Cuando falla la gravedad (30 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Eso le gustó más, significaba que todavía me preocupaba por ella, la muy puta. Tienes que estar diciéndoselo cada diez minutos o creen que vas a escabullir el bulto.

—Está bien, Marîd. ¿Quieres que te devuelva tus llaves?

Lo pensé un segundo.

—Sí. Así sabré dónde están. Conozco a alguien que te las robaría para entrar en mi casa.

Las sacó del bolso, me las lanzó y las recogí en el aire. Hizo el ademán de ir-a-trabajar y le dije veinte o treinta veces que la quería, que sería extremadamente cuidadoso y astuto, y que la llamaría un par de veces al día como comprobación. Me besó, miró furtivamente la hora, lanzó un sonoro suspiro y se apresuró hacia la puerta. Hoy tendría que pagar cincuenta de los grandes a Frenchy.

En cuanto Yasmin se fue, empecé a reunir todo lo que tenía y pronto me di cuenta de lo poco que era. No quería que ninguno de los asesinos me cazara en mi propia casa, de modo que necesitaba un lugar para estar hasta que volviera a sentirme a salvo. Por la misma razón, en la calle quería parecer diferente. Todavía tenía un montón de dinero de «Papa» en mi cuenta corriente y el dinero en efectivo que Hassan me había dado me permitiría moverme con un poco de libertad y seguridad. Nunca tardo mucho en hacer las maletas. Metí algunas cosas en una bolsa de nylon con cremallera, envolví la caja de daddies especiales en una camiseta y la puse encima de todo, cerré la bolsa y salí del apartamento. Cuando pisé la acera, me pregunté si a Alá le placería dejarme regresar a ese lugar. Sabía que me preocupaba sin motivo, como cuando sigues tocándote un diente dolorido. Jesús, qué fastidio era estar desesperado por seguir vivo.

Dejé el Budayén y atravesé la gran avenida hasta un conjunto de tiendas bastante caras; parecían más boutiques que el zoco que yo esperaba. Los turistas encontraban los recuerdos que buscaban, a pesar de que la mayor parte de abalorios estaban hechos en otros países, a muchos kilómetros de distancia. Probablemente no exista artesanía local en toda la ciudad, así que los turistas curioseaban felices entre loros de paja de alegres colores de México y abanicos de plástico de Kowloon. A los turistas no les importaba; así, nadie quedaba decepcionado. Todos éramos muy civilizados aquí, al borde del desierto.

Fui a un almacén de ropa de caballero donde vendían trajes europeos. Normalmente, no tengo dinero ni para comprarme un par de calcetines, pero «Papa» me estaba costeando una nueva imagen. Era tan diferente que ni siquiera sabía lo que necesitaba comprar. Me puse en manos del empleado, que parecía interesado de verdad en ayudar a los clientes. Le hice saber que era serio; a veces, \osfellahin entran en estas tiendas sólo para dejar su sudor sobre los trajes Oxford. Le dije que quería vestirme de los pies a la cabeza, lo que quería gastarme y que reuniese el vestuario. Yo no sabía combinar camisas y corbatas: ni siquiera sabía cómo hacer el nudo de la corbata, así que me llevé un folleto impreso con los diferentes nudos; en verdad, necesitaba la ayuda del empleado. Imaginé que se llevaba una comisión, así que le dejé que se excediese en un par de cientos de kiam. Hacía más que simular amabilidad, como la mayoría de dependientes. Ni siquiera evitaba tocarme y yo entonces estaba de lo más zarrapastroso que se puede estar. En el Budayén, eso incluye una amplia gama de estados andrajosos.

Pagué la ropa, le di las gracias al empleado y me llevé los paquetes dos manzanas más allá, al hotel Palazzo di Marco Aurelio. Formaba parte de una gran cadena internacional de capital suizo: todos eran iguales y ninguno tenía la elegancia que hacía al original tan encantador. No me importó. No buscaba elegancia ni encanto, buscaba un lugar para dormir en donde nadie me dejase frito por la noche. Tampoco sentí curiosidad para preguntar por qué un hotel, en esta plaza fuerte del Islam, llevaba el nombre de algún hijo de puta romano.

El tipo del despacho no mostró la actitud del vendedor de la tienda de ropa. En seguida supe que el encargado de las habitaciones era un esnob, que le pagaban por serlo, que el hotel le había llevado a elevar su esnobismo natural a cumbres etéreas. Nada de lo que yo pudiera decir rompería su enojo, era más tieso que un palo. Sin embargo, podía hacer algo y lo hice. Saqué todo el dinero que llevaba encima y lo desparramé sobre el mostrador de mármol rosado. Le dije que necesitaba una buena habitación individual para una semana o dos y le pagué en efectivo por adelantado.

Su expresión no cambió —seguía odiando mis tripas—, pero llamó a un ayudante y le dio instrucciones para que me encontrara una habitación. No le costó mucho. Subí los paquetes en el ascensor y los puse sobre la cama de la habitación. Creo que era una habitación agradable, con una buena vista de la parte trasera de unos edificios en el distrito comercial. Tenía mi propio aparato holo y bañera en lugar de una simple ducha. Vacié la bolsa sobre la cama y me puse>el traje árabe. Era el momento de hacerle otra visita a Herr Lutz Seipolt. Ésta vez, llevé unos cuantos daddies conmigo. Seipolt era un hombre astuto y su chico, Reinhardt, me causaría problemas. Me conecté un daddy de alemán y me llevé algunos de los controles mente-corporales. De ahora en adelante, sólo iba a ser algo borroso para la gente normal. No planeaba merodear por ningún sitio lo suficiente como para que alguien hiciera puntería conmigo. Marîd Audran, el supermán de las arenas.

Bill estaba sentado en su viejo y cascado taxi, y me senté a su lado en el asiento delantero. No se dio cuenta. Esperaba órdenes desde dentro como era lo normal. Le llamé por su nombre y le sacudí el hombro durante casi un minuto antes de que se volviera y me mirara.

—¿Sí? —dijo.

—Bill, ¿me llevas a casa de Lutz Seipolt?

— ¿Te conozco?

—Aja. Fuimos allí hace unas semanas.

—Para ti es fácil decirlo. Seipolt, ¿eh? ¿El alemán que le van las rubias con piernas? Puedo decirte ahora mismo que tú no eres, en absoluto, su tipo.

Seipolt me había dicho que ya no le iba nadie. Dios mío, Seipolt me había mentido. Yo estaba impresionado. Me senté y miré pasar la ciudad desde el coche mientras Bill la atravesaba. Siempre hace el viaje un poco más difícil de lo que es. Claro que esquivaba cosas en la carretera que la mayoría de la gente ni siquiera puede ver y lo hacía muy bien. No creo que chafase ni un solo demonio en todo el trayecto hasta la casa de Seipolt.

Salí del taxi y caminé despacio hasta la puerta de madera maciza de la casa de Seipolt. Llamé a la puerta y al timbre, y esperé... , nadie acudió. Rodeé la casa esperando encontrar al viejo encargado fellah que había visto la primera vez que estuve allí. La hierba crecía frondosa y las flores palpitaban en el curso de su temporada botánica. Oí el canto de los pájaros en lo alto de un árbol, sonido bastante raro en la ciudad, pero nada que indicara la presencia de personas en la finca. Quizá Seipolt había ido a la playa. Tal vez estaba comprando cigüeñas de bronce a la medínah. Quizá Seipolt y Reinhardt, ojos azules, se habían tomado la tarde libre para deambular por los cálidos lugares de la ciudad, e ir a cenar y a bailar bajo la luz de la luna y de las estrellas.

Alrededor de la gran casa, hacia la derecha, entre dos altos palmitos, se hallaba una puerta lateral en la pared encalada. Pensé que Seipolt no la había utilizado nunca; debía servir para entrar los víveres y sacar la basura. En esa parte de la casa crecían los áloes y la yuca y florecían los cactus, distintos de los de la parte frontal de la villa, con sus brotes de selva tropical. Empuñé el pomo y cedió. Alguien había ido a la ciudad a por el periódico. Entré y miré: hacia abajo, un tramo de la escalera sumido en la árida oscuridad; hacia arriba, un tramo más corto se adentraba en la despensa. Subí, atravesé la despensa, una fulgurante y bien equipada cocina, y un cuidado comedor. No vi ni oí a nadie. Hice un poco de ruido para hacer saber a Seipolt y a Reinhardt que estaba allí. No quería que me disparasen, pensando que era un espía o algo por el estilo.

Del comedor crucé por un recibidor y bajé por el pasillo donde estaba la colección de artefactos antiguos de Seipolt. Ahora me encontraba en terreno conocido. El despacho de Seipolt se hallaba precisamente... encima... de mí. La puerta permanecía cerrada, así que me situé frente a ella y llamé fuerte. Esperé y volví a llamar. Nada. Abrí la puerta y entré en la oficina de Seipolt. Estaba a oscuras con las cortinas corridas sobre las ventanas. La atmósfera olía a cargada y rancia, como si el aire acondicionado no funcionara y la habitación llevase cerrada bastante tiempo. Me pregunté si me atrevería a registrar el material del escritorio de Seipolt. Me acerqué y hojeé rápidamente algunos de los informes que se hallaban encima de una pila de papeles.

Seipolt yacía en una especie de glorieta, entre el ventanal de detrás de su escritorio y dos cómodas situadas contra la pared derecha. Llevaba un traje oscuro, oscurecido aún más por la sangre. Cuando miré sobre el escritorio por primera vez. pensé que era un tapete gris extendido sobre la alfombra marrón clara, pero entonces vi que se trataba de un trozo de su camisa azul pálido y una mano. Me acerqué unos pasos, sin mucho interés por comprobar lo cortado a pedacitos que estaba. Tenía el pecho abierto desde la garganta hasta la ingle y un par de masas sanguinolentas estaban desparramadas sobre la alfombra. Uno de sus órganos internos estaba metido en su otra mano tiesa.

Era obra de Xarghis Moghadhil Khan. Es decir, el James Bond que había trabajado para Seipolt. hasta hacía muy poco. Otro testigo y otra pista eliminados.

Encontré a Reinhardt en el piso de arriba, en su habitación, en el mismo estado. El pobre viejo árabe había sido asesinado en el césped, detrás de la casa, mientras trabajaba entre las hermosas flores que alimentaba desafiando a la naturaleza y al clima. Asesinados y luego desmembrados. Khan había pasado de una víctima a otra, asesinándolas de prisa y sin hacer ruido. Se movió más en silencio que un fantasma. Antes de volver a la casa, me enchufé unos cuantos daddies que suprimían el miedo, el dolor, la angustia, el hambre y la sed. El daddy de alemán todavía estaba en su sitio, pero me pareció que no iba a serme de mucha utilidad esa noche.

Me dirigí al despacho de Seipolt. Quería volver y buscar en su escritorio. Pero, antes de llegar a la habitación, alguien me dijo:

—¿Lutz?

Me giré para verle. Era una rubia con piernas.

¿Lutz? —preguntó —. Bist du noch bereifi Ich heisse Marîd Audran, Fraulein. Wissen Sie wo Lutz ist?

En ese momento, mi cerebro se había tragado todo el potenciador de alemán. No era como si simplemente tradujese al alemán el árabe, sino como si estuviera hablando un idioma que conocía desde mi más tierna infancia.

—¿No está aquí abajo? —preguntó ella.

—No, y tampoco puedo encontrar a Reinhardt.

—Deben haber ido a la ciudad. Dijeron algo así después de comer.

—Apuesto a que han ido a mi hotel. Teníamos un compromiso para cenar y entendí que debía encontrarme con él aquí. Alquilé un coche para venir. ¡Qué maldita estupidez! Creo que llamaré al hotel, dejaré un mensaje para Lutz y llamaré a otro taxi. ¿Quiere venir?

Se mordisqueó la uña del pulgar.

—No sé si debo —dijo.

—¿Ha visto ya la ciudad?

Frunció el ceño.

—No he visto otra cosa que esta casa desde que he llegado —respondió malhumorada.

Asentí con la cabeza.

—Así es él, demasiado duro. Siempre dice que se lo va a tomar con calma y a disfrutar, pero se muestra severo consigo y con todos los que le rodean. No quiero decir nada contra él —después de todo, es uno de mis más viejos asociados y de mis más queridos amigos—, pero creo que es malo para él comportarse de esa forma. ¿Tengo razón?

—Eso es lo que yo le digo —respondió ella.

—Entonces, ¿por qué no volvemos al hotel? Puede que nos encontremos allí, los cuatro, nosotros le relajaremos un poco esta noche. Cena y espectáculo como mis invitados, insisto.

Sonrió.

—Déjeme...

—Debemos apresurarnos —dije—. Si no regresamos rápido, Lutz volverá aquí. Es un hombre impaciente. Entonces tendremos que hacer otro viaje... por un camino horroroso, ya sabe. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

—Pero si vamos a ir a cenar...

Debí haberlo pensado.

—Creo que ese vestido le sienta de maravilla, querida, pero si lo prefiere, le suplico que me permita complacerla con cualquier otra prenda que usted desee y cualquier accesorio que considere necesario. Lutz me ha ofrecido muchos regalos a lo largo de los años. Sería un gran placer responder a su generosidad de este modo. Podemos ir de compras antes de cenar. Conozco algunas tiendas inglesas, francesas e italianas muy exclusivas. Estoy seguro de que le encantarán. Podrá elegir su traje para la noche mientras Lutz y yo nos ocupamos de nuestros asuntos. Todo será maravilloso.

La cogí por el brazo y la saqué por la puerta principal. Caminamos por el camino de grava hasta el taxi de Bill. Abrí una de las portezuelas traseras y la ayudé a entrar, di la vuelta por detrás del taxi y penetré por el otro lado.

—Bill —dije en árabe —, regresamos a la ciudad. Al hotel Palazzo di Marco Aurelio.

Bill me miró con tristeza.

—Marco Aurelio también está muerto, ya sabes —dijo mientras ponía el taxi en marcha.

Sentí un escalofrío al preguntarme qué quería decir con ese «también».

Me dirigí a la hermosa mujer que estaba a mi lado.

—No se preocupe por el taxista —dije en alemán—. Como todos los americanos, está loco. Es la voluntad de Alá.

—No ha telefoneado al hotel —dijo, sonriéndome con dulzura.

Le gustaba la idea de un vestido nuevo y joyas sólo porque salíamos a cenar. Yo era un árabe loco con demasiado dinero. A ella le gustaban los árabes locos, lo sabía.

—No, no lo he hecho. Llamaré tan pronto lleguemos.

Ella arrugó la nariz, pensativa.

— Pero si llegamos...

—No lo entiende —dije—. El recepcionista es capaz de hacer estos recados a los huéspedes corrientes, pero cuando los huéspedes son, como le diría... especiales, como Herr Seipolt o yo mismo, se debe hablar directamente con el encargado.

Sus ojos se abrieron.

—Ah —dijo.

Miré hacia atrás, hacia el refrescante jardín regado que el dinero de Seipolt había impuesto en el mismo extremo de las amenazadoras dunas. En un par de semanas, ese lugar parecería tan seco y muerto como el centro del Empty Quarter. Me volví hacia mi compañera y sonreí con serenidad. Charlamos todo el viaje de regreso a la ciudad.

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