—me dijo Marino.

—Supongo que vivía sola.

—Eso parece, de momento. Una mujer sola metida en un negocio como éste… Una manera condenadamente buena de atraer la atención de quien no debía.

—Marino, ¿sabe cuántas líneas de teléfono tenía?

—No. ¿Por qué?

Le hablé de las extrañas llamadas que había estado recibiendo: Él me miraba fijamente y mientras me escuchaba contraía los músculos de las mandíbulas.

—He de saber si el fax y el teléfono están en la misma línea —concluí.

—¡Caray!

—Si es así, y si tenía el fax conectado la noche que marqué el número que apareció en la pantalla de Identificación de Llamadas —añadí—, eso explicaría los sonidos que oí.

—¡Carajo! —exclamó, mientras se apresuraba a sacar la radio portátil del bolsillo de su chaquetón—. ¿Por qué diablos no me lo dijo antes?

—No quería mencionarlo delante de otras personas.

Se acercó la radio a los labios.

—Siete-diez —A continuación, se volvió hacia mí—. Si le preocupaban las llamadas, ¿por qué ha esperado todas estas semanas para decírmelo?

—Entonces no me preocupaban tanto.

—Siete-diez —crepitó la voz del agente por la radio.

—Diez-cinco ocho-veintiuno.

El agente encargado de los mensajes envió una llamada general al 821, el código del inspector.

—Necesito que marque el número que voy a darle —dijo Marino cuando se puso en contacto el inspector.

—Adelante.

Marino le dictó el número de Jennifer Deighton y conectó el fax. A los pocos instantes, el aparato empezó a emitir una serie de timbrazos, pitidos y otros lamentos.

—¿Responde eso a su pregunta? —quiso saber Marino.

—Responde a una pregunta, pero no a la pregunta más importante —contesté.

La vecina de enfrente que había avisado a la policía se llamaba Myra Clary. Acompañé a Marino hasta una casa pequeña de paredes de aluminio, con un Santa Claus de plástico iluminado en el jardín delantero y lucecitas colgadas de los bojes. Marino acababa apenas de pulsar el timbre cuando se abrió la puerta y la señora Clary nos invitó a pasar sin preguntar quiénes éramos. Se me ocurrió que seguramente nos había estado observando desde una ventana.

Nos condujo a una salita deprimente donde encontramos a su marido encogido ante el fuego eléctrico, una manta de viaje sobre sus piernas larguiruchas, la vacua mirada fija en un hombre que se lavaba con jabón desodorante en la pantalla del televisor. El penoso efecto de los años se manifestaba en todos los detalles. La tapicería estaba raída y sucia allí donde había entrado repetidamente en contacto con la carne humana. La madera estaba deslustrada por incontables capas de cera, los grabados de las paredes amarilleaban tras cristales polvorientos. El olor aceitoso de un millón de comidas preparadas en la cocina y consumidas en bandeja ante el televisor impregnaba el aire.

Marino explicó por qué estábamos allí mientras la señora Clary se movía nerviosa de un lado a otro, quitaba periódicos del sofá, bajaba el volumen del televisor y llevaba a la cocina los platos sucios de la cena.

Su marido, la cabeza temblorosa sobre un cuello como un tallo vegetal, no se aventuró a salir de su mundo interior. La enfermedad de Parkinson hace que la máquina se sacuda con violencia justo antes de fallar, como si supiese lo que le espera y protestase de la única forma a su alcance.

—No, no necesitamos nada —respondió Marino cuando la señora Clary nos ofreció comida y bebida—. Siéntese y procure tranquilizarse. Sé que hoy ha sido un día muy duro para usted.

—Me dijeron que estaba en el coche respirando todos esos gases. Oh, Dios —exclamó—. El cristal de la ventana quedó completamente ahumado, como si se hubiera incendiado el garaje. Cuando lo vi, supe que había pasado lo peor.

—¿Quién se lo dijo? —preguntó Marino.

—La policía. Después de llamarles, estuve mirando si venían. Cuando llegaron, salí en seguida para ver si Jenny estaba bien.

La señora Clary no podía sentarse quieta en el sillón de orejas situado frente al sofá en que Marino y yo nos habíamos acomodado. Los cabellos grises se le escapaban del moño que llevaba en lo alto de la cabeza, el rostro tan arrugado como una manzana seca, los ojos hambrientos de información y encendidos de miedo.

—Sé que ya ha hablado antes con la policía —dijo Marino, acercándose el cenicero—, pero quiero que nos lo cuente todo, con pelos y señales. Para empezar, ¿cuándo vio a Jennifer Deighton por última vez?

—La vi el otro día…

Marino la interrumpió.

—¿Qué día?

—El viernes. Recuerdo que sonó el teléfono y fui a la cocina a contestarlo y la vi por la ventana. Venía con el coche.

—¿Aparcaba siempre en el garaje?—pregunté yo.

—Siempre, sí.

—¿Y ayer? —dijo Marino—. ¿La vio ayer en el coche?

—No, no la vi. Pero salí a recoger el correo. Era tarde; en esta época del año siempre suele ocurrir. Dan las tres y las cuatro de la tarde y aún no han repartido el correo. Supongo que sería cerca de las cinco y media, quizás un poco más, cuando se me ocurrió ir a ver si ya había pasado el cartero. Estaba oscureciendo y vi que salía humo por la chimenea de Jenny.

—¿Está segura de eso? —insistió Marino.

La mujer asintió con la cabeza.

—Oh, sí. Recuerdo que pensé que era una buena noche para encender un fuego. Pero los fuegos eran tarea de Jimmy. Nunca me explicó cómo se hacía, comprendan. Cuando algo se le daba bien, era cosa suya. Así que renuncié a hacer fuego e hice instalar una de esas estufas eléctricas que imitan unos leños encendidos.

Jimmy Clary estaba mirándola. Me pregunté si entendería lo que ella estaba diciendo.

—Me gusta cocinar —prosiguió la señora Clary—. En esta época del año hago mucha repostería. Hago pasteles dulces y se los doy a los vecinos. Ayer quería llevarle uno a Jenny, pero me gusta llamar antes. Es difícil saber si alguien está en casa, sobre todo cuando guardan el coche en el garaje. Y si dejas el pastel en la puerta, seguro que se lo come alguno de los perros que hay en el barrio. Así que la llamé por teléfono y me contestó una cinta grabada. Estuve probando todo el día, pero no pude hablar con ella y, si quieren que les diga la verdad, estaba un poco preocupada.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Tenía problemas de salud o de otra índole, que usted supiera?

—El colesterol alto. Mucho más de doscientos, me dijo una vez. Y la presión también alta. Me dijo que le venía de familia.

Yo no había visto ningún medicamento en casa de Jennifer Deighton.

—¿Sabe quién era su médico?

—No me acuerdo. De todas formas, Jenny creía en la medicina natural. Me dijo que cuando no se encontraba bien solía meditar.

—Parece que se llevaban ustedes bastante bien —observó Marino.

La señora Clary se estiraba la falda, las manos como niños hiperactivos.

—Me paso todo el día en casa menos cuando salgo a comprar —Miró de soslayo a su marido, que estaba de nuevo absorto en el televisor—. De vez en cuando voy a verla, ya comprenden, como buena vecina, quizá para llevarle algo que acabo de preparar.

—¿Era una persona sociable? —quiso saber Marino—. ¿Recibía muchas visitas?

—Bueno, ya saben que trabajaba en casa. Creo que llevaba casi todos sus asuntos por teléfono. Pero a veces veía entrar a alguien.

—¿Alguien a quien usted conociera?

—No, que yo recuerde.

—¿Vio si anoche recibió alguna visita? —preguntó Marino.

—No vi nada.

—¿Y cuando salió a buscar el correo y vio salir humo por la chimenea? ¿Tuvo la sensación de que la señora Deighton podía estar acompañada?

—No vi ningún coche. Nada que hiciera suponer que podía tener compañía.

Jimmy Clary se había quedado dormido. Estaba babeando.

—Ha dicho que trabajaba en casa —intervine—. ¿Sabe a qué se dedicaba?

La señora Clary fijó en mí sus grandes ojos. Se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—Sé qué decía la gente.

—¿Y qué decía la gente? —insistí.

Ella frunció los labios y meneó la cabeza.

—Señora Clary—dijo Marino—. Todo lo que diga puede servirnos de ayuda. Sé que quiere colaborar.

—Un par de calles más allá hay una iglesia metodista. Se ve de lejos. El campanario está iluminado de noche, lo ha estado siempre desde que construyeron la iglesia hace tres o cuatro años.

—Vi la iglesia al pasar—reconoció Marino—. Pero, ¿qué tiene eso que ver con…?

—Bueno —le interrumpió—. Jenny se instaló aquí creo que a principios de septiembre. Y nunca he podido explicármelo. La luz del campanario. Fíjense cuando vuelvan a casa. Naturalmente… —Hizo una pausa, con expresión decepcionada—. Puede que ya no lo haga más.

—Que no haga, ¿qué? —le interrogó Marino.

—Apagarse y volverse a encender. La cosa más extraña que he visto nunca. En un momento dado está encendida y cuando vuelves a mirar por la ventana está todo tan oscuro como si la iglesia no existiera. Luego, al cabo de un momento vuelves a mirar, la luz está encendida como siempre. Lo he comprobado. Un minuto encendida, dos apagada, tres encendida otra vez. Aunque a veces está una hora seguida sin apagarse. Es completamente imprevisible.

—¿Y qué tiene eso que ver con Jennifer Deighton? —pregunté.

—Recuerdo que la cosa empezó no mucho después de que ella llegara aquí, unas semanas antes de que a Jimmy le diera el ataque. Era una noche fría, así que fue a encender la chimenea. Yo estaba en la cocina fregando los platos y desde la ventana veía el campanario iluminado como siempre. Jimmy entró a prepararse una bebida y yo le dije: «Ya sabes lo que dice la Biblia de embriagarse con el Espíritu y no con vino.» Él me contestó: «No es vino, sino bourbon. La Biblia no dice ni una palabra sobre el bourbon.» Y apenas lo había dicho cuando se apagaron las luces del campanario. Fue como si la iglesia hubiera desaparecido de golpe, y le dije: «Ya lo ves. La Palabra del Señor. Eso es lo que opina de ti y de tu bourbon.»

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