Cuando falla la gravedad (37 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Después de unos segundos, la puerta se abrió de golpe. Saqué un billete de mil kiam y lo puse en la mano del chico, mientras le enseñaba el resto del dinero y le decía:

—¡Hassan! ¡Hassan!

Él cerró de un portazo, y mis mil kiam desaparecieron.

Un instante después volvió a abrir, para lo cual yo estaba totalmente preparado. La agarré del filo y tiré con fuerza, arrebatando la puerta del dominio del chico. Gritó y se balanceó con ella, mas la soltó. Abrí y me doblé cuando el chico me propinó una patada tan fuerte como pudo. Lo tenía muy cerca para alcanzarle, aunque todavía podía dejarme malherido. Le agarré del puño de la camisa y le sacudí unas cuantas veces; luego, golpeé la parte posterior de su cabeza contra la pared y le dejé caer en el callejón lleno de desperdicios. Recuperé el aliento, los daddies hacían un buen trabajo, mi corazón latía como si estuviera mariposeando con Fazluria y no jugándome la vida. Sólo me detuve para agacharme y arrebatar al muchacho americano el billete de mil kiam que todavía conservaba. «Ten cuidado con los fíq», me decía siempre mi madre.

En la planta baja no encontré a nadie. Pensé en cerrar y bloquear la puerta de hierro a mis espaldas, para que el muchacho americano u otro fantasma no se colara sin que me enterase, pero creí que podría necesitar una salida en caso de apuro. Sin hacer ruido, caminé despacio y con cuidado hacia la escalera que había a mi derecha, contra la pared. Sin los daddies, yo habría sido otra persona, susurrando al oído de un extraño en algún idioma romántico. Saqué mi tira de daddies y los repasé. Mis dos injertos corímbicos no estaban al completo, todavía podía conectarme otros tres, pero ya llevaba casi todos los que pensaba necesitaría en un momento crítico. A decir verdad, todos menos uno, el daddy negro especial que afectaba directamente a mis células de castigo. Nunca pensé que utilizaría uno de ésos por mi propia voluntad, pero si debía enfrentarme a alguien como Xarghis Moghadhil Khan otra vez, con nada más que un cuchillo para la mantequilla, sería mejor combatirle como una fiera salvaje y furiosa que como un lloriqueante y racional ser humano. Cogí el daddy negro en mi mano derecha y subí la escalera.

En la habitación superior había dos personas.

Hassan sonreía vagamente, con una mirada algo distraída; se hallaba de pie en un rincón y se frotaba los ojos. Parecía adormilado.

—Audran, hijo mío —dijo.

—Hassan —le respondí.

—¿Te dejó pasar el chico?

—Le di mil kiam y no lo pensó dos veces. Luego, le quité los mil de las manos.

Hassan me dirigió una sonrisa.

—Le tengo cariño al chico, como ya sabes, pero es americano.

No estoy seguro de si eso significaba: «Es americano, por lo tanto un poco estúpido» o «Es americano, hay muchos más».

—No nos molestará —aseguré.

—Muy bien, excelente —dijo Hassan.

Sus ojos se volvieron rápidos hacia el teniente Okking, que yacía en el suelo con los brazos y las piernas extendidos, y las muñecas y los tobillos atados con cuerdas de nylon a anillas empotradas en la pared. Era obvio que Hassan ya había utilizado esa instalación antes. La espalda, las piernas, los brazos y la cabeza de Okking estaban llenos de quemaduras de cigarrillo y largos hilos de sangre manaban de sus cortes. Si él gritaba, no me enteré, porque los daddies hacían que todos mis sentidos se concentrasen en Hassan. Okking estaba vivo aún. De eso sí me di cuenta.

—Por fin cazaste al policía —exclamé—. ¿No te apena que su cerebro no esté modificado? Te gusta emplear tu moddy ilegal, ¿no?

Hassan enarcó una ceja.

—Es una pena —dijo—. Pero, por supuesto, creo que tu injerto bastará. Esperaba esto con gran placer. Te doy las gracias, hijo mío, por sugerir lo del policía. Creía que mi invitado era un estúpido por su modo tan necio de actuar. Tú insististe en que ocultaba información. Yo no podía correr el riesgo de que estuvieras en lo cierto.

Fruncí el ceño y miré el retorcido cuerpo de Okking. Me prometí que más tarde, cuando estuviera en mi propia mente, me pondría enfermo.

—Desde el primer momento, pensé que había dos asesinos con moddies —comenté, como si sólo estuviéramos discutiendo el precio de los butacuálidos—. He sido tan estúpido... , resultó ser un moddy y un chiflado pasado de moda. Intentaba vencer a un malhechor internacional de alta tecnología y resulta ser el viejo verde del vecindario. ¡Qué pérdida de tiempo, Hassan! Me avergüenza recibir dinero de «Papa» por esto.

Mientras le hablaba, me acercaba despacio a él, y miraba a Okking, sacudía mi cabeza y actuaba como un amable sargento de policía en una película, tratando de persuadir a un desesperado palurdo de no arrojarse desde un saliente. Os doy mi palabra, es mucho más difícil de lo que parece.

—Friedlander Bey te ha pagado los últimos kiam que has visto en tu vida.

Hassan parecía triste de verdad.

—Puede que sí, puede que no —repuse, mientras me desplazaba despacio. Mis ojos permanecían fijos en los gruesos y rollizos dedos de Hassan, que envolvían un barato cuchillo árabe curvo—. He estado tan ciego... Trabajas para los rusos.

—Por supuesto —dijo Hassan, exaltado.

—Y tú secuestraste a Nikki.

Me miró con expresión de sorpresa.

—No, hijo mío, Abdulay la secuestró, no yo.

—Pero él cumplía tus órdenes.

—Las de Bogatyrev.

—Abdulay la raptó de la villa de Seipolt.

Hassan se limitó a asentir.

—Así que todavía seguía con vida la primera vez que interrogué a Seipolt. Estaba en algún lugar de la casa. El la quería viva. Y cuando regresé a pedirle explicaciones, ya había muerto.

Hassan me miró, mientras acariciaba el filo del cuchillo.

—Tras la muerte de Bogatyrev, la mataste y te deshiciste de su cuerpo. Luego asesinaste a Abdulay y a Tami para protegerte a ti mismo. ¿Quién le obligó a escribir las notas?

—Seipolt, oh, inteligentísimo.

—Entonces, Okking es el último. El único que podía relacionarte con los asesinatos.

—Y, por supuesto, tú.

—Por supuesto —dije—. Eres un actor muy bueno, Hassan. Me has engañado. Si no hubiera encontrado tu moddy ilegal y algunas cosas que relacionaban a Nikki con Seipolt, no hubiera tenido ninguna pista. —Sus dientes relucían en un exaltado gruñido—. Tú y los asesinos alemanes hicisteis un excelente trabajo. Nunca sospeché de ti hasta que me di cuenta de que cualquier información importante pasaba por tus manos. De «Papa» a mí; de mí a «Papa». Estuvo ante mis narices todo el tiempo, lo único que tenía que hacer era verlo. Por fin, se me ocurrió; eras tú, tú y tus malditos gordos, cortos y anchos dedos.

Estaba tan sólo a unos treinta centímetros de Hassan, dispuesto a dar otro paso con precaución, cuando me disparó.

Tenía una pequeña pistola blanca y lanzó una hilera de agujas en el aire en un gran arco circular. Las dos últimas agujas del cargador me dieron en el costado, justo bajo mi brazo izquierdo. Apenas las sentí, casi como si se le hubieran clavado a otra persona. Sabía que dentro de unos momentos comenzarían a dolerme mucho, y una parte de mi mente, tras los daddies, se preguntaba si estarían impregnadas o sólo eran afilados pedazos de metal para herir mi cuerpo. Si estaban drogadas o envenenadas, en seguida lo sabría. Era un momento desesperado. Había olvidado por completo que llevaba un arma conmigo. No pensaba ni por lo más remoto en mantener un duelo con Hassan. Cogí el daddy negro y lo puse en su sitio, aunque estaba derrumbándome por las heridas.

Fue como... , fue como estar atado a una mesa y tener a un dentista perforando el paladar de mi boca. Fue como estar al borde de un ataque epiléptico y no sufrirlo, deseando que se esfumase o tenerlo y acabar de una vez. Fue como si las luces más brillantes del mundo destellaran ante mis ojos, los sonidos más fuertes estallaran en mis oídos, demonios que lijaban mi carne, indescriptibles, abominables olores embotaban mi nariz, el más inmundo estiércol en mi garganta. Con gusto habría muerto sólo para que todo aquello cesara.

Yo quería matar.

Agarré a Hassan por las muñecas e hinqué los dientes en su garganta. Sentí su sangre caliente salpicándome el rostro. Recuerdo haber pensado en su maravilloso sabor. Hassan gritó de dolor. Me golpeó la cabeza, mas no podía liberarse del enloquecido animal que tenía sobre sí. Se tambaleó y cayó al suelo. Se vio perdido, puso otro cargador en su pistola y volvió a dispararme, y otra vez me abalancé sobre su garganta. Le arranqué la tráquea con los dientes y hundí mis tensos dedos en sus ojos. Sentí su sangre correr por mis brazos. Los gritos de Hassan eran horribles, dementes, pero casi fueron ahogados por los míos. El daddy negro me torturaba todavía, ardía en mi cabeza como ácido. Ni la locura, ni la enfurecida y salvaje ferocidad de mi ataque aliviaban mi tormento. Corté, desgarré y destripé el ensangrentado cuerpo de Hassan.

Mucho más tarde, me desperté, tranquilo, en el hospital. Habían transcurrido once días. Supe que había mutilado a Hassan hasta que ya no le quedaba vida y que, a pesar de eso, no me había detenido. Había vengado a Nikki y a todos los demás, pero logrado también que cada crimen de Hassan pareciera un inocente juego de niños. Había golpeado y destrozado el cuerpo de Hassan hasta que apenas era posible identificarle.

Después, había hecho lo mismo con Okking.

20

El doctor Yeniknani, el amable sufí turco, fue quien, por fin, me dio el alta. Había recibido mi ración de heridas de Hassan, aunque no las recuerdo, por lo que doy gracias a Alá. Las heridas de las agujas, lesiones y laceraciones constituyeron la parte fácil. El equipo médico se limitó a recomponerme y llenarme de vendajes. Esa vez, el ordenador se ocupaba de la medicación y no los desdeñosos enfermeros. El doctor programó una lista de drogas en la máquina, y la cantidad y la frecuencia con la que se me permitía recibirlas. Si había esperado el tiempo conveniente, el ordenador vertía soneína intravenosa por mi tubo alimenticio. Permanecí casi tres meses en el hospital y cuando salí, mi culo se sentía tan alegre y suave como el día en que nací. Tenía que comprarme uno de esos administradores de droga. Podría revolucionar la industria de narcóticos de la «Calle». Echan a unas cuantas personas del trabajo, pero ése ha sido siempre el precio de la libre empresa y el progreso.

Los golpes físicos que recibí, mientras intentaba reducir al viejo Hassan el chiíta a huesos para caldo, no fueron tan graves como para mantenerme en la cama tanto tiempo. En realidad, habrían podido curarme esas heridas en la sala de urgencias y habría salido a cenar y a bailar pocas horas después. El verdadero problema estaba dentro de mi cabeza. Había visto y hecho demasiadas cosas terribles, y el doctor Yeniknani y sus colegas consideraron la posibilidad de que si se limitaban a desconectar el daddy de castigo y el resto de los daddies, cuando todos los hechos y recuerdos golpearan mi pobre y desprotegido cerebro, terminaría tan loco como una araña con patines.

El chico americano me encontró —nos encontró, me refiero a mí, a Hassan y a Okking—, y llamó a la policía. Me llevaron al hospital y todos esos especialistas, en apariencia bien pagados y hábiles, no quisieron saber nada de mí. Nadie arriesgaba su reputación haciéndose cargo. «¿Le dejamos los potenciadores? ¿Se los quitamos? Si se los quitamos, puede quedar permanentemente loco. Si se los dejamos, pueden quemarle hasta el vientre. » Todo ese tiempo, el daddy negro estaba exprimiendo el centro de castigo de mi cerebro. Perdí el conocimiento una y otra vez, pero no soñé con la Dulce Pilar, podéis apostar por eso.

Primero, desconectaron mi chip de castigo, pero dejaron los otros para que me quedase en una especie de limbo insensible. Me devolvieron la plena consciencia muy despacio, analizándome a cada paso. Estoy orgulloso de poder decir que hoy me encuentro tan sano como siempre; guardo todos los daddies en su bolsa de plástico por si me pongo nostálgico.

Esa vez no tuve ninguna visita en el hospital. Quería que mis amigos tuvieran un buen recuerdo. Me dio la oportunidad de que la barba y el cabello volvieran a crecerme. Era un martes por la mañana cuando el doctor Yeniknani firmó mi alta.

—Le pido a Alá que no volvamos a verle por aquí —dijo.

Me encogí de hombros.

—A partir de ahora, voy a buscarme un pequeño negocio, tranquilo, vendiendo monedas falsas a los turistas. No quiero más problemas.

El doctor Yeniknani sonrió.

—Nadie quiere problemas, pero hay bastantes problemas en el mundo. No podemos escondernos de ellos. ¿Recuerda la azora más corta del noble Corán? Es una de las primeras reveladas por el Profeta, que las bendiciones y la paz sean con él. Dice: «Busco refugio en el Señor de la Humanidad, el Rey de la Humanidad, el Dios de la Humanidad, del taimado mal que susurra en los corazones de la Humanidad, de los djinn y de la Humanidad».

—Los djinn, la Humanidad, las armas y los cuchillos —dije.

El doctor Yeniknani sacudió la cabeza tranquilamente.

—Si buscas armas encontrarás armas. Si buscas a Alá encontrarás a Alá.

—Bueno —repuse con voz débil —, entonces tendré que empezar mi vida de nuevo cuando salga de aquí. Cambiaré de estilo y de forma de pensar, y olvidaré mis años de experiencia.

—Se burla de mí —dijo con tristeza—, pero quizá algún día escuche sus propias palabras. Rezo a Alá para que cuando ese día llegue todavía esté a tiempo de hacer lo que dice.

Entonces, firmó mis papeles y volví a ser libre, volví a ser yo, sin ningún lugar adonde ir.

Ya no tenía mi apartamento. Todo lo que poseía era una bolsa con un montón de dinero dentro. Llamé un taxi desde el hospital y nos dirigimos a casa de «Papa». Ésa era la segunda vez que aparecía sin estar citado, pero tenía la excusa de que no podía telefonear a Hassan para concertar una. El mayordomo me reconoció, incluso me obsequió con un instantáneo cambio de expresión. Era evidente que me había convertido en una celebridad. Los políticos y las estrellas del sexo pueden abrazarte y eso no significa nada, pero cuando los mayordomos del mundo se fijan en ti, te das cuenta de que algo de lo que crees de ti mismo es cierto.

Incluso pasaron de la sala de espera. Una de las «rocas parlantes» apareció ante mí, se dio media vuelta y empezó a andar. Le seguí. Entramos en el despacho de Friedlander Bey y avancé unos pasos hacia el escritorio de «Papa». Él se levantó, su anciano rostro se arrugó tanto al sonreír que temí se le quebrase en mil pedazos. Se apresuró hacia mí, agarró mi rostro entre sus manos y me besó.

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