Cuando falla la gravedad (11 page)

Read Cuando falla la gravedad Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

La RPM o el acetilato de neocorticina puede comprarse en la calle. No hay mucho mercado de estas drogas. Ambas tienen efectos idénticos a largo plazo. Después de repetidas dosis de estas drogas, comienza una degeneración del sistema nervioso del individuo. Afectan a los centros aglutinantes del cerebro humano que utilizan la acetilcolina, un neuro-transmisor. Estas nuevas drogas psicodélicas atacan y ocupan esos centros de la misma forma que un ejército victorioso se adueña de una ciudad conquistada. No pueden ser eliminadas, ni por las propias defensas naturales del cuerpo, ni por terapia médica alguna. Las experiencias alucinatorias no tienen paralelismo en la historia farmacológica; pero el precio que se paga por ellas resulta exorbitante, desde el punto de vista de la lesión. A la persona que los emplea, se le seca el cerebro, en el sentido literal de la palabra, sinapsis a sinapsis. La condición resultante tiene unos síntomas indiferenciables de un Parkinson o un mal de Alzheimer avanzados. Cuando las drogas empiezan a obstaculizar el sistema nervioso autónomo, su uso continuado es probable que resulte fatal.

Bill no había alcanzado todavía ese estado. Vivía una existencia de ensueño que duraba día y noche. Algunas veces recuerdo como es, cuando tomo una droga psicodélica menos peligrosa y me invade el temor a «no bajar jamás», una ilusión común que empleas para torturarte a ti mismo. Te sientes como si esta vez en especial, esta particular experiencia de una droga, al contrario que las placenteras sensaciones pasadas, te quedes colgado y algo se rompa en tu cabeza. Tiemblas, aterrorizado, mientras te prometes a ti mismo que nunca volverás a tomar otra píldora de ésas, y te enfrentas a las embestidas de tus sueños más negros. Sin embargo, por fin, te recuperas, el efecto de la droga desaparece y, más tarde o más temprano, olvidas lo horrible que fue. Y vuelves a repetirlo. Quizá en esta ocasión tengas más suerte, quizá no.

6

No había ningún «quizá» para Bill. El nunca «bajaría». Cuando esos momentos de horror absoluto empezaban, no había forma de remediar la ansiedad. Uno no podía decirse que si se colgaba demasiado, volvería a la normalidad por la mañana. Bill jamás volvería a la normalidad. Eso era lo que él quería. Y en cuanto a la muerte, célula a célula, de su sistema nervioso, Bill se encogía de hombros.

—Algún día han de morir, ¿no?

—Sí —respondí, al tiempo que me agarraba, nervioso, al asiento de su taxi mientras éste se precipitaba por estrechas y tortuosas callejas.

Y si se mueren todas al unísono, los demás darán una fiesta en tu funeral. No tendrás nada. Te enterrarán. En cambio, de esta manera, yo podré despedirme de las células de mi cerebro. Han hecho mucho por mí. Adiós, adiós, buen viaje, me alegro de haberos conocido. Me despediré de todas ellas, pequeñas malditas jodidas. Si te mueres como una persona normal, ¡bam! estás muerto, detención violenta de cada maldita parte de ti, azúcar en el depósito, agua en el carburador, parada forzosa... , dispones de un segundo, tal vez dos, para avisar a Dios de tu llegada. Horrible modo de terminar. Vives una existencia violenta que acaban con una muerte violenta. Yo sólo suelto una neurona cada vez. Una noche llegará mi hora, me iré dulcemente. Y a la mierda quien diga que no. Ese mamón de muerto, tío, ¿qué sabe él? Ni siquiera tiene coraje para poner en práctica sus convicciones. Quizá cuando me haya muerto, los demonios no sepan que estoy allí si mantengo la boca cerrada. Tal vez me dejen tranquilo. No quiero que me jodan después de muerto, tío. ¿Cómo puedes protegerte después de muerto? Piénsalo, tío. Me gustaría ponerle las manos encima al tipo que inventó los demonios, tío. ¡Y ellos me llaman loco... !

Yo no tenía ganas de discutir.

Bill me llevó hasta la casa de Seipolt. Siempre iba en el taxi de Bill cuando salía de la ciudad por cualquier motivo. Su locura me distraía de la persistente normalidad de mi entorno, la carencia de caos impuesta en todas partes. Viajar con Bill era como llevar un poco del Budayén conmigo, por seguridad. Como llevarse una botella de oxígeno al profundo y oscuro abismo.

La casa de Seipolt se hallaba lejos de! centro de la ciudad, en el extremo sudeste. Estaba a un paso del reino de las arenas perpetuas, donde las dunas esperaban que nos relajáramos un poco para cubrirnos como cenizas, como polvo. La arena acabaría con todos los conflictos, todos los esfuerzos, todas las esperanzas. Se abalanzaría como un ejército victorioso sobre una ciudad conquistada, y descansaríamos para siempre bajo la arena, en las oscuras profundidades del abismo. La noche señalada llegaría, pero no ahora. No, aquí no, todavía no.

Seipolt velaba por mantener el orden y detener el desierto. Las palmeras se encorvaban en torno a la villa y los jardines florecían porque el agua era obligada a fluir hasta ese inhóspito paraje. Las buganvillas estaban en flor y la brisa perfumaba el aire con seductores aromas. Las puertas de hierro se conservaban en buen estado, pintadas y engrasadas, los largos y sinuosos caminos limpios y rastrillados, las paredes encaladas. Era una magnífica residencia, el hogar de un hombre rico. Un refugio contra la arena al acecho, contra la noche al acecho, que aguardaban con toda paciencia.

Me senté en el asiento posterior del taxi de Bill. Su ingenio se desperdiciaba groseramente y él murmuraba y reía para sí. Me sentí pequeño y necio: la mansión de Seipolt me imponía respeto. ¿Qué iba a decirle a Seipolt? El hombre tenía poder. Yo no podría detener ni siquiera un puñado de arena, aunque lo intentase con toda mi voluntad y rezase a Alá al mismo tiempo.

Le pedí a Bill que esperase y le observé hasta comprobar que, en algún recóndito lugar de su mente, me había comprendido. Salí del taxi, crucé la puerta de hierro, y anduve por el camino de gravilla blanca hasta la entrada principal de la villa. Sabía que Nikki estaba loca. Sabía que Bill estaba loco. Y, en esos momentos, caí en la cuenta de que tampoco yo estaba bien del todo.

Mientras oía el crujido de mis pies contra las piedrecillas, me pregunté por qué no regresábamos al lugar de donde procedíamos. Ése era el verdadero tesoro, el mayor don: hallarse en el lugar que te corresponde en realidad. Si tenía suerte, algún día encontraría ese lugar. Inshallah. Si es la voluntad de Alá.

La puerta principal era de madera rubia maciza, con grandes goznes y una rejilla de hierro. Se abrió cuando yo levantaba la mano para asir la aldaba de bronce. Un europeo alto, delgado y rubio me amedrentó con la mirada. Tenía ojos azules (al contrario que los del Bill, los de ese hombre eran de aquellos que siempre se describen como «penetrantes» y, por las barbas del Profeta, me sentí atravesado), nariz recta con grandes agujeros, mandíbula cuadrada y una boca de labios tensos que parecía detenida en una expresión permanente de leve repugnancia. Se dirigió a mí en alemán. Negué con la cabeza.

—Anaa la afham —dije, con la sonrisa del estúpido campesino por el que me había tomado.

El hombre rubio parecía impaciente. Lo intentó en inglés. Sacudí la cabeza de nuevo, sonreí, me disculpé y le llené los oídos de árabe. Era obvio que no encontraba sentido alguno a mis palabras y que no iba a esforzarse en buscar otro idioma que yo comprendiera. Cuando estaba a punto de cerrarme la pesada puerta en las narices, vio el taxi de Bill. Eso le dio que pensar. Yo parecía un árabe; para aquel hombre, todos los árabes eran más o menos iguales y una de sus características comunes era la pobreza. Sin embargo, yo había tomado un taxi para que me condujera a la residencia de un hombre rico e influyente. Le costaba entenderlo, pero ya no parecía tan dispuesto a echarme con cajas destempladas. Me señaló y murmuró algo. Supongo que era «Espera aquí». Sonreí, toqué mi corazón y mi frente y alabé a Alá tres o cuatro veces.

Un minuto después, el rubio volvió con un viejo, un árabe empleado en la casa. Los dos hombres hablaron brevemente. El viejo fellah se volvió hacia mí y me sonrió.

—¡La paz sea contigo! — dijo.

—Y contigo —respondí—. Compadre, ¿es este hombre el honorable y excelente Lutz Seipolt Pasha?

El viejo se rió un poco.

—Te equivocas. No es sino el portero, un sirviente como yo.

Dudé que fueran iguales. Resultaba evidente que el rubio formaba parte de la comitiva que Seipolt se había traído de Alemania.

—¡Por mi honor, soy un estúpido! —dije—. He venido a hacerle una importante pregunta a su excelencia.

Los términos árabes de cortesía suelen emplear con frecuencia esa esmerada adulación. Seipolt era alguna especie de hombre de negocios. Ya estaba dispuesto a llamarle pashá (título obsoleto empleado en la ciudad para congraciarse) y excelencia (como si fuera una especie de embajador). El viejo y curtido árabe comprendió perfectamente lo que yo hacía. Se dirigió al alemán y le tradujo la conversación.

El alemán pareció menos complacido aún, y respondió con una simple y lacónica frase.

—Reinhardt, el portero —me dijo el árabe—, desea oír la pregunta.

Sonreí ante los duros ojos de Reinhardt.

—Busco a mi hermana, a Nikki.

El árabe se encogió de hombros y transmitió la pregunta. Reinhardt pestañeó e inició un gesto, pero se arrepintió. Le dijo algo al viejo fellah.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —me tradujo el árabe—. No hay ninguna mujer en esta casa.

—Estoy seguro de que mi hermana se encuentra aquí. Es cuestión del honor de mi familia.

Sonó como una amenaza. Los ojos del árabe se abrieron.

Reinhardt dudó. No sabía si darme con la puerta en las narices o subir la escalera para transmitir el problema. Supuse que era un cobarde, y estaba en lo cierto. No quiso asumir la responsabilidad de la decisión, de modo que convino en trasladarme a algún lugar de la fresca y lujosa villa. Me alegró el poder escapar del ardiente sol. El viejo árabe desapareció, regresó a sus obligaciones. Reinhardt no se dignó mirarme ni dirigirme la palabra. Se internó en la casa y yo le seguí. Llegamos hasta otra pesada puerta de madera oscura con finas vetas. Reinhardt llamó. Respondió una voz ronca con la que Reinhardt habló. Hubo una corta pausa; luego, la voz ronca dio una orden. Reinhardt giró el picaporte, empujó la puerta un poco y entró. Le seguí con la necia expresión de campesino árabe en mi rostro. Junté las manos suplicante e incliné la cabeza unas cuantas veces como buena medida.

—¿Es usted Su Excelencia? —pregunté en árabe.

Me encontraba frente a un hombre de toscas facciones, calvo, corpulento, de unos sesenta años, con un moddy y dos o tres daddies conectados en su cráneo, brillante de sudor. Se sentaba tras un desordenado escritorio. Sostenía el teléfono con una mano y con la otra una pistola automática de azulado acero. Me sonrió.

—Por favor, hágame el honor de acercarse —dijo en un árabe sin acento, probablemente era el idioma de su daddy el que hablaba por él.

Me incliné otra vez. Intentaba pensar, pero mi mente estaba como un papel en blanco. A veces, las pistolas automáticas me lo provocan.

—Excelencia —dije—, le pido perdón por las molestias.

—Al infierno con toda esa mierda de excelencia. Di por qué estás aquí. Sabes quién soy. Sabes que no tengo tiempo que perder.

Saqué la carta de Nikki de la bolsa que llevaba colgada del hombro y se la entregué. Supuse que se haría una rápida idea.

La leyó y colgó el teléfono, pero no dejó el arma.

—Entonces, ¿tú eres Marîd? —dijo, dejando de sonreír.

—Tengo ese privilegio.

—No te hagas el listo conmigo. Siéntate en esa silla —ordenó Seipolt, indicándomela con la pistola—. He oído una o dos cosas acerca de ti.

—¿De Nikki?

Seipolt negó con la cabeza.

—Aquí y allí en la ciudad. Ya sabes cómo les gusta comentar a los árabes.

Sonreí.

—No sabía que tuviera esa reputación.

—No hay por qué alterarse, chico. ¿Qué te hace pensar que Nikki, quienquiera que sea, se encuentra aquí? ¿Esa carta?

—Esta casa parece un buen lugar para empezar a buscar. Si no se halla aquí, ¿por qué su nombre ocupa un lugar tan destacado en sus planes?

Seipolt parecía realmente desconcertado.

—No tengo ni idea, ésa es la verdad. Nunca había oído hablar de tu Nikki y no siento ningún interés en ella. Como mi personal te confirmará, hace años que no siento interés por ninguna mujer.

—Nikki no es cualquier mujer. Es una mujer en apariencia, reconstruida sobre un chasis de hombre. Quizá eso es lo que ha despertado su interés todos estos años.

En el semblante de Seipolt creció la impaciencia.

—Deja de molestarme, Audran. Yo ya no tengo el aparato para interesarme sexualmente por nadie ni por nada. Ya no siento el deseo de satisfacer ese requisito. He descubierto que prefiero los negocios. Versteh?

Asentí.

—Imagino que no me permitirá inspeccionar su adorable casa. No le molestaré mientras trabaja. No se preocupe por mí, estaré tan quieto como un jerbo.

—No, los árabes roban.

Su sonrisa creció lentamente hasta convertirse en algo maligno. No me altero con facilidad, así que me limité a ignorarle. —¿Sería tan amable de devolverme la carta? —pregunté. Seipolt se encogió de hombros. Me acerqué a su mesa, recogí la nota de Nikki y la metí en mi bolsa.

—¿Importación-exportación? —pregunté. Seipolt se sorprendió.

—Sí —dijo, bajando la vista hasta un montón de tarjetas de embarque.

—¿Algo en particular, o los excedentes acostumbrados?

—¿Qué demonios te importa lo que yo...?

Esperé a que pronunciara la mitad de su colérica respuesta para golpearle rápidamente en el brazo derecho con mi zurda, apartando el orificio del arma, y en su rollizo y blanco rostro con mi derecha. Le aferré su muñeca derecha con fuerza. Luchamos en silencio durante unos instantes. Estaba sentado y yo sobre él, forcejeábamos, con el ímpetu y la sorpresa de mi lado. Le retorcí la muñeca, forzando los pequeños huesos de su antebrazo. Lanzó un gemido y soltó el arma sobre el escritorio; con un movimiento de mi derecha, hice que la pistola se deslizara por toda la habitación. No intentó recuperarla.

—Tengo otras armas —dijo con serenidad—; y alarmas para avisar a Reinhardt y a los demás.

—No lo dudo —repuse, pero no relajé mi fuerza sobre su muñeca.

Noté que mi vena sádica empezaba a disfrutar con todo aquello.

—Hábleme de Nikki.

—Nunca ha estado aquí, no sé una maldita cosa de ella —insistió Seipolt. Empezaba a sufrir—. Puedes apuntarme con el arma, luchar y forcejear conmigo por la habitación, pelear con mis hombres, inspeccionar la casa. ¡Maldición, no sé quién es tu Nikki! Si no me crees ahora, no hay una maldita cosa en el mundo que pueda decir para hacerte cambiar de opinión. Ahora, déjame ver lo listo que eres.

Other books

A Secret Alchemy by Emma Darwin
The Free Kingdoms (Book 2) by Michael Wallace
Kissing in Kansas by Kirsten Osbourne
A Stranger in Wynnedower by Greene, Grace
Falling Softly: Compass Girls, Book 4 by Mari Carr & Jayne Rylon
The Forgotten Girl by Kerry Barrett