Cuando falla la gravedad (26 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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—¿Por qué, Marîd? ¿Qué te ocurre? ¡Pareces tener fiebre!

Volví la cabeza y juré. Por amor de Alá, de verdad deseaba abofetearla.

—Tengo este moddy —dije, sin mover los dientes ni una fracción de milímetro—. Tengo que saber qué hay en él.

—¡Tonterías, Marîd! ¿Qué es tan importante? —me cogió el moddyy lo examinó—. Está dividido en tres bandas, cariño.

—¿Cómo puedes decirme lo que tiene grabado?

Sonrió.

—Es la cosa más fácil del mundo.

Con una mano se desconectó el moddy de Scarlett O'Hara y lo dejó con descuido a su lado, chocó con una tira de daddies y fue a parar a un rincón. Laila nunca volvería a encontrar su moddy de Scarlett. Con la otra mano centró mi moddy sospechoso y se lo conectó. Su relajado rostro se tensó un poco. Luego, cayó al suelo.

—¿Laila?

Se desfiguraba en grotescas posturas, sacaba la lengua, con los ojos abiertos, la mirada fija en el vacío. Hizo un ruido grave y sollozó, como si hubiera sido golpeada y maltratada durante horas y no le quedasen fuerzas para gritar. Su respiración era pesada y profunda, oía como raspaba su garganta. Sus manos eran un manojo de varas secas que arañaban inútilmente su cabeza, en un desesperado intento por desconectarse el moddy, pero no podía controlar sus músculos. Lloraba en lo profundo de su garganta, y se tambaleaba en el suelo hacia atrás y hacia adelante. Quería ayudarla, pero no sabía qué hacer. Si me acercaba más, podía despedazarme.

Había dejado de ser humana y comprobarlo era terriblemente fácil. Al que hubiera diseñado ese moddy le gustaban los animales, le agradaba hacer cosas a los animales. Laila se comportaba como una criatura grande, no un gato casero o un pequeño perro, sino un animal de la jungla enjaulado, atormentado y furioso. Pude oír su chirrido; vi cómo mordía las patas de los muebles y dirigía sus inexistentes colmillos hacia mí. Cuando me detuve cerca de ella, se me abalanzó con más rapidez de lo que yo creí posible. Traté de cogerle el moddy y salí con tres grandes y sangrientos cortes en el brazo. Sus ojos me miraron. Se agazapó, con las rodillas hacia adelante.

Laila saltó, abalanzó su delgado cuerpo negro sobre mí. Aulló y me echó las manos al cuello. Me asustaba su aspecto, el cambio que se había operado en la anciana. No era Laila la que me atacaba, era el viejo cuerpo de bruja poseído por la corruptora influencia del moddy. En cualquier momento, hubiera podido deshacerme de Laila con una mano, pero entonces me encontraba en peligro de muerte. La fiera que había en Laila no se contentaría con arrinconarme o herirme. Quería matarme.

Mientras volaba hacia mí, la esquivé con tanta habilidad como pude, moviendo los brazos de la misma forma que el torero engaña al ojo del toro. Se estrelló contra una caja de daddies usados, quedó de espaldas y agitó las piernas hacia arriba como para destriparme. Le golpeé en la sien con el puño. Hubo un ruido sordo, de huesos rotos, y se desplomó sobre la caja. Me agaché, le desconecté el moddy ilegal y lo metí con el resto de mi software. Laila no estaba inconsciente del todo, aunque sí aturdida. Tenía los ojos desenfocados y deliraba. Cuando estuviera mejor, se sentiría muy desgraciada. Busqué rápido algo en su tienda para llenar su injerto vacío. Abrí un paquete nuevo de moddies, creo que era una unidad didáctica, porque llevaba tres daddies. Algo sobre el modo de ofrecer cenas a los burócratas de Anatolia. Estaba seguro de que Laila lo encontraría fascinante.

Descolgué el teléfono y llamé al hospital donde me habían hecho la ampliación. Pedí por el doctor Yeniknani; cuando respondió, le expliqué lo sucedido. Me dijo que en cinco minutos saldría una ambulancia hacia la tienda de Laila. Quería que le diera el moddy a uno de los auxiliares. Le dije que todo lo que averiguase del moddy era confidencial, que no informara de ello a la policía ni a Friedlander Bey. Hubo un largo silencio, pero, al fin, el doctor Yeniknani accedió. Me conocía y confiaba más en mí que en Okking y «Papa» juntos.

La ambulancia llegó en veinte minutos. Vi como los dos auxiliares colocaban a Laila con cuidado sobre una camilla y la metían en la ambulancia. Confié el moddy a uno de ellos y le recordé que no se lo entregara a nadie que no fuese el doctor Yeniknani. Asintió apresuradamente y se sentó al volante. Vi la ambulancia alejarse, salir del Budayén hacia lo que la ciencia médica pudiera o no hacer por Laila. Me guardé mis dos adquisiciones y cerré la puerta de la tienda de la vieja. Luego salí de aquel infierno. Una vez en la acera, comencé a temblar.

Me jodía saber lo que había averiguado. Primero: suponiendo que el moddy ilegal perteneciese al degollador, ¿lo llevaba él o se lo ponía a sus víctimas? ¿Sabría un lobo gris o un tigre siberiano quemar a una persona indefensa con un cigarrillo? No, tenía más sentido imaginar el moddy conectado a una víctima enfurecida, puesta a buen recaudo. Eso en cuanto a las quemaduras de las muñecas, pero Tami, Abdulay y Nikki tenían el cráneo destrozado. ¿Qué hizo el asesino si la víctima no era un moddy? Tal vez comerse un caramelo y enfadarse toda la tarde.

Lo que tenía muy claro era que andaba en busca de un pervertido que necesitaba un animal salvaje y carnívoro enjaulado para que sus jugos brotasen. La idea de abandonarlo todo cruzó por mi mente; la repetida idea de dejarlo, a pesar de las blandas amenazas de Friedlander Bey. Esta vez llegué a imaginarme junto a la agrietada carretera, en espera del viejo autobús eléctrico con la muchedumbre de pasajeros encima. Se me revolvía el estómago y sólo tenía mucho espacio para moverme.

Era demasiado pronto para encontrar a «Medio-Hajj» y hablarle de convertirse en mi cómplice. Quizá a las tres o las cuatro estuviera en el Café Solace, junto con Mahmud y Jacques; hacía semanas que no les veía. Ni a Saied, desde la noche que mandó a Courvoisier Sonny a la Gran Ruta Circular del paraíso, o a algún otro lugar. Regresé a casa. Pensé sacar el moddy de Nero Wolfe, mirarlo y darle vueltas en mis manos un par de docenas de veces y quizá quitarle el envoltorio y averiguar si tendría que tragarme unas cuantas pastillas o una botella de tende para tener el valor de conectarme el maldito chip.

Cuando entré en mi apartamento, Yasmin se encontraba allí. Me sorprendió. Aunque ella estaba preocupada y dolida.

—Saliste ayer del hospital y ni siquiera me llamaste —gritó.

Se dejó caer en un rincón de la cama y me miró con enfado.

—Yasmin...

—Muy bien, dijiste que no querías que te visitara en el hospital y así lo hice. Pero pensé que nos veríamos en cuanto volvieses a casa.

—Quise hacerlo, pero...

—Entonces, ¿por qué no me llamaste? Apostaría a que estuviste aquí con otra.

—Anoche fui a ver a «Papa». Hassan me dijo que debía presentarme ante él.

Me dirigió una mirada de duda.

—¿Y estuviste allí toda la noche?

—No —admití.

—¿Pues a quién más viste? Respiré profundamente.

—Vi a Selima.

El mal humor de Yasmin se transformó en una repentina mueca de desprecio.

—Ah, ¿es eso lo que te mola ahora? ¿Cómo está? ¿Tan bien como su propaganda?

—Selima está en la lista, Yasmin. Con las «hermanas».

Me miró perpleja.

—Dime por qué no me sorprende. Le advertimos que tuviera cuidado.

—No basta con tener cuidado. No, a no ser que vivas en una cueva a cien leguas de tu vecino más cercano. Y ése no era el estilo de Selima.

—No.

Se hizo un breve silencio. Creo que Yasmin pensaba que ése tampoco era su estilo, que le estaba sugiriendo que eso mismo podía pasarle a ella. Bien, espero que lo pensase así porque era cierto. Siempre era cierto.

No le hablé del sangriento mensaje que el asesino de Selima me dejó en el baño de la suite del hotel. Alguien pensaba en Marîd Audran como en un tipo fácil, así que era el momento de que Marîd Audran se tomase las cosas a pecho. Además, decírselo no mejoraría el humor de Yasmin, ni el mío.

—Hay un moddy que quiero probar —dije. Levantó una ceja.

—¿Alguien que yo conozca?

—No, no lo creo. Es un detective sacado de unos viejos libros. Creo que puede ayudarme a poner fin a estos crímenes.

—Oh, oh. ¿Lo ha sugerido «Papa»?

—No. «Papa» no sabe lo que voy a hacer en realidad. Le dije que iría a la zaga de la policía y observaría las pistas a través de un cristal de aumento. Me creyó.

—A mí me parece una pérdida de tiempo.

—Y es una pérdida de tiempo, pero a «Papa» le gustan las cosas ordenadas. Él trabaja de modo firme, eficiente, más pesado y lento.

—A pesar de eso, lo hace.

—Sí. admito que lo consigue. Pero no quiero que me mire por encima del hombro, y coarte cada paso que yo dé. Voy a hacer este trabajo por él, sin embargo, lo haré a mi manera.

—No sólo haces el trabajo por él, Marîd. También por nosotros. Por todos nosotros. Y además, ¿recuerdas el 7 Ching? Decía que nadie te creería. Es ahora cuando debes obrar según lo que pienses que es correcto, y al final vencerás.

—Sí —repliqué con una sonrisa sombría—. Sólo espero que mi fama no sea póstuma.

—«No codicies aquello con lo que Alá ha distinguido a algunos de vosotros. De los hombres, la fortuna que han ganado; de las mujeres, la fortuna que han ganado. No os tengáis envidia, sino pedid la bondad de Alá. ¡Fijaos! ¡Alá es el conocedor de todas las cosas!»

—Muy bien, Yasmin, cítamelo. De repente, eres religiosa.

—Tú eres el que se preocupa por encontrar la devoción. Yo siempre he creído, aunque no lo practique.

—El ayuno sin la oración es como un pastor sin rebaño, Yasmin. Y tú ni siquiera ayunas.

—Sí, pero...

—Pero nada.

—Vuelves a cambiar de tema. Estaba en lo cierto, así que cambié de evasivas. —Ser o no ser, cariño, ésa es la cuestión. —Lancé el moddy al aire y lo recogí—. Qué es más noble...

—¿Vas a conectarte esa maldita cosa?

Respiré afondo.

— En el nombre de Dios —murmuré, y me lo conecté.

La primera sensación escalofriante fue la de ser engullido de repente por una fantástica masa de carne. Nero Wolfe pesaba un séptimo de tonelada, ciento cuarenta y cinco kilos, o más. Todos los sentidos de Audran creyeron que había ganado sesenta kilos en un instante. Cayó al suelo, aturdido, necesitado de aire. A Audran le habían advertido que pasaría un período de tiempo de adaptación a cada moddy que emplease; grabado de un cerebro vivo o programado para parecerse a un personaje de ficción, estaría pensado para el cuerpo ideal, no parecido al de Audran en muchos aspectos. Los músculos y nervios de Audran necesitaban un poco de tiempo para aprender a compensar. Nero Wolfe era mucho más gordo que Audran y también más alto. Cuando este último conectara el moddy, caminaría como Neto Wolfe; entendería las cosas con la facultad y la capacidad mental de Wolfe; acomodaría su imaginaría corpulencia a las sillas, con el cuidado y la delicadeza de Wolfe. A Audran le impresionó más de lo que esperaba.

Después de un momento, Wolfe oyó la voz de una mujer joven. Parecía preocupada. Audran seguía tendido en el suelo e intentaba respirar, además de, simplemente, tenerse en pie.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la joven.

Los ojos de Wolfe se convirtieron en unas pequeñas hendiduras en las rollizas bolsas que los rodeaban. La miró.

—Perfectamente, señorita Nablusi —respondió.

Se sentó despacio y ella se le acercó para ayudarle a incorporarse. Con la mano, él le indicó que no, aunque se apoyó un poco en ella para ponerse en pie.

Los recuerdos de Wolfe, ingeniosamente contenidos en el moddy, se mezclaron con los pensamientos, sensaciones, sentimientos y recuerdos ocultos de Audran. Wolfe dominaba varios idiomas: inglés, francés, español, italiano, latín, serbocroata y otros. No había espacio para recoger tantos daddies de lenguaje en un único moddy. Audran se preguntó cómo se dice en francés al-kalb y lo sabía: le chien. Claro que Audran ya hablaba un perfecto francés. Se preguntó al-kalb en inglés y en croata, pero se le escapaban: los tenía en la punta de la lengua, un hormigueo mental, uno de esos frustrantes lapsus de memoria. Audran y Wolfe no podían recordar quiénes hablaban croata o dónde vivían. Audran no conocía ese lenguaje hasta entonces. Todo eso le hizo sospechar la profundidad de su ilusión. Esperaba que no ocurriera en algún momento crucial cuando Audran dependiera de Wolfe para sacarle de una situación de vida o muerte.

—Fin —silbó Wolfe.

Ah, pero Nero Wolfe pocas veces se encontraba metido en situaciones comprometidas. Dejaba que Archie Goodwin corriera con la mayor parte de los riesgos. Wolfe descubriría a los asesinos del Budayén sentado tras su viejo despacho familiar —imaginariamente, por supuesto—, y razonaría la identidad de los asesinos. Entonces, la paz y la prosperidad descenderían una vez más sobre la ciudad y en todo el Islam resonaría el nombre de Marîd Audran.

Wolfe miró a la señorita Nablusi. Solía mostrar cierto rechazo por las mujeres, rechazo que, a veces, lindaba con la hostilidad más descarada. ¿Qué sentiría ante un transexual? Después de un momento de reflexión, el detective pareció sentir la misma desconfianza que demostraba por el crecimiento orgánico, nada artificialmente añadido, femenino en general. Casi siempre, se mostraba flexible y objetivo al evaluar a las personas; de otro modo, no habría podido ser un detective tan brillante. Wolfe no hubiese tenido dificultad en interrogar a la gente del Budayén, o comprender sus extravagantes actitudes y motivaciones.

Mientras su cuerpo se sentía cada vez más cómodo en el moddy, la personalidad de Marîd Audran se retiraba a la pasividad, limitándose a hacer sugerencias, mientras Wolfe adquiría más control. Estaba claro que llevar un moddy podía conducir a gastar un montón de dinero. Igual que el asesino que llevaba el moddy de James Bond había reformado su apariencia física y su vestuario para adaptarse a su asumida personalidad, también Audran y Wolfe, de repente, querían invertir en camisas y pijamas amarillos, contratar a uno de los mejores chefs del mundo y coleccionar cientos de raras y exóticas orquídeas. Todo eso tendría que esperar.

—Fin —refunfuñó Wolfe de nuevo.

Alargaron el brazo y se desconectaron el moddy.

De nuevo me sentí aturdido y desorientado y me encontré en mi propia habitación mirando mi mano, y el moddy que sostenía, con expresión estúpida. Volvía a encontrarme en mi propio cuerpo y en mi propia mente.

—¿Cómo ha estado? —preguntó Yasmin. La miré.

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