Cruzada (64 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

No era difícil entenderlo al observar el panel de éter. El grueso de las flotas seguía disperso a varios kilómetros y no nos tendría a tiro hasta que llegásemos al puerto, pero llevándoles la delantera iba la demoníaca pareja del
Teocracia
y el
Estrella Sombría,
que acortaban distancias a toda prisa.

―Hemos logrado algo que nadie creía posible ―señaló Ravenna con lentitud―. El Dominio y el consejo han encontrado algo a lo que temen lo bastante para dejar de lado su enemistad. Supongo que es todo un logro, en cierto modo.

Como todavía estaba conectado en el panel, no pude ver su expresión al decirlo, y el tono de su voz no delató si hablaba con su antigua frialdad o con resignación.

Miré hacia atrás con los sensores, intentando calcular si llegaríamos a tierra a tiempo. Entonces, de pronto, apareció la imagen de otra nave junto a nosotros, arrastrando una nube oscura a su paso. ¡Por Thetis, en menos de un minuto nos tendría a tiro!

Pero el intruso no cambió de rumbo, navegaba casi en línea recta como si pretendiese embestir a nuestros perseguidores, despidiendo todo el tiempo una nube negra... ¿De qué?

Ninguno de los dos bandos abrió fuego. En cambio, todos viraron para permitir el paso al recién llegado. Una medida sin duda práctica, pues de otro modo el choque habría sido casi seguro. Supuse que existiría algún intercambio de mensajes por el intercomunicador, pero nosotros estábamos demasiado lejos para oírlos.

Sólo entonces, con el recién llegado casi a dos kilómetros por detrás de nuestros atacantes, comprendí qué era lo que despedía. Como si fueran cables lanzados desde su popa, una inmensa nube de algas flotantes llenó las aguas justo detrás de los que iban en cabeza.

Cuando las dos flotas se percataron de lo que sucedía, ya era muy tarde. A medida que las algas los rodeaban volviendo el agua de un tono verdoso, las mantas aminoraron la velocidad, envueltos en miles y miles de ramas que, nadando en las brillantes aguas, acabaron impregnándose con total firmeza en los cascos.

Huyendo de la artillería, fuera del alcance de las pocas armas en actividad que le quedaban a las mantas, la Aegeta viró en dirección a Tandaris. Oí entonces en el intercomunicador la triunfante voz de Vespasia, deseándonos buena suerte y anunciando que se reuniría con nosotros en la ciudad.

Con sus compañeros férreamente atascados entre las algas, el
Teocracia
y el
Estrella Sombría
pasaron a ser nuestros únicos perseguidores.

CAPITULO XXXII

Escalamos desde el puerto hasta la zona donde la roca del Aerolito se alzaba como un centinela sobre la parte alta de la ciudad. Bañadas por el cálido brillo del sol de la tarde, las blancas casas de Tandaris se agrupaban en las colmas ante nosotros. Veíamos también otros colores, como el azul cobalto y el verde de las palmeras, pero el rojo de la mayor parte de los edificios lo dominaba todo. Custodiando el ágora estaba el templo, el único edificio de la ciudad que podía ser pintado totalmente de ese color.

Me detuve para tomar aire a pocos metros de la muralla, el último punto desde donde podría ver íntegra la ciudad antes de que el saliente rocoso que teníamos enfrente la ocultase a nuestros ojos. Me volví, esperando a que llegasen los demás. En las olas que había detrás de nosotros resaltaba el humo negro de la
Apóstata
ardiendo, una especie de faro visible desde varios kilómetros de distancia a cielo abierto. En el mar, dos sombras en forma de V avanzaban ominosas en dirección al puerto submarino, aún navegando paralelas pese a ser enemigas entre sí. Ahora ya casi habían llegado, apenas retrasadas por la danza a la que Palatina había conseguido llevarlas antes de que abandonásemos la raya marina. Teníamos muy poca ventaja sobre el
Teocracia
y el
Estrella Sombría,
pero al menos pronto estaríamos en la ciudad.

―Vosotros id delante ―sugirió Ravenna, más fatigada que Palatina o que yo, pero en absoluto tanto como Oailos y Amadeo, que ahora iban dando tumbos.

―Sigamos juntos ―replicó Palatina―. Podríamos tener problemas en el portal.

Yo hubiese preferido adelantarme en aquel momento, pero esperé otro minuto hasta que todos estuvimos en condiciones de volver a andar y aceleré el paso cuando alcanzamos el camino que circundaba la costa por debajo del saliente rocoso y llevaba al portal del mar. No había sido reparado en los cuatro años transcurridos desde nuestra cabalgata hacia la costa de la Perdición, y tuve que mantener los ojos bien abiertos para no tropezar con alguna piedra suelta y doblarme el tobillo. Al menos estaba corriendo en medio del maravilloso calor de una tarde despejada, no por una traicionera jungla en mitad de una tormenta.

Atenuamos el paso en el portal, que estaba abierto, pero custodiado por dos centinelas sin armadura que llevaban ropa con los colores de Tandaris: violeta y plateado con un borde negro.

―¿Quiénes sois? ―preguntaron. Sin duda nos habían visto desembarcar y correr por la orilla hasta alcanzar el camino.

―Aquéllas son dos mantas del Dominio ―dijo Palatina―. Vienen para intentar tomar control de la ciudad.

Como esos hombres quizá fuesen leales al consejo, era una respuesta mucho más astuta que cualquiera que se me hubiese ocurrido.

―¿Quién está al mando? ―prosiguió ella.

El centinela de más edad sonrió.

―Nuestra gente, en principio. Ya encontraréis a alguien en palacio; será mejor que les advirtáis.

―¿No sois thetianos? ―le preguntó a Palatina el otro centinela con desconfianza.

―Disidentes ―repuso ella orgullosamente―. Desterrados por el emperador.

―Si sois enemigos del emperador, sois nuestros amigos ―advirtió el primero―. Aunque eso no sea demasiado importante en este momento.

El guardia se llevó un dedo a la garganta al decirlo y luego nos dejó cruzar el portal.

―Tened cuidado ―añadió el otro―, solemos tener a los thetianos cautivos en el puerto, y supongo que no deseáis ser confundidos con ellos.

Se lo agradecimos y atravesamos el portal, cuya pintura estaba más descolorida de lo que yo recordaba. Los detallados adornos dorados de cada escalón apenas destacaban de entre el color rojo.

Por dentro, la ciudad se ajustaba a primera vista a mis recuerdos. Era en cierto modo muy parecida a Ilthys, aunque tenía un estilo arquitectónico muy diferente. Tandaris era un lugar mucho más colorido, y los habitantes de la primera casa que vimos habían pintado las columnas del porche de rojo y azul intensos, dando colorido a la fachada.

―¿Tranquilo, no es cierto? ―dijo Ravenna escrutando las calles que teníamos por delante, una ancha avenida con hileras de árboles de gran altura en ambas aceras. Había poca gente, sólo algún niño asomado a la ventana mirando hacia el centro de la ciudad.

―O bien todos se han dado por vencidos o han ido al centro ―comentó Palatina―. Deberíamos seguir subiendo para evitar toparnos con la gente del Dominio o del consejo que venga del puerto.

Habían pasado cuatro años desde que inicié aquella cabalgata en ese mismo portal, rumbo a la costa de la Perdición y destinado a encontrarme con mi hermano. No era una noche que desease recordar, ni que fuese digna de ello.

Nunca había permanecido mucho tiempo en esa parte de la ciudad, pero aquí y allí había cosas que podía reconocer. ¡Por los cielos! ¡todo resultaba tan distinto a la luz del día! Recordaba Tandaris como una ciudad fría y tormentosa, con sus casas cuadradas, umbrales y pasillos azotados por el viento y la lluvia mientras la población se protegía de las tormentas invernales bajo las capuchas.

Pero nunca había estado tan vacía. Por un hueco entre dos casas espié en dirección a la ciudadela, que aún tenía la bandera thetiana. Pero no llegué a ver la calle debajo de ésta y no pude averiguar qué sucedía.

El consejo seguía al mando, lo que no era un buen comienzo.

Llegamos a una calle lateral, pero hice que nos detuviéramos antes de doblar la esquina.

―Deberíamos dividirnos ―propuse―. Oailos, Amadeo, el consejo no os busca a vosotros, de modo que podéis andar con libertad.

Hice una pausa, preguntándome si valdría la pena acordar un lugar de encuentro, pero Palatina resolvió el problema por mí.

―Cathan tiene razón. No tiene ningún sentido que sigamos todos juntos. Vosotros marchaos y buscad a tanta gente como podáis. Contadles lo que ocurrió en Ilthys, pero hacedlo con sutileza para que el consejo no descubra vuestras intenciones.

―Explicadles lo que me habéis dicho en el comedor de la nave ―agregué―. Habrá gente que os escuche.

―Y quizá también algunos intenten matarnos ―señaló Oailos encogiéndose de hombros―. Aun así, es necesario que lo oigan.

―¿Conocéis a alguien aquí? ―les preguntó Palatina.

Amadeo negó con la cabeza, pero Oailos dijo:

―Sí. No somos íntimos, pero hay una o dos personas en el gremio de albañiles...

―Muy bien. Los oceanógrafos os ayudarán.

Los dos hombres permanecieron un segundo en silencio. Luego Oailos añadió:

―Buena suerte.

―Y a vosotros también ―replicó Ravenna con una ligera sonrisa.

Entonces se fueron, bajando a toda prisa por la calle en dirección a la multitud.

Oailos no había vivido nunca en otro sitio más que en Ilthys, pero sospeché que se las compondría bien para mezclarse con la población. Tandaris no era un lugar particularmente hostil, a menos que hubiese cambiado mucho en cuatro años.

Subimos por la calle en dirección a la parte alta de la ciudad, gozando del intenso aroma de una clemátide que había echado raíces en la piedra suelta de un muro y lo cubría todo. Las piedras del pavimento estaban cada vez más rotas cuando llegamos a un pequeño patio en lo alto rodeado de palmeras. Tendría que haber habido niños jugando o algunas ancianas, pero no vimos a nadie.

Seguimos subiendo por calles estrechas y desconocidas, confiando sólo en nuestro sentido de la orientación. Tras un rato debimos descender nuevamente al cruzar el valle entre dos colinas y pasamos por otra ancha avenida con árboles incluso más altos que los del portal del mar, donde había edificios de apartamentos de un estilo similar a los del resto de la ciudad. La avenida me recordaba tristemente a aquella de Taneth, salvo porque la calle de Taneth estaba repleta de gente.

Había pocas personas en las calles, de pie y algo vacilantes en grupos, y a su lado un conjunto de hombres vestidos con las armaduras verdes y marrones de la ciudadela de la Tierra.

No parecían estar deteniendo a nadie, pero los ciudadanos se acercaban a ellos, quizá para preguntarles qué estaba sucediendo. Las tiendas seguían abiertas pero no había gente en ellas.

Mientras caminábamos entre dos árboles en dirección a la sombreada avenida central, se nos acercó un sujeto alto de piel oscura, que mantenía la mirada atenta a los acontecimientos.

―Vosotros no sois de la ciudad, ¿me equivoco? ―nos dijo―. ¿Sabéis qué ocurre?

Rondaba los cincuenta años y en su pelo destacaban algunas canas. Su ropa parecía sofisticada y cara. Debía de ser algún tipo de comerciante y sus modales me recordaron a los de Hamílcar.

―No ―respondió Palatina―. Hubo una batalla entre el Dominio y el consejo.

―¿El consejo? ¿Queréis decir los herejes?

Palatina asintió y prosiguió con la que sería nuestra coartada, al menos hasta que encontrásemos a alguien conocido.

―Ya veo ―comentó el hombre―. Bien, pues eso nos ayudará un poco.

―¿Sabes algo más? ―indagó Palatina.

―He venido a comerciar y me he visto envuelto en una revolución ―advirtió él compungido―. Sé que han bloqueado a la gran flota en el puerto exterior y que sus altos mandos están presos en el templo. También oí que alguien pretende el trono... una emperatriz Aurelia, y quizá también un hombre a quien apoya el consejo. Pero nada más que eso... Es todo lo que he podido averiguar ―concluyó y extendió las manos.

Por lo menos Aurelia estaba allí, gracias al cielo, y aquel sujeto no tenía noticias de que hubiese sido capturada. Me pregunté quién más estaría en Tandaris y qué se proponía el consejo. Los thetianos no aceptarían jamás a un advenedizo impuesto por el consejo. Quizá sí a un Tar' Conantur, pero ¿dónde encontraría uno el consejo? La madre de Palatina, Neptunia, era la única que no nos secundaba en aquel momento y se trataba de una anciana ermitaña.

―¿No estará haciendo nada la flota? ―preguntó Ravenna.

―Aquel oficial nos dijo que por ahora sus superiores sólo mantenían a la flota donde estaba, empleando magia y explosiones para que no puedan liberarse.

Al menos eso tenía sentido. Mis nervios se crisparon cuando uno de los oficiales de la Tierra se acercó para investigarnos.

―¿Quiénes sois? ―preguntó.

―Viajeros como yo, preguntándose qué sucede ―respondió el comerciante―. Sólo nos llegan rumores.

El oficial nos miró de pies a cabeza. No tenía el porte de un soldado profesional, era demasiado amable y sereno. Quizá yo me preocupase demasiado.

―Pues lo único que necesitáis conocer son rumores ― respondió―. Dos de vosotros sois thetianos. ¿Qué estáis haciendo en Tandaris?

―listamos de vuestra parte ―dijo Palatina―. Somos tripulantes del
Rhadamanthys.

―¿Por qué estáis aquí? El
Rhadamanthys
custodiaba el pasaje del norte.

―Ya no ―sostuvo. Estábamos lo bastante amargados por los sucesos para que nuestra historia sonase convincente―. Abordamos una manta del Dominio con un mago a bordo. Algunos pudimos huir en rayas, dejando al resto de la flota del Dominio apenas fuera de la ciudad. Ignoro dónde fueron Laeas y los demás.

Ése era un dato extra para lograr su confianza, pero dudé que el oficial conociese a ningún miembro de las órdenes. Lo subestimaba.

―¿Y el capitán Chlamas?

Laeas había dicho específicamente que tanto Chlamas como el capitán estaban fuera de combate. Era un viejo truco, pero por fortuna habíamos conseguido detectarlo.

―El capitán ha muerto ―señaló Palatina―. Chlamas no estaba al mando. Se encontraba herido y lo llevaron en otra raya.

El oficial asintió. Debía de pertenecer al Anillo de los Ocho o cuando menos era uno de los hombres de Tekla. Lo seguro era que no se trataba de un mero recluta herético.

―Vuestros concejales no han llegado todavía ―nos dijo―. Estaban a bordo del
Estrella Sombría,
pero no sé si ya habrá arribado a puerto.

Other books

Wherever Lynn Goes by Wilde, Jennifer;
The Chronicles of Beast and Man by J. Charles Ralston
We Are Still Married by Garrison Keillor
Elegy for Eddie by Jacqueline Winspear
True Love Ways by Sally Quilford
Camouflage by Murray Bail
Ranger Bear (Rogue Bear Series 1) by Meredith Clarke, Ally Summers