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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (31 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Machín de Gorostiola es un personaje ficticio, como su compañía de infantería vizcaína. En efecto. Pero uno y otros deben mucho al capitán Machín de Munguía y a los soldados de su compañía, «la mayor parte vascongados», que, según una relación del siglo XVI conservada en el Museo Naval de Madrid, pelearon como fieras durante todo un día contra tres galeras turcas, en La Prevesa. En cuanto a lo de Cierra, España, ni es consigna franquista ni del Capitán Trueno. Quien conoce los textos de la época sabe que, durante siglos, ése fue usual grito de ataque de la infantería española –en su tiempo la más fiel, sufrida y temible de Europa–, que en gran número, además de soldados castellanos y de otras regiones, estaba formada por vizcaínos; pues así, vizcaínos, solía llamarse entonces a los vascos en general, «a veces cortos de razones pero siempre largos de bolsa y espada». Y guste o no a quien manipuló tus libros escolares, amigo mío, con sus nombres están hechas las viejas relaciones militares, de Flandes a Berbería, de las Indias a la costa turca. Los oprimidos vascos fuisteis –extraño síndrome de Estocolmo, el vuestro– protagonistas de todas las empresas españolas por tierra y mar desde el siglo XV en adelante. Ése fue, entre otros muchos, el caso de los capitanes de galeras Iñigo de Urquiza, Juan Lezcano y Felipe Martínez de Echevarría, del almirante Antonio de Oquendo, su padre y su hijo Miguel, o de tantos otros embarcados en las galeras del Mediterráneo o en la empresa de Inglaterra. Las relaciones de Ibarra, Bentivoglio, Benavides, Villalobos o Coloma sobre las guerras del Palatinado y Flandes, los asedios, los asaltos con el agua por la cintura, las matanzas y las hazañas, las victorias y las derrotas, hasta Rocroi y más allá incluso, están salpicadas de tales apellidos, sin olvidar las guerras de Italia: en Pavía, por ejemplo, un rey francés fue capturado por un humilde soldado de Hernani, en el curso de una acción sostenida por tenaces arcabuceros vascos. Y te doy mi palabra de honor de que aquel día todos gritaron, hasta enronquecer, Cierra, España: voz que, en realidad, no tenía significado ideológico alguno. Sólo era un modo de animarse unos a otros –eran tiempos duros– diciéndole al enemigo de entonces, fuera el que fuera: Cuidado, que ataca España.

Así que ya ves, amigo mío. No inventé nada. El único invento es el negocio perverso de quienes te niegan y escamotean la verdadera Historia: la de tu patria vasca –«La gente más antigua, noble y limpia de toda España», escribía en 1606 el malagueño Bernardo de Alderete– y la de la otra, la grande y vieja. La común. La tuya y la mía.

El Semanal, 19 Agosto 2007

Sombras en la noche

Pasada la medianoche, la costa se reduce a una línea oscura, cercana. La noche es cerrada, sin luna, y el viento muy fuerte tensa la cadena del ancla. En el curso de un pequeño incidente de los que abundan en el mar, el patrón de un velero que se encuentra cerca amarra su neumática al mío, pide ayuda, sube a bordo y permanece allí mientras intentamos solucionar su problema. Al cabo de una hora embarca de nuevo, desaparece en la noche y se marcha sin que durante el rato que hemos permanecido juntos nos hayamos visto la cara el uno al otro, pues todo se ha llevado a cabo sin luz, en una oscuridad casi absoluta. Ni siquiera hemos dicho nuestros nombres. Durante todo ese tiempo hemos sido, el uno para el otro, sólo una voz y una sombra.

Me quedo reflexionando sobre eso sentado en cubierta mientras, sobre mi cabeza y la pequeña luz de fondeo encendida en lo alto del palo, las estrellas, increíblemente nítidas y numerosas para quien sólo acostumbre a observarlas en el cielo de las ciudades, giran muy despacio del este al oeste, cumpliendo su ritual nocturno alrededor del eje de la Polar. En otro tiempo, me digo, cuanto acaba de ocurrir no tenía nada de extraño, pues los hombres estaban acostumbrados a relacionarse en la oscuridad. Las ciudades carecían de alumbrado público o éste era mínimo: no existía la luz eléctrica, quinqués, velas, candiles, antorchas y fuegos diversos tenían una duración limitada y no siempre estaban disponibles, y tras la puesta del sol era muy pequeña la porción iluminada de vida que el ser humano podía permitirse. Casi todo ocurría entre tinieblas o dependía de la claridad de la luna, como en las magníficas primeras líneas de la novela ejemplar cervantina La fuerza de la sangre. A menudo, viajeros, campesinos, ciudadanos, amigos y enemigos, se relacionaban sin verse el rostro: sombras, siluetas negras que entraban y salían en las vidas de los otros sin otra consistencia que una voz, el roce de una ropa, ruido de pasos, la risa o el llanto, el contacto amigo u hostil de una mano, un cuerpo, un arma, el tintineo metálico de una moneda. La visión del mundo y de los semejantes tenía que ser, por fuerza, muy diferente a la que hoy proporcionan la luz, los continuos focos puestos sobre todo, el frecuente exceso de información, destellos y colores que nos rodea. Y muy distinta la huella dejada en cada cual por aquellas sombras y voces anónimas que se movían en la oscuridad.

También mi memoria está llena de esas sombras, me digo. El incidente de esta noche remueve otro tiempo de mi propia vida: campos, selvas, desiertos, ciudades devastadas, lugares donde la oscuridad era consecuencia de situaciones extremas o regla obligada para conservar la salud; y allí, al caer la noche, lo más que podían permitirse quienes me rodeaban era el fugaz destello de una linterna, a escondidas, o la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Mirando hacia atrás, caigo esta noche en la cuenta –nunca antes había pensado en eso– de que durante aquellos años fueron muchos los seres humanos con los que me relacioné de ese modo. Gente que de una forma u otra resultó decisiva en mi vida, en mi trabajo, en mi supervivencia, y de la que sin embargo sólo retuve un sonido, unas palabras, un olor, una advertencia, una presencia amistosa u hostil, el chasquido metálico de un arma, el breve haz de una linterna en mi cara, la punta roja de un cigarrillo iluminando unos dedos o la parte inferior de un rostro, bultos negros en agujeros y refugios, llantos de niños, gemidos de mujeres, lamentos o maldiciones de hombres, formas oscuras o siluetas recortadas sobre un estallido o un incendio, sombras que sólo dejaron su trazo en mi recuerdo, amigos ocasionales cuyo rostro nunca vi, como los jóvenes milicianos que me gritaron «¡Corre!» una noche del año 1976, en Beirut, mientras retrocedían entre fogonazos, disparando para cuidar de mí; o la voz y las manos del soldado bosnio que ayudó a taponar dos venas de mi muñeca izquierda –yo sentía manar la sangre tibia, dedos abajo– seccionadas en la Navidad de 1993 por un vidrio en Mostar, sobre cuyas pequeñas cicatrices paso ahora los dedos, recordando.

Sopla el viento en la jarcia, bajo las estrellas. Recortada sobre la línea de costa adivino la silueta del otro velero, que bornea fondeado cerca, y pienso que su patrón me recordará como yo a él: un barco sin luz en el mar, una sombra negra y algunas palabras. Entonces sonrío en la oscuridad. No es una mala forma, concluyo, de que lo recuerden a uno.

El Semanal, 26 Agosto 2007

Entrámpate tío

Acabo de toparme en el correo con una publicidad bancaria que me ha puesto de una mala leche espantosa. Muchos de ustedes la conocerán, supongo. Se trata de un folleto destinado a los usuarios de una de esas tarjetas de crédito jóvenes, o como se llamen, Bluecard, o Greentarjeta, o Yellowsubmarine, que ahí no me he fijado mucho. Pero la tarjeta es lo de menos. De lo que se trata es de que el banco en cuestión, que para la cosa de recaudar viruta tiene tan poca vergüenza como el resto de los bancos y bancas que en el mundo han sido, plantea a sus jóvenes clientes una oferta de crédito tan descaradamente abyecta que, si no fuera porque el tal Solitario de los huevos no es más que un miserable sin escrúpulos y un payaso, casi aplaudiría uno que siguiera reventando ventanillas a alguna de tales entidades. No sé si me explico.

«Domicilia tu nómina y vete de viaje», es el reclamo inicial que encabeza el folleto, junto a la foto de una parejita jovencísima y feliz. Nada que oponer a eso, naturalmente. Aunque no exista, desde mi punto de vista, relación directa entre el hecho de domiciliar la nómina y subirse acto seguido a un tren, barco o un avión, uno podría seguir el consejo sin grandes objeciones. El mosqueo viene líneas más abajo, cuando el folleto añade «Londres, Roma, Berlín, París… Llévate un bono de 300 euros para viajar a esa ciudad que siempre has soñado conocer». Y aquí, la verdad, el asunto se enturbia un poco. En estos tiempos de educación para la ciudadanía –permitan que me tronche– y teniendo en cuenta que los destinatarios del folleto son gente muy joven, resulta poco edificante que la primera sugerencia a quien domicilia su primera nómina, lejos de aconsejarle ahorrar para un futuro más o menos próximo, consista en cepillarse alegremente esta nómina y las siguientes, en viajes alentados por el cebo del bono de marras, aunque éste financie parte del periplo.

Pero ésa es sólo la introducción, o proemio. Lo bonito viene luego. «Hasta 30.000 euros –pone con letras gordas– para lo que tú quieras.» Y suena tentador, me digo al leerlo. Si yo fuera joven imberbe y domiciliara mi nómina en tan rumbosa entidad bancaria, tendría asegurado un creditillo que, bien mirado, no deja de ser una pasta. Tal como está el patio, 30.000 mortadelos dan para que una parejita tierna, necesitada y con sentido común –30.000 x 2 = 60.000– pueda organizarse un poco mejor en la línea de salida. Lo malo es que, algo más abajo, cae mi gozo en un pozo. Porque «lo que tú quieras», o sea, lo que un joven de hoy necesita con más urgencia, a juicio del departamento de créditos del banco en cuestión, es «¿Un coche nuevo, una moto, un ordernador, el viaje de tu vida?». Dicho de otra manera: lo bueno de domiciliar la nómina para un joven de veintipocos años, o para una pareja de esa edad que decida plantearse una vida en común, no reside en que así puede uno amueblar la casa, comprar un coche para el trabajo –el folleto habla de «coche nuevo», no de uno a secas– o adquirir lo necesario para encarar la perra vida. Niet. Lo verdaderamente bonito del invento es que, entregándole la nómina a un banco, puedes entramparte como un gilipollas para los próximos diez años de tu existencia, a fin de comprarte una moto o irte a beber piña colada las próximas navidades al Caribe, como Leonardo di Caprio. Guau. Pero no todo queda ahí, colega. Faltaría más. Porque encima, si domicilias tu nómina y te echas encima el pufo –el primero de muchos, qué ilusión– del crédito a diez años para el imprescindible coche nuevo, tu banco, que es generoso que te rilas, permite que además trinques nada menos que una Wii –«Con su revolucionario mando inalámbrico descubrirás una forma diferente de jugar», puntualiza el folleto– casi sin enterarte. Sólo al pequeño costo de otro pufillo adicional: un año pagando una cantidad mensual que ni siquiera llega a 20 euros, tío. Pagando sólo, fíjate, la ridícula cantidad de 19,50 euros al mes. El non plus. Y claro. A ver quién va a ser tan idiota como para no embarcarse en el chollo: vacaciones, coche nuevo, moto, ordenador, y encima poder matar zombis con la Wii casi gratis, o sea. ¿Hay quien dé más? Con eso y un bizcocho, la vida resuelta hasta mañana a las ocho. Por la cara.

Hace mucho tiempo que no llamaba hijo de puta a nadie en esta página. Se lo prometí a mi madre, a mi confesor y a una señora de Pamplona que me paró por la calle para darme la bronca. Pero hay días en que el impulso resulta más poderoso que las buenas intenciones.

Hijos de puta. Hijos de la grandísima puta.

El Semanal, 02 Septiembre 2007

Ava Gardner Nunca Mais

Se han cabreado ciertas erizas por mi artículo del otro día, quejándome de que apenas se ven señoras como las de antes: mozas de bandera a cuyo paso temblaba el suelo y se cortaban las respiraciones masculinas. Decía yo que, en vez de Sophías Lorenes, Graces Kellys y otras espléndidas hembras homologadas como tales, lo habitual hoy es toparse con adefesios patosos, lorzas sudorosas y fulanas ordinarias, espatarradas y con chanclas. Y a mis primas les ha sentado mal, sobre todo lo de las lorzas. Además de llamarme machista, neonazi, cabrón con pintas y ciscarse en mis muertos, alguna pregunta qué tengo contra las gordas. Etcétera. Eso me lleva a la conclusión de que no han captado el fondo del asunto, así que voy a explicarlo más claro, por si catorce años de perífrasis y circunloquios impiden entenderme cuando cuento algo. Más que nada, por mi lenguaje oscuro. Además, Javier Marías, a quien mencionaba en el artículo, cuenta que a él también lo están inflando a hostias, sin comerlo ni beberlo. Y pide una rectificación: está de acuerdo con toda la nómina de señoras citadas, incluidas Kim Novak, Donna Reed y Rhonda Fleming; pero él nunca habló de Jane Rusell.

El error básico está en considerar que, cuando describo a una morsa con pantalón pirata ceñido, lorzas relucientes de grasa y camiseta sudada, me refiero al contenido, y no al continente. Quien deduzca burla o desprecio hacia las individuas abundantes es, literalmente, tonto del haba. De entrada, se equivocan las mujeres seguras de que a los hombres nos gustan las churris esmirriadas, tipo Calista Floja o Paulina Rubio. A ver si no confundimos las cosas. Ésas le gustan a Galiano –que se viste de torero–, al simpático muchacho Lagerfeld y a alguno más, hipócritas aparte. En materia carnal –lo intelectual y lo afectivo son otra cosa–, la mayor parte de los varones normalmente constituidos, por mucha literatura y mucho alpiste que echen al canario, prefiere una señora de rompe y rasga, en cuyas gloriosas caderas no se ponga el sol. Y es lógico. También, a fin de cuentas, lo que de verdad hace que a una hembra le tiemblen las piernas –se pongan las feministas como se pongan– no son los quesitos desnatados que van de malotes, ni los charlatanes lánguidos, sino los hombres cuajados con resabios del cazador y el guerrero que fueron hace siglos. Los que dejan las sábanas arrugadas debajo de una.

No se trata, por tanto, de gordas y flacas. Como afirma el título de una película, las mujeres de verdad tienen curvas. La cuestión reside en el empaquetado. Lo que no puede pretender una pava metida en kilos –y conozco a algunas que son señoras espléndidas– es meterse en una camiseta tres tallas más pequeña, ponerse un pantalón pirata que deje la raja del tanga al descubierto y rebose chicha por los flancos, no ducharse en dos días, y que encima la llamen guapa. Y si a eso añadimos la ordinariez que tanto abunda, la mala educación, la ausencia absoluta de maneras y la imitación de cuanta retrasada mental aparece en la tele dándoselas de señora, el resultado es inevitable: desagradables tocinos sin fronteras que se creen divinas de la muerte, marmotas domingueras que no saben ponerse tacones cuando lo intentan, y tías vestidas, los días de boda, con vestido largo a las diez de la mañana, como si vinieran de cerrar un puticlub de los de antes.

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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