Dejé caer mi mano con la pistola. Lo que Selima acababa de explicar tenía sentido, ahora que lo pensaba.
—Por eso estás tan preocupada —murmuré, pensativo—. Crees que Nikki se encuentra en algún apuro.
—Sí, lo creo —dijo Selima—; pero no estoy tan asustada por eso. Marîd, Devi está muerta. Asesinada.
Cerré los ojos y lancé un gemido. Yasmin emitió un sonoro resuello y pronunció otra fórmula supersticiosa —«Lejos de ti»— para protegernos del mal que acababa de ser mencionado. Me sentí cansado, como si una sobredosis de noticias escalofriantes me impidiera reaccionar del modo adecuado.
—No me lo digas, deja que lo adivine, igual que Tami. Marcas de quemaduras, señales en las muñecas, jodida por todas partes, estrangulada y degollada. Y crees que alguien va detrás de vosotras tres, y que tú eres la próxima.
Me quedé atónito ante su respuesta.
—No, te equivocas. La encontré en su cama, como si durmiera plácidamente. Le habían disparado, Marîd, con un arma antigua, de las que usaban balas de metal. El agujero de la bala estaba centrado exactamente en su marca de casta, sin signos de lucha o de otras cosas. El apartamento no aparecía revuelto. Sólo Devi. Una parte de su rostro estaba desfigurada y había manchas de sangre en las sábanas y las paredes. Me largué. Nunca había visto nada parecido. Esas viejas armas son tan sangrientas y brutales...
Y lo decía una mujer que había partido tantas caras.
—Apuesto a que a nadie le han disparado una bala desde hace cincuenta años.
Era obvio que Selima no sabía nada de mi ruso... , como quiera que se llamara. Los cadáveres no arman mucho escándalo ni revuelo en el Budayén. No resultan raros allí. Son más bien un inconveniente. Limpiar grandes manchas de sangre de las sedas o del casimir es un trabajo aburrido.
—¿Has llamado a Okking? —pregunté.
Selima asintió.
—No estaba de servicio. El sargento Hajjar vino y me interrogó. Me hubiera gustado que fuese Okking.
Sabía a lo que se refería. Hajjar era el tipo de policía que pasa por mi mente cuando pienso «policía». Se pasea como si llevara un corcho en el culo, busca a los pequeños camorristas y olvida a los peces gordos. Se porta con particular dureza con los árabes que desatienden sus deberes espirituales, personas como yo, y casi todos en el Budayén.
Guardé el arma en el bolso de Yasmin. Mi humor había cambiado por completo. De repente, por primera vez, sentí simpatía por Selima. Yasmin le puso la mano en el hombro en un gesto de consuelo.
—Haré café —dije. Miré a la última de las «Viudas Negras»—. ¿Prefieres un té?
Estaba agradecida por nuestra amabilidad y creo que también por nuestra compañía.
—Té, gracias —dijo, mientras iba tranquilizándose.
Puse la tetera a hervir.
—Dime sólo una cosa: ¿por qué me disteis esa paliza el otro día?
—Que Alá se apiade de mí —murmuró Selima.
Sacó un trozo de papel doblado de su bolso y me lo dio.
—Ésta es la caligrafía de Nikki, aunque resulta evidente que tenía mucha prisa.
Estaba escrita en inglés, garabateada rápidamente en el dorso de un sobre.
—¿Qué dice? —pregunté.
Selima me echó un rápido vistazo y, en seguida, volvió a mirar el papel.
—Dice: «Socorro. Daos prisa. Marîd». Por eso hicimos aquello. Lo entendimos mal. Creímos que eras el responsable del lío en el que ella se había metido. Ahora sé que le habías hecho el favor de negociar su liberación de ese cerdo de Abdulay y que te debía dinero. Quería que te hiciéramos saber que necesitaba ayuda, pero no le dio tiempo a escribir nada más. Probablemente tuvo suerte al poder escribir esto.
Pensé en la paliza que me habían dado, en mis horas de inconsciencia, en el dolor que había sufrido, y aún sufría, en la larga espera de pesadilla en el hospital, en lo enfurecido que estaba con Nikki, en los mil kiam que me había costado... Lo junté todo y traté de olvidarlo. No pude. Todavía sentía una rabia desacostumbrada en mí, pero ahora no tenía a nadie en quien descargarla. Miré a Selima.
—Olvídalo —dije.
No se movió. Pensé que cada uno de los dos pondría algo de su parte; pero entonces recordé con quién estaba tratando.
—Algo no marcha. Y tú lo sabes bien —me recordó—. Todavía estoy preocupada por Nikki.
—Después de todo, la carta que escribió puede ser verdadera —dije, mientras servía té en las tres tazas—. Tus sospechas pueden tener una inocente explicación.
No me creía ni una palabra de las que dije. Sólo lo hice para que Selima se sintiera mejor.
Cogió una taza de té.
—No sé qué hacer ahora —dijo.
—Puede que haya un loco detrás de vosotras tres —sugirió Yasmin—. Tal vez sería mejor que te escondieras durante un tiempo.
—Ya he pensado en ello —dijo Selima.
La teoría de Yasmin no me parecía verosímil. Tamiko y Devi habían sido asesinadas de formas muy distintas. Claro que no descartaba la posibilidad de un asesino con imaginación. Pese a todas esas perogrulladas de los policías sobre el modus operandi de un criminal, no existía razón alguna por la que un asesino no fuese capaz de usar dos técnicas inusitadas. Aunque guardé silencio al respecto.
—Puedes ir a mi apartamento —dijo Yasmin—. Yo me quedaré aquí con Marîd.
Tanto a Selima como a mí nos sorprendió el ofrecimiento de Yasmin.
—Es muy gentil por tu parte —respondió Selima—. Lo pensaré, querida, pero quiero intentar un par de cosas. Ya te diré algo.
—Si mantienes los ojos bien abiertos, no te ocurrirá nada —dije—. No hagas ningún negocio en dos días y no te mezcles con extraños.
Selima asintió. Me dio su té, que ni siquiera había probado.
—He de irme —dijo—. Espero que ahora todo esté arreglado entre nosotros.
—Tienes cosas más importantes de las que preocuparte, Selima. Nunca habíamos estado muy unidos antes. Por alguna morbosa razón, puede que esto nos convierta en mejores amigos.
—El precio ha sido demasiado alto —me respondió.
Era muy cierto. Selima había empezado a decir algo, pero se arrepintió. Dio media vuelta y fue hacia la puerta, salió y la cerró tras ella con cuidado.
Yo estaba de pie en la cocina, con las tres tazas de té.
¿Quieres una? —pregunté.
No —dijo Yasmin. —Yo tampoco.
Tiré el té por el fregadero.
—Hay un gran bastardo retorcido suelto, que anda por ahí matando gente —musitó Yasmin—, o lo que es peor, dos cabrones distintos que trabajan en la misma acera de la calle. Casi me da miedo ir a trabajar.
Me senté junto a ella y acaricié su perfumado cabello.
—En el trabajo estarás bien. Haz caso de lo que le he dicho a Selima: No te ligues a ningún tío que no conozcas. Quédate conmigo en lugar de ir a casa sola.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—No puedo traerme a ningún tío aquí, a tu apartamento —dijo.
—Tienes una jodida franqueza. Olvídate de enrollarte a ningún tipo hasta que este asunto esté resuelto y hayan cogido al asesino. Tengo dinero suficiente para mantenernos los dos una temporada.
Puso los brazos alrededor de mi cintura y recostó la cabeza en mi hombro.
—Estás muy bien —dijo.
—Tú también, cuando no roncas como un demonio.
Como represalia, me rascó fuerte la espalda con sus largas uñas, pintadas de color claro. Nos abrazamos sobre la cama y nos divertimos durante media hora.
Desperté a Yasmin a las dos y media, le preparé algo de comer mientras se duchaba y se arreglaba y la insté a que se fuera a trabajar sin que la multasen por llegar tarde. Cincuenta kiam son cincuenta kiam, siempre se lo recordaba. Su respuesta era: «Entonces, ¿por qué preocuparse? Un billete de cincuenta kiam es igual que los otros. Si no me llevo a casa uno, me llevaré otro». No podía hacerle comprender que si se daba un poco más de prisa, podía llevarse los dos a casa.
Me preguntó qué iba a hacer esa tarde. Estaba un poco celosa porque sabía que yo dispondría de dinero las próximas semanas. Me sentaría todo el día en algún café; fanfarronearía y chismorrearía con los amigos de otras bailarinas y con los profesionales. Le dije que tenía que hacer unos recados y que estaría ocupado.
—Voy a ver qué pasa con Nikki —dije.
—¿No crees a Selima? —preguntó Yasmin.
Conozco a Selima desde hace tiempo. Sé que le gusta exagerar estas situaciones. Apuesto a que Nikki está sana y salva con ese tal Seipolt. Selima tenía que inventar alguna historia para dar exotismo y riesgo a su vida.
Yasmin me dirigió una mirada de duda.
—Selima no tiene por qué inventar historias. Su vida es exótica y arriesgada. ¿Cómo se puede exagerar un agujero de bala en la frente? Un muerto es un muerto, Marîd.
Tenía razón en eso; pero no me sentía como para felicitarla en voz alta.
—Ve a trabajar.
La besé y acaricié, y la eché de mi apartamento.
Al fin solo. «Solo» significaba estar mucho más tranquilo que nunca. Creo que hubiese preferido un poco de ruido y gente y excitación a mi alrededor. Mala señal para un solitario. Y todavía peor para un agente solitario, para un tipo duro que vive de la acción y el peligro, la clase de tipo valiente y competente que me gustaba creer que era. Cuando el silencio te produce delirium tremens es cuando descubres que no eres un héroe. Oh. sí, yo conocía a un montón de gente peligrosa de verdad, y había hecho un montón de cosas peligrosas. Estaba metido en el ajo, era uno de los tiburones, y no uno de los peces pequeños, y gozaba del respeto de los otros tiburones. El problema estribaba en que estar todo el día con Yasmin empezaba a ser agradable, pero no se ajustaba al perfil de lobo solitario.
Me dije todo esto mientras me afeitaba el cuello, delante del espejo del cuarto de baño. Intentaba convencerme de algo, pero me costaba. Cuando lo logré, mi conclusión no me satisfizo en absoluto. Yo no había tenido mucho éxito esos últimos días con tres personas muertas a mi alrededor, personas que conocía, personas que no conocía. Si seguía con esa racha, podía poner a Yasmin en peligro.
¡Demonios, y a mí mismo!
Yo había dicho que quizá Selima estaba nerviosa sin motivo. Era una mentira. Mientras Selima me contaba su historia, recordé la breve, y desesperada llamada telefónica: «¿Marîd? Tienes que... ». No había podido asegurar si era Nikki; ahora, sí y me sentía culpable por no haber actuado en consecuencia. Si Nikki resultaba herida del modo que fuese, viviría con esa culpa el resto de mis días.
Me puse una galabiyya de algodón blanco, cubrí mi cabeza con el familiar tocado árabe, la kefiyya blanca que sujeté con una cuerda akal. Me puse unas sandalias. Ahora parecía cualquier pobre, despreciable árabe de la ciudad, un fellahin, es decir, un campesino. Dudo que me haya vestido así más de diez veces en todos los años que he vivido en el Budayén. Siempre me ha gustado la ropa europea, ya en mi juventud en Argelia y después, cuando me marché hacia el este. Ahora no parecía un argelino, quería que me tomasen por un fellah del lugar. Sólo mi barba rojiza desentonaba, pero el alemán no se daría cuenta. Al salir de mi apartamento y caminar por la «Calle» hacia la puerta, no oí mi nombre ni una sola vez, ni sorprendí una mirada de reconocimiento. Pasé entre mis amigos, pero no sabían que era yo porque, habitualmente, no vestía de esa manera. Me sentía invisible, y la invisibilidad me confería cierto poder. Mi incertidumbre de unos momentos antes se había evaporado, reemplazada por mi antigua serenidad. Volvía a ser un tipo peligroso.
Justo al otro lado de la puerta Este se abría el amplio bulevar el-Jamed, enmarcado por una hilera de palmeras a ambos lados. Un espacioso paseo, lleno de distintas variedades de arbustos, separaba el tráfico rodado de una y otra dirección. Cada mes del año había alguna variedad en flor, que llenaban el aire del bulevar de fragantes esencias y distraían la mirada de quienes paseaban con los sorprendentes colores de sus flores: sensuales rosados, ardientes carmesíes, ricos púrpuras, azafranados amarillos, prístinos blancos, azules tan diversos como el mar e incluso más. En los árboles, por encima de la calle, y alojada en los aleros de los tejados, una multitud de pájaros cantores, alondras y tórtolas lanzaba sus trinos al aire. La combinación de tales bellezas incitaba a dar gracias a Alá por aquellos generosos dones. Me detuve un momento en el paseo. Yo salía del Budayén vestido como lo que en realidad era: un árabe con pocos kiam, sin muchos conocimientos y con unas perspectivas bastante limitadas. Me sorprendió la excitación que despertó en mí. Me sentía emparentado con los escurridizos fellahin que me rodeaban, un parentesco que se limitaba, por el momento, a la parte religiosa de la vida cotidiana que había descuidado durante tanto tiempo. Me prometí que muy pronto atendería esas obligaciones, tan pronto como tuviera ocasión; primero debía encontrar a Nikki.
Dos manzanas al norte de la puerta Este del Budayén, en dirección a la mezquita Shimaal, encontré a Bill. Sabía que estaría cerca del barrio amurallado, tras el volante de su taxi, mirando con indolencia, amor, curiosidad y frialdad a la gente que pasaba por la acera. Bill era casi de mi talla, aunque más musculoso. Tenía los brazos llenos de tatuajes verdeazulados, tan viejos que se habían semiborrado y estaban confusos. Nunca supe lo que una vez representaron. Hacía años que no se cortaba el cabello o la barba color arena, muchos años. Parecía un patriarca hebreo. La parte de su piel expuesta al sol mientras conducía por la ciudad se veía quemada, de un rojo intenso, como un cangrejo olvidado en un frasco. En su rostro rojizo, los azules ojos brillaban con una intensidad enfermiza que siempre me obligaba a apartar la mirada. Bill estaba loco, de una locura que él había elegido con tanto cuidado como Yasmin sus marcados y excitantes pómulos.
Conocí a Bill poco después de mi llegada a la ciudad. Hacía años que él había aprendido a convivir con los parias, los miserables y los bribones del Budayén, y me ayudó a integrarme en esa discutible sociedad. Bill había nacido en los Estados Unidos de América —tan viejo era—, en la parte que ahora llamamos Sovereign Desert. Cuando la unión estadounidense se fraccionó en varias recelosas naciones balcanizadas, Bill dio la espalda a su lugar de nacimiento para siempre. No sé cómo se ganó la vida hasta que aprendió lo que ahora hace. Tampoco él lo recuerda. De cualquier modo, consiguió la pasta suficiente para pagarse una única modificación quirúrgica. En lugar de llenar su cerebro de alambres, como hacen muchas almas perdidas del Budayén, Bill prefirió una modificación más sutil, más alarmante. Le extirparon uno de sus pulmones y se lo reemplazaron por una enorme glándula artificial que segrega, a perpetuidad, cierta cantidad de una droga psicodélica de la cuarta generación en su flujo sanguíneo. Bill no recordaba qué droga había pedido; pero, a juzgar por lo abstracto de su lenguaje y la naturaleza de sus alucinaciones, creo que era la ribopropilmetionina, RPM, o acetilato de neocorticina.