―Si llegase antes que nosotros, podrían persuadir a la marina de bloquear el canal ―aventuré, pero Khalia no dio mucho crédito a mis palabras.
―Por ahora no hacemos más que especular ―advirtió―. Lo que debemos conseguir es restarle a nuestro viaje una o dos horas.
―Lo más probable es que debamos añadirle algunas ―objetó Palatina―. A nuestra tripulación no le importa cuándo lleguemos. ¿Dónde podríamos conseguir otros marinos? Gente en la que realmente se pueda confiar.
Llegado el caso, era cuestión de interponer gente entre la emperatriz y el Dominio. Ya habían sido asesinados dos emperadores en dos años y el Dominio no frustraría un tercer asesinato.
Vespasia fijó la vista en el mapa.
―Los clanes de las islas Ilahi tienen criterio propio. Fueron fundadas hace unos doscientos años por colonos de las ciudades sureñas, a quienes Carausius envió para que custodiasen Tehama. Salvo que las cosas hayan cambiado mucho, no sienten mucha simpatía por los tehamanos.
―No necesitamos mucha gente ―afirmó Palatina, e hizo una pausa para calcular cifras mentalmente―. Deberíamos conseguir que esos clanes nos facilitasen un centenar de marinos y quizá una manta, con suerte.
―Pero antes tendremos que hablar con ellos, convencerlos de que nos provean de tropas ―dijo Khalia―. Eso no será sencillo. ¿Le proporcionarías tú un destacamento de marinos a un extraño navío tanethano que aparece de la nada y clama ser fiel a la emperatriz?
―Lo conseguiremos.
―Es posible, pero deberéis perder dos o tres horas en cada capital, por no mencionar todos los rodeos que haya que dar primero para contactar con los líderes.
―Yo convenceré al clan Jaya de que nos ayude ―intervino Vespasia―. Mi tío contrajo matrimonio con una mujer Tehil, de modo que ahora es uno de ellos. La última vez que supe de él, vivía en la capital, y estoy segura de que nos allanará el camino. En Jaya hay un consulado Polinskarn y también la única estación oceanográfica que queda en Qalathar. Si Polinskarn y el instituto no nos ayudan, nadie lo hará.
Sagantha estaba pensativo.
―Ahora está fuera de nuestra ruta ―murmuró―, pero podría beneficiarnos. No serán marinos, sino sólo unos pocos guardacostas, que sin duda no sabrán usar más que bastones de lucha, y algunos oceanógrafos, que desearán ayudarnos, a no ser que ya hayan sido arrestados... Lo siento, Vespasia.
―Lo sé ―admitió ella. Algunos familiares suyos habían sido oceanógrafos, y tras las purgas era muy probable que algunos hubieran sido arrestados y embarcados como penitentes―. Nos ayudarán, puedes contar con eso.
Sería muy estúpido de su parte no hacerlo. Era una apuesta, pero, aún así, con poca visión política: estaba claro que Jaya ganaría mucho más si resultábamos victoriosos.
―Parece una idea razonable ―añadió Palatina―. Al menos había personas dispuestas a luchar... Podemos enviar sin demora el
Aegeta
camino de Jaya.
Pero Sagantha rechazó esa propuesta, poco deseoso de dividir las fuerzas con las que contábamos. Los jayanos desconfiarían mucho más si un buque lleno de tanethanos iba a pedirles ayuda en una conspiración para conseguir el trono.
Sagantha era sumamente concienzudo y pasamos un par de horas más ante el panel examinando los mapas de éter de Tandaris, recordando la ciudad que Sagantha y Ravenna conocían bien, pero en la que Palatina y yo habíamos pasado apenas unos pocos meses aquel invierno de hacia cuatro años.
En cierto modo, el estudio de los mapas nos venía bien. Nos evitaba soportar las interminables horas de espera mientras el
Cruzada
y el
Aegeta
avanzaban por las tenebrosas profundidades en dirección a Qalathar. Acudir al puente de mandos para cotejar nuestra posición se había vuelto casi una neurosis, y Sagantha se mostró tan cansado de nosotros que hizo salir a todo el mundo y marcó la posición en la sala de mapas. No es que yo ignorase lo absurdo de todo aquello, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?
Yo no era el único que se sentía así, pero no se me ocurría de qué modo participar en los siguientes pasos. Palatina y Sagantha tenían que coordinar planes, Vespasia convencería a los oceanógrafos para que nos ayudasen y Khalia conocía gente en la ciudad que podía colaborar, sumando a eso que era médica.
Sólo Ravenna y yo carecíamos de una misión concreta. No parecía haber nada que pudiésemos hacer. Probablemente emplearíamos la magia si las cosas saliesen mal, pero nadie deseaba llegar a esa situación. Ambos nos sentíamos un poco inútiles, sensación que, además, los dos sabíamos que compartíamos.
―Te sientes tan inútil como yo ―dijo Ravenna cuando nos encontramos en el puente de mando, haciéndose a un lado para dejar pasar a uno de los marinos. Dos oficiales conversaban junto a la puerta.
Asentí, sorprendido de que ella sacase el tema.
―No nos necesitan, ¿verdad?
―No ―respondió Ravenna―. Ya hemos desempeñado nuestro papel. Esto no tiene nada que ver con las tormentas. No tenemos nada que hacer.
Pero nada más subir la escalera, Sagantha salió del puente y nos pidió que bajásemos.
―Tenemos compañía ―fue todo lo que dijo.
La otra nave permanecía casi en el límite de nuestros sensores, perdiéndose de vista cada tanto pero apareciendo siempre. En ningún momento respondía a nuestras llamadas ni hacía el menor intento por aproximarse más. Lo único que podíamos asegurar era que se trataba de una manta y que nos perseguía. Quizá fuese el consejo, pues ningún poder reconocido se molestaría en merodear y ningún pirata se atrevería a atacar lo que aparentaba ser un buque de guerra del Dominio.
Transcurrieron varias horas con la nave desconocida tras nuestros pasos, siguiendo nuestra velocidad sin acelerar jamás para alcanzarnos, siempre a unos pocos kilómetros de distancia. Esa larga cacería no era grata y en el puente de mandos los nervios estaban crispados. Sagantha se volvió cada vez más cortante e irascible, mientras que Palatina, su oficial principal, debió acallar el perturbador murmullo de algunos de sus subordinados, que parecían saber mucho más sobre las argucias de Sagantha de lo que hubiésemos pensado. Uno de ellos había hecho circular una historia contando cuántas vidas había despilfarrado Sagantha en la marina cambresiana. Era una historia nueva para mí y no lo dejaba nada bien.
Tras dos días fuera de la isla, Sagantha decidió separarse del
Aegeta,
pues sus motores habían empezado a mostrar señales de agotamiento. Intentamos confundir a nuestro perseguidor mediante unas pocas maniobras, pero ninguna fue exitosa, de modo que concluimos que el
Aegeta
sería más útil en cualquier otra tarea. Vespasia se embarcó en él, y observamos cómo tras tanto debate maniobraba a babor y partía en dirección a Jaya con la intención de obtener ayuda. Le deseé en silencio la mejor de las suertes, sabiendo que en esas circunstancias le era más propicio separarse de nosotros.
No me era sencillo para mí relajarme en esa situación, a un kilómetro de la superficie oceánica, en un mundo completamente monótono, hora tras hora, y consciente de no ser la mejor de las compañías. Me preocupaba mucho el destino del buque correo y del
Aegeta,
y en mi mente se desplegaban varios posibles y oscuros sucesos. Aunque pude escapar a la tensa atmósfera de la zona de mando, tener poco para hacer no mejoraba las cosas. Khalia se mantuvo con habilidad alejada de cualquier conflicto y sólo se acercó a los demás para recurrir a las reservas traídas de Ilthys y ofrecerle café a la tripulación.
El tiempo pasó y no le revelé a nadie lo mal que había dormido, en especial la noche anterior a nuestra llegada. Algo por lo demás frustrante, pues arribaríamos a Tandaris poco antes de la madrugada y debería permanecer despierto al menos hasta el anochecer.
Con todo, no estaba preparado para las pesadillas que me acosaron. Parecieron comenzar casi en el momento en que subía para acostarme a mi pequeño camarote de la cubierta superior. Salvo por su nombre, era una auténtica celda monástica, equipada con literas para dos sacri jefes de sección (sus hombres debían descansar en un dormitorio general de la cubierta principal). Cubrí con un trozo de tela la insignia de la llama que había en la pared, pero, al cerrar los ojos, la insignia parecía seguir allí.
Soñé con la Ciudadela y con las imágenes de la cruzada que nos había dado el consejo. Todo se confundía, como suele suceder en los sueños, fragmentos de un tiempo determinado inmiscuyéndose en otro (pero siempre los peores).
Y de algún modo también estaban allí los jaguares de Tehama, acechándome bajo la bóveda estrellada de los bosques de la isla. Sin importar lo fuerte que gritase, nadie acudía en mi ayuda. Incluso cuando me topaba con los demás, sentados alrededor de una fogata, todos me ignoraban. Todos excepto Ukmadorian, quien con su capa gris se volvía hacia mí para decir: «No eres uno de nosotros. No podemos ayudarte». Detrás de él, Persea y Laeas asentían seriamente y luego me daban la espalda.
Pero, como había sucedido en el bosque, tras un momento el sueño cambiaba, se desvanecía, y entonces comprendía que esas cosas habían sucedido, que no eran producto de mi imaginación.
Me hallaba en un salón de muros de piedra, húmedo y sin ventanas. Había allí otros hombres, uno de ellos desnudo y atado a un marco metálico (un potro, según me percaté en seguida). Su piel era muy oscura, no negra como la de la gente de Mons Ferranis, pero excepcionalmente morena. Sus rasgos parecían una mezcla thetianas y del Archipiélago.
―Mientes ―dijo uno de ellos, a quien reconocí como el legado Phirias cuando se volvió hacia mí―, tú no eres realmente del Archipiélago. ¿Me equivoco?
―Vengo del sur ―susurró el hombre del potro.
―No hay nada en el sur ―afirmó Phirias con dureza―. Sólo la Desolación.
―Más allá...
―¿Esperas que lo creamos? ¿Has navegado a través de Desolación en un catamarán? Lo dudo. Teniente, quiero que este hombre nos diga quién lo envía. Obtén la información como sea.
Era el mismo teniente, el que yo había reconocido. Era una escena de la fortaleza.
―Señor, los otros marinos afirman lo mismo ―objetó él―. Quizá nos esté diciendo la verdad.
Phirias le dirigió a su subordinado una mirada glacial y añadió:
―La próxima vez me dirás que es hijo ilegítimo del emperador. No lo hemos hecho sufrir lo suficiente. Regresaré en dos horas y espero que para entonces esté dispuesto a hablar.
El legado se volvió y salió de la celda. Oí un grito en la distancia.
El teniente me miró y vi su rostro por primera vez. Quedé petrificado de la impresión. Era treinta años más joven, pero sus rasgos resultaban inconfundibles.
―Illuminatus, ¿serías capaz de encargarte de él?
―Su mente es demasiado fuerte ―me oí responder a mí mismo.
El joven Sagantha Karao asintió.
―Como suponía. Verdugo, sigue con tu trabajo.
Éste giraba nuevamente la rueda del potro mientras Sagantha permanecía de pie, formulando la misma pregunta una y otra vez. El hombre lloraba al tercer giro y gritaba al cuarto, pero su respuesta seguía siendo la misma.
―Creo que necesitamos emplear un método diferente ―dijo Sagantha finalmente, con expresión impasible―. Es una lástima para ti que continúes resistiéndote a los esfuerzos de mi compañero. Confesar te facilitaría las cosas.
El prisionero negó con la cabeza.
―No quería hacerlo, pero en ese caso tendremos que continuar. Verdugo, prueba con otra cosa.
Fue imposible escapar a ese sueño, no me pude evadir hasta que Phirias regresó repitiendo la misma pregunta y la escena se desvaneció.
Entonces lo vi de nuevo. Ahora llevaba un uniforme verde en lugar del negro y estaba de pie en el puente de mandos de una manta, que sin duda era cambresiana.
―Se aproximan naves heréticas, señor ―anunció un joven oficial observando el panel de éter. Tenía muchos años menos que Sagantha, pero llevaba una insignia del mismo rango―. Parecen ser cuatro mantas de guerra, y la última, de transporte.
Veía a continuación a un sujeto alto de pelo canoso sentado junto al capitán del buque, contemplando la escena, y a un almirante subalterno (a juzgar por las estrellas de su uniforme) que poco después daba órdenes a los mandos de la flota.
―No están entrenados adecuadamente.
Oryx
y
Ojo de Anión,
completad la quinta formación rodeándonos.
Zenobia
y
Cicada,
avanzad en dirección a babor y acercaos. Concentrad el fuego en el último buque de su línea de batalla. No permitáis que escape la manta de transporte.
Las dos fuerzas se habían reunido muy poco antes. Sagantha era el oficial al mando y coordinaba las acciones de las otras naves. Observé cómo los tres buques centrales cambresianos cercaban al enemigo y disparaban con cañones y torpedos. El enemigo devolvía el fuego con vigor y el buque insignia era tocado una, dos veces.
Un torpedo enemigo golpeó cerca del puente de mando haciendo estallar un conducto de éter, que lanzó una lluvia de chispas sobre el oficial de armas.
―Teniente Karao, dirige las armas ―ordenó el capitán mientras un asistente del médico se llevaba al oficial herido. Sagantha obedeció y el buque insignia hizo fuego contra la nave enemiga responsable del daño. A juzgar por sus colores, era una nave del Archipiélago. Poco después, un torpedo estalló junto a sus motores.
Tras destruir en gran parte al pequeño
Cicada,
los restantes buques enemigos emprendieron la retirada, pero, antes de que pudiese ver qué sucedía, las imágenes se habían desvanecido.
Arremetí contra las sábanas y sentí cómo me tambaleaba al borde de la litera. Caí al suelo con estruendo, dándome un fuerte golpe en la cabeza. Por un instante permanecí allí, sofocado como si estuviese en un horno. Luego me quité las sábanas para enfriarme. ¿Por qué hacía tanto calor?
En el suelo, con la cabeza dándome vueltas e intentando refrescarme, no me sorprendí cuando llamaron a la puerta. Ravenna llevaba una túnica, pero estaba descalza y tenía el pelo revuelto porque acababa de levantarse. En cuanto que se agachó para encender la pequeña lámpara de leños, la única fuente de iluminación del camarote, me di cuenta de que tampoco había dormido bien.
―¿Las mismas pesadillas? ―me dijo cerrando la puerta detrás de ella.
―¿Sagantha? ―pregunté frotándome la cabeza.