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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (59 page)

BOOK: Cruzada
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―Estamos todos juntos en esto ―señaló Oailos―. No creo que, a la hora de atacar, esa nave sepa quién hay aquí dentro.

―Hasta ahora no nos ha atacado ―subrayé.

―No es así ―insistió Amadeo―. Ataca nuestras mentes. Tenemos un arma que podría destruirlos con un único disparo. Los tripulantes de esa nave intentan evitar que lleguemos a Tandaris, y es evidente que todos vosotros los consideráis vuestros enemigos.

―¿Pertenecen a la marina? ―me preguntó Oailos. Tenía un trozo de piedra grabada que se pasaba continuamente de una mano a la otra.

―No.

―Tampoco es del Dominio ―apuntó Amadeo―. Ninguna nave del Dominio se hubiese comportado de ese modo.

―No tiene importancia ―sostuvo Oailos―. Si lo fuera, tendríamos los mismos motivos para destruirla. Ayer, mientras estaba en el puente de mando, lo oí todo sobre Kavatang. Como vosotros, no quiero perder más tiempo con esa pandilla de cabrones arrogantes. Me enorgullecía seguir a los viejos dioses, y uno de los motivos era que creía a sus sacerdotes mejores que los del Dominio. Pero los unos mienten tanto como los otros.

Otro hombre sentado a poca distancia asintió. Se llamaba Sciapho y era un oceanógrafo que había estado con nosotros en la presa.

―Quienesquiera que sean en realidad los que forman el consejo, no son mejores que el Dominio ―dijo con amargura―. Los he ayudado transmitiendo mensajes. Eso me ha valido pasar dos años como esclavo y lo único en lo que piensan es en mantener su pequeño y confortable estatus. Viven discutiendo entre ellos.

―Aborrecerían lo que ha sucedido en Ilthys tanto como el Dominio ―añadió Amadeo.

―¿Ya no perteneces al Dominio? ―le pregunté―. ¿Has perdido acaso tu admiración por Sarhaddon, tu devoción a Ranthas?

―Creo en Ranthas con tanto fervor como antes ―sonrió Amadeo―, Pero el enfoque del Dominio es incorrecto. El Fuego no es el único Elemento y no es diferente de los demás. ¿Cómo si no habría podido Ravenna utilizar su poder?

―Suenas como Sarhaddon ―afirmé sin renunciar a mi hostilidad. No estaba con ánimo de tolerar las prédicas de un sacerdote. ¿Por qué lo escuchaban todos los demás?

―Nunca pude igualar su elocuencia. Sólo digo que Ravenna nos ha permitido ver más allá de lo que sostiene el Dominio y de lo que os ha enseñado el consejo. Se trata de un mensaje del propio Ranthas revelándonos que hemos equivocado el camino.

Su voz brotó de pronto con un tono imperioso y noté que algunos volvían la cabeza.

―Habéis creído lo que os enseñaba el consejo, tú lo has creído ―repitió Amadeo, mirándome a mí.

―Sí ―asentí, pues al fin y al cabo era la verdad. No conseguía concentrarme en sus palabras; mi vacío interior era demasiado profundo―. El Consejo te mintió. Como el Dominio, sus miembros reescribieron la historia y os han hecho aceptar su propia visión de los hechos.

―Y al igual que el Dominio, cuando alguien proponía una idea diferente se le boicoteaba ―intervino Sciapho―. Por ejemplo, con el asunto de las tormentas.

―¿Y eso en qué nos beneficia? ―cuestionó Amadeo, adelantando la respuesta antes de que yo pudiese decir nada―. Yo fui tan malo como cualquiera de ellos. Quizá incluso peor. La misión de mi orden es purgar el Archipiélago de la herejía y, al parecer, el consejo y sus seguidores no tratan mejor que el Dominio a las personas que están en desacuerdo con ellos.

―Definitivamente deberíamos acabar con esa nave que nos persigue ―interrumpió Oailos―. Deben de tener sus propios magos mentales. ¿Cómo se explica si no que de pronto todos suframos pesadillas? No merecen nuestra piedad.

Me pregunté cómo se habrían enterado de las pesadillas. Por lo que yo sabía sólo las habíamos tenido unas cuantas personas, y no era el tipo de cuestión que se discutiese habitualmente.

―Sabemos el daño que ocasionan. ¿Por qué entonces no nos decidimos a actuar? ¿Para qué esperar? ―preguntó Amadeo―. ¿Por qué no dar media vuelta y acabar con sus supercherías para siempre? ¿No convendría quitarle al consejo un poco de poder?

Ahora la decena de personas que había en la cabina murmuró o asintió mostrándose de acuerdo.

―Tenemos que proponerlo ―afirmó Oailos y se puso de pie―. Puede que Sagantha sea el capitán, pero no tripulamos una embarcación de la marina y él no tiene derecho a ignorarnos. Unos pocos minutos de acción pueden quitarlos de en medio y expulsarlos de nuestra mente.

―Hay que empezar a devolverles los golpes ―sostuvo Amadeo―. Una excelente idea.

Era demasiado para intentar revertir la situación. Mi mera presencia los había alentado y, por una vez, no se debía a nada que hubiera dicho.

¿Qué podía hacer? Sabía que a bordo de la otra nave había gente de Tehama, quizá Memnón y Drances, pero sin duda también habría allí personas que yo conocía y que perderían la vida si utilizábamos las armas.

Me empujaron con ellos en dirección al puente de mando, no de forma agresiva ni hostil, sino decidida y vigorosa.

―Tenemos una roca por delante, señor ―informó el timonel cuando entrábamos―. Se encuentra a unos tres metros hacia abajo.

Sagantha frunció el ceño.

―Antes de lo que me temía ―dijo―. Hemos ido más rápido de lo que habíamos calculado. Dentro de casi una hora estaremos en aguas más interesantes y allí podremos encargarnos de nuestros intrusos mentales.

―¿Capitán? ―llamó Oailos.

Sagantha se volvió, fastidiado al ver a toda la tripulación ociosa reunida en el puente.

―¿Qué ocurre?

―¿A qué estamos esperando? ―protestó Oailos―. Haz uso de las armas, impide que interfieran en nuestras mentes.

―¿Por qué estáis tan ansiosos por usar el arma del Dominio? No estamos en una de sus naves.

―Se trata de un enemigo. ¿Qué podemos perder? ―insistió Oailos―. ¿O temes matar a alguno de tus amigos?

―No queremos usar el arma ―afirmó Sagantha―. Podremos sacárnoslos de encima cuando estemos más cerca de la costa, sin necesidad de emplearla. Nunca la hemos utilizado, ignoramos cuánto daño puede hacer.

Sin embargo, poco antes el propio Sagantha había dicho exactamente lo contrario.

―Podemos destruir la nave sin perder un solo hombre ―intervino Sciapho―. Si entramos en batalla, habrá muertos en ambos bandos.

―Tiene razón ―admitió Palatina―. ¿No sería mejor eliminarla ahora mismo? ¿Quizá disparando el arma un poco por debajo de su casco, lo bastante como para dañarlos pero sin matar a todos los que estén a bordo?

―¿Y por qué no destruirla por completo? ―protestó Oailos.

―Porque generaremos más resentimiento ―dijo Khalia a nuestra espalda―. Inutilicemos su nave y luego regresemos más tarde para capturarlos en lugar de matarlos.

―Es una buena idea ―aceptó Sagantha―. Nos hará perder tiempo, pero a la vez...

Hizo una pausa, al parecer pensando, y añadió:

―Cathan, Ravenna, ¿podría alguno de vosotros encender el arma de fuego?

―¿Sólo para inutilizar su nave? ―preguntó Ravenna.

―Sólo para eso ―aseguró él.

Mientras Ravenna se dirigía a la consola del arma (tenía una sólo para ella, frente a una silla al lado de la del capitán) me pregunté si Sagantha mantendría su palabra. El panel de éter estaba cubierto por una pieza metálica sellada. Supuse que eso seria una especie de seguro que sólo la magia del Fuego podía abrir.

Ravenna apoyó una mano sobre el metal mientras los demás se estiraban para ver. Sentí la quemazón de la magia, lo bastante fuerte para que también la sintiesen en la otra nave, y momentos después una llama saltó de su mano hacia el panel.

«Nos veremos en Tandaris.»

Ravenna hundió la mano en el fuego hacia el interior de la estructura. Palatina se acercó para levantarle la manga de la túnica y evitar que se incendiase.

―Haz que la nave dé un giro completo ―le ordenó Sagantha al timonel―, de forma tan cerrada como sea posible e intentando que nuestra proa apunte ligeramente hacia abajo.

Eso implicaba un amplio arco, y la maniobra del
Cruzada
iniciando el giro y colocándose abruptamente a babor acabó con todas las discusiones. La cubierta se inclinó, primero un poco y luego cada vez más y más a medida que describíamos un ángulo más pronunciado. A toda prisa me senté en la silla más cercana y me ajusté el cinturón de seguridad, mientras que Palatina aferró a Ravenna para que pudiese mantener la mano firme sin quemarse. Polinskarn no hubiese imaginado un mecanismo semejante, de modo que debía de haber allí algo que ignorábamos.

Sagantha se puso a dirigir sus propios comandos de éter y esperó a que apuntasen casi directamente al buque de combate del consejo.

―¡Ahora! ―ordenó y siguió una sonora vibración que convulsionó a la nave una y luego otra vez.

Lo vi a través de las ventanillas, un destello rojo en el agua y una corriente de burbujas materializándose de repente para después volver a desvanecerse en las tinieblas. En la pantalla de éter una línea roja partió del
Cruzada
a extraordinaria velocidad en dirección a un punto situado trescientos metros por debajo del buque de combate, casi frente a nosotros.

Entonces distinguí el habitual brillo de calor blanco en el agua y una nube de burbujas salió despedida hacia afuera tragándose a la nave enemiga. Continuamos nuestro giro sobre el mismo ángulo.

Ravenna retiró la mano del panel y a continuación las llamas volvieron a cerrarse y desaparecieron. Sentimos un golpe en algún lugar a nuestras espaldas y más gritos de enfado provenientes del puente. Los marinos de Ithien permanecían de pie, alertas contra la pared y con las espadas listas para la lucha.

Cuando la nube de burbujas empezó por fin a aclararse, vi cómo la otra manta reducía la velocidad, inclinándose sin control hacia un lado mientras el conducto de su motor emitía sus propias burbujas, señal de que los leños sobrecalentados habían fundido el motor.

―Un problema menos del que preocuparnos ―dijo Sagantha, pero parecía insatisfecho―. Ya saben lo que podemos hacerles y no tienen forma de respondernos. Realmente se trata de un arma efectiva.

Volvimos a nuestro rumbo, pero menos de cinco minutos después de disparar el arma, aparecieron en el límite de los sensores otras cuatro mantas. Nos esperaban en la entrada del canal de aguas profundas.

Sin duda pertenecían a la marina imperial. Nadie más desplegaría un escuadrón semejante en aguas imperiales, y suspiré aliviado.

―Dirijámonos hacia ellos ―dijo Sagantha, pero en ese preciso instante se encendió el intercomunicador y una voz nos habló desde el otro lado. En la pantalla de éter, la imagen de la manta más cercana a nosotros titiló indicando de dónde provenía el mensaje.

―Os habla el capitán Kauanhameha del buque de combate del Archipiélago
Estrella Sombría. Rendíos
en nombre de la faraona.

CAPITULO XXX

Acabad con ellos ―Exigió Oailos―. Están aquí para destruirnos.

El puente de mando quedó de pronto en silencio mientras observábamos las nuevas imágenes en la pantalla de éter. ¿Cuántas naves poseían? Hasta el momento habíamos visto dos buques de combate e incluso habíamos confundido a uno con el
Estrella Sombría,
que no lo era. Los buques de combate eran celosamente custodiados por quienes los construían. ¿Cómo se había hecho con tantos el consejo?

―Sé quiénes son ―espetó Ravenna volviéndose hacia Oailos―. Y el capitán es amigo mío. Sagantha, enciende el intercomunicador.

―Será mejor que piensen que somos del Dominio ―objetó Sagantha.

―No. Tengo la esperanza de que no todos los tripulantes de esas naves son del Anillo de los Ocho.

Era, sin embargo, una pobre esperanza.

―Enciende el intercomunicador ―repitió Ravenna―. No lucharé hasta no haber agotado esta posibilidad. E intenta que puedan oírnos también en las otra naves.

Tras unos segundos, Sagantha obedeció con reticencia.

Ravenna respiró profundamente y se aproximó al receptor para que su voz se transmitiese con claridad.

―Ésta no es una manta del Dominio ―explicó―. Os habla Ravenna Ulfhada, nieta de lord Orethura y faraona de Qalathar. Somos del Archipiélago.

Se produjo una pausa y respondió una voz distinta a la que nos había hablado antes.

―¡Tú! ―dijo Ukmadorian con odio en la voz―. Has sido depuesta. ¡No eres nada! ¡Me encargaré de que seas destruida!

―Ukmadorian, también nosotros combatimos al Dominio ―prosiguió ella. Era evidente el enorme esfuerzo que le costaba mantener la calma―. Sólo podemos ser derrotados si nos enfrentamos entre nosotros.

―No existe ningún
nosotros ―
aulló Ukmadorian, y las otras mantas empezaron a avanzar en nuestra dirección, formadas como una garra para concentrar sobre el
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todo su potencial de fuego―. Vuestras artes del mal no os ayudarán. Os destruiremos y liberaremos el Archipiélago.

―Lo único que lograrás es que nos maten a todos ―respondió Ravenna―. La marina imperial os aplastará.

―Pronto la marina será nuestra ―replicó Ukmadorian sin ocultar su resentimiento―. Ellos no pueden hacer nada y vosotros tampoco.

―¿Cómo se atreven a amenazarla? ―susurró Amadeo. Los ilthysianos parecían furiosos. Oailos cerró los puños.

―Ella es la faraona ―dijo Sciapho―. ¿Ella es la faraona, y aun así se permiten traicionarla? ¡No merecen vivir! Debemos borrarlos de las aguas.

Había dicho lo último en voz lo bastante alta para que lo oyese Ukmadorian, que estalló en sonoras y desdeñosas carcajadas.

―¿Cuatro contra uno? ―añadió―. Vuestra magia no os ayudará a tan poca distancia. Gritáis en vano, nadie os oirá. Ya os lo he dicho.

Entonces se oyó un clic final y se apagó el intercomunicador.

―¡En posición de batalla! ―gritó Oailos.

Sagantha ya había dado instrucciones, de modo que sólo siguió un ínfimo momento de vacilación mientras cada tripulante se situaba ante su consola y cogía los mandos de sus armas. Khalia echó un vistazo y luego se retiró a la enfermería. Pronto se necesitarían sus servicios.

―¿Cuánto tiempo se precisa para cargar el arma de fuego? ―preguntó Sagantha―. Vespasia dijo que bastaban unos pocos minutos entre cada disparo. Oailos, envía un técnico abajo.

―Las perspectivas no son muy alentadoras ―advirtió Palatina viendo avanzar a las cuatro mantas―. ¿Algún plan de batalla, señor?

Sagantha se tomó un momento para pensar.

―Timonel, veinte grados a babor; desciende la nave unos cincuenta metros.

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