Cuando falla la gravedad (27 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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—Satisfactorio —respondí, y empleé la expresión más vehemente de Wolfe—. Lo hice —admití—. Tengo la sensación de que Wolfe será capaz de dilucidar los hechos y encontrarles sentido. Si es que lo tienen.

—Me alegra, Marîd. Y recuerda, si éste no es lo bastante bueno, hay mil moddies distintos que puedes probar.

Dejé el moddy en el suelo, junto a la cama, y me eché. Quizá debí aumentar mi cerebro hace mucho tiempo. Empecé a sospechar que yo había perdido una apuesta, que estaba equivocado y que los demás tenían razón. Bien, ya era mayorcito y podía admitir mis errores. No en voz alta, por supuesto, y nunca a nadie como Yasmin, que jamás me permitiría olvidarlo. Pero en lo más profundo de mi ser, yo lo sabía y mi temor me había impedido modificar antes mi cerebro; sentía que podía superar cualquier moddy con mi buen sentido innato y un hemisferio cerebral atados a la espalda. Descolgué el teléfono y llamé a «Medio Hajj» a su casa. Todavía no había ido a comer y me prometió pasarse por mi apartamento en unos minutos. Le dije que tenía un pequeño regalo para él.

Yasmin yacía junto a mí mientras esperábamos que Saied llegase. Puso su brazo alrededor de mi pecho y descansó su cabeza en mi hombro.

—Marîd —murmuró con ternura—, me siento muy orgullosa de ti.

—Yasmin —dije despacio—, ¿sabes que, en realidad, estoy asustado de mis habilidades?

—Lo sé, cielo; también yo. Pero ¿y si no te hubieras metido en todo esto? ¿Qué pasa con Nikki y los demás? ¿Y si matan a más personas, personas a las que tú hubieras podido salvar? ¿Cómo te sentirías?

—Haremos un trato, Yasmin: seguiré adelante, haré lo que pueda y correré todos los riesgos que no pueda evitar. Pero deja de repetirme todo el tiempo que hago lo correcto y que estás tan orgullosa de que quizá me maten dentro de media hora. Dar ánimo en los asientos de los reservados es bueno para tu moral, pero a mí no me sirve lo más mínimo; al cabo de un rato resulta pesado, y eso no hará que las balas y los cuchillos reboten en mi piel. ¿De acuerdo?

Estaba herida, pero quise decir, exactamente, las palabras pronunciadas. Debía cortar con todo eso de: «¡Ve a por ellos y atrápalos, chico!». Sentía haberme mostrado tan duro con Yasmin. Para disimular, me levanté y fui al lavabo. Cerré la puerta y me llené un vaso con agua. En mi apartamento, el agua está caliente siempre, ya sea verano o invierno, y raras veces tengo hielo en el congelador. Pasado un rato puedes beber el agua tibia con partículas flotantes suspendidas en ella. Yo no. Todavía estoy en ello. Me gustan los vasos de agua que no tengan un aspecto amedrentador.

Cogí la caja de píldoras de mis téjanos y saqué un puñado de soneínas. Eran las primeras que me tomaba desde mi salida del hospital. Como algunas clases de adictos, yo celebraba mi abstinencia rompiéndola. Me puse las soneínas en la boca y tomé un trago de agua templada. Pensé que eso me daría marcha. Un par de soneínas y unos cuantos trifets son mejor que un estadio lleno de gente con buenos deseos y sus sábanas de banderas. Cerré la caja de píldoras despacio. ¿Quizá intentaba que Yasmin no lo oyera? ¿Por qué? Después, tiré de la cadena. Entonces regresé a la habitación.

Me hallaba a medio camino cuando Saied llamó a la puerta.

—Bismillah —dije, y la abrí.

—Sí, tienes razón —repuso «Medio Hajj».

Entró en la habitación y se dejó caer en un extremo del colchón.

—¿Qué es lo que tienes para mí?

—Ahora está ampliado, Saied —le informó Yasmin.

«Medio Hajj» se volvió hacia ella, despacio, y le ofreció una desenfrenada mirada de las suyas. Otra vez se hallaba en el lado duro de su mente. El lugar de una mujer está en ciertas zonas de la casa, que se la vea pero que no se la oiga, quizá ni que se la vea si sabía qué convenía.

«Medio Hajj» me miró y asintió.

—A mí me modificaron cuando tenía trece años —dijo.

Yo no iba a empuñar las armas contra él por nada. Me recordé a mí mismo que le estaba pidiendo que me ayudara y que para él sería muy peligroso. Le ofrecí el moddy de Archie Goodwin, que cogió fácilmente con una mano.

—¿Quién es? —me preguntó.

—Un detective de unos libros antiguos. Trabaja para el mejor detective del mundo. El jefe es grande y gordo, y nunca sale de su casa, así que Goodwin le hace el trabajo de calle. Goodwin es joven, guapo e inteligente.

—Oh, oh. Y supongo que este moddy es un regalo de fin del Ramadán. Un poco tarde, ¿no?

—No.

—Aceptas el dinero de «Papa» y la operación en el cerebro y vas detrás de quien se dedica a despachar a nuestros amigos y vecinos. Ahora quieres que me conecte a este fuerte y seguro Goodwin, y cabalgue contigo en pos de la aventura.

—Necesito a alguien, Saied. Tú eres la primera persona en la que he pensado.

Eso pareció halagarle, aunque todavía distaba bastante del entusiasmo.

—No es mi línea.

—Conéctatelo, y la será.

Lo miró por los dos lados y se dio cuenta de que estaba bien. Se quitó la keffiya, que se la colocaba como una especie de turbante, se desconectó el moddy que llevaba, y se enchufó el de Archie Goodwin.

Le acompañé al lavabo. Vi como su mirada se desenfocaba y luego sufría una sutil transformación. Parecía más relajado, más inteligente. Me dedicó una irónica y divertida sonrisa, me estaba tanteando y también a los nuevos contenidos de su mente. Paseó su mirada por toda la habitación, como si más tarde tuviera que hacer una detallada descripción de todo. Esperó, me observó medio insolente medio devoto. Sabía que no me veía a mí, estaba viendo a Nero Wolfe.

Las actitudes y la personalidad de Goodwin atrajeron a Saied. Le encantó la oportunidad de dirigirme los sardónicos comentarios de Goodwin. Le gustó la idea de ser devastadoramente seductor con ese moddy. Incluso sería capaz de superar su propia aversión a las mujeres.

—Tenemos que discutir el salario —dijo.

—Por supuesto. Ya sabes que Friedlander Bey sufraga mis gastos.

Sonrió. Pudo ver habitaciones costosas, cenas íntimas y baile en el Flamingo sobrevolando su rectificada mente.

De repente, la sonrisa cedió. Estaba repasando los recuerdos artificiales de Goodwin.

—He tenido que repartir puñetazos más de una vez, trabajando para ti —dijo pensativo.

Moví rápido el dedo hacia él, al modo de Wolfe.

—Eso forma parte de tu trabajo. Archie, y eres consciente de ello. Suponía que ésa era la parte que más te gustaba.

La sonrisa volvió a su rostro.

—Y tú disfrutas suponiendo sobre mí y mis ideas. Bien, adelante, ése es el único ejercicio que haces. Debes tener razón. De cualquier modo, hace mucho que no tenemos un caso en el que trabajar.

Quizá debí conectarme mi moddy del detective; contemplar la imitación de «Medio Hajj» sin él resultaba casi molesto. Le devolví un gruñido de Wolfe, porque eso era lo que él esperaba, y me detuve.

—Entonces, ¿me ayudarás? —le pregunté. —Un minuto.

Saied se desconectó el moddy y se puso el suyo. A él le costaba menos pasar de un moddy, a su cerebro desnudo y a un segundo moddy. Claro que, como él decía, llevaba así desde los trece años. Yo sólo lo había hecho una vez, hacía unos minutos. Me dio un amargo repaso, de arriba abajo y de abajo arriba. Cuando empezó a hablar, supe en seguida que no llevaba el moddy adecuado. Sin el moddy de Goodwin que le hiciera parecer todo divertido, romántico y excitantemente arriesgado, «Medio Hajj» no iba a hacerlo. Se acercó a mí y me habló con las mandíbulas apretadas y tensas.

—Mira, siento de verdad que Nikki fuera asesinada. Me molesta que alguien haya exterminado a las «Viudas Negras», aunque nunca fuéramos amigos. No es bueno para nadie. En cuanto a Abdulay, encontró lo que andaba buscando y, si me preguntas, lo tenía más que merecido. Así, por Nikki, llegamos a una contienda de odio entre tú y algún cerebro rabioso. Me parece maravilloso que tengas de tu lado a todo el Budayén y a «Papa». Sin embargo, no sé cómo tienes el maldito valor de pedirme que te proteja de todo lo malo que pueda ocurrirte. —Y al hablar, me golpeó en el pecho con un dedo que era como una vara de hierro—. Tú recibirás la recompensa, de acuerdo, aunque crees que puedes endosarme los agujeros de bala y las heridas de navaja. Bien, Saied ve lo que te propones. Saied no es tan loco como tú crees. —Resopló, casi asombrado de mi audacia—. Aunque salgas de todo esto con vida, magrebí, aunque todo el mundo te considere una especie de héroe, tendremos que resolver este asunto entre nosotros.

Me miró con expresión feroz y rostro encendido, mientras los músculos de su mandíbula intentaban serenarse lo bastante como para que su rabia se canalizase de modo coherente. Al final, desistió. Durante unos segundos pensé que iba a pegarme. No me moví lo más mínimo. Esperé. Levantó su puño, titubeó, agarró el moddy de Archie Goodwin con su otra mano, lo tiró al suelo, lo siguió unos centímetros mientras se deslizaba por la habitación, levantó un pie y lo dejó caer, aplastando el moddy bajo el pesado tacón de madera de su bota de cuero. El armazón del moddy saltó en pedazos y trozos de vivos colores del circuito interno volaron en todas direcciones. «Medio Hajj» contempló un momento el moddy destrozado, sus ojos parpadeaban estúpidamente. Luego, levantó la mirada despacio hacia mí.

—¿Sabes lo que bebe ese tipo? —gritó—. Bebe leche, ¡maldita sea!

Muy ofendido, Saied se dirigió hacia la puerta.

—¿Adonde vas? —preguntó Yasmin con voz tímida. Él la miró.

—A buscar el mayor bistec de la ciudad y devolverlo a donde pertenece. A pasar un buen rato en honor de lo cerca que he estado de que tu novio me condujese a la muerte.

Abrió la puerta de la calle y salió pisando fuerte, dando un portazo.

Me reí. Había sido una gran actuación, justo el alivio que yo necesitaba. No contaba con que Saied estuviera asustado, pero los dos asesinos no hacían de éste un asunto trivial; estaba seguro de que a «Medio Hajj» se le pasaría el enfado muy pronto. Si, pese a lo que parecía, yo terminaba siendo un héroe, él se encontraría entre la minoría poco popular, pasando por un malévolo envidioso. Estaba convencido de que Saied nunca estaría en un grupo impopular si podía hacer algo por evitarlo. Sólo tenía que seguir viviendo lo bastante para que «Medio Hajj» volviese a ser mi amigo.

Creo que mi buen humor coincidió con la subida de las soneínas. Me dije a mí mismo: «¿Ves cómo te han ayudado a mantener el control? ¿Qué bien nos habría hecho liarme a puñetazos con Saied?».

—¿Ahora, qué? —preguntó Yasmin.

Me hubiera gustado que no me lo preguntara.

—Buscaré otro moddy, como me has sugerido. Mientras tanto, reuniré toda la información como «Papa» quiere, trataré de ordenarla y ver si se puede seguir un modelo o una línea de investigación definidos.

—Te estabas portando como un cobarde, ¿no, Marîd?, cuando evitabas los injertos cerebrales.

—Sí. Estaba asustado. Tú lo sabes. Pero no se trataba de cobardía. Era como si estuviera retrasando lo inevitable. En estos últimos tiempos, me he sentido como Hamlet. Aunque admites que el hecho de tener miedo es algo inevitable, no estás seguro de que vayas a hacer lo correcto. Quizá Hamlet pudo haber resuelto las cosas de otra manera, con un poco menos de sangre, sin forzar la mano de su tío. Quizá aumentar mi cerebro sólo parezca lo correcto. Quizá estoy olvidando algo obvio.

—Si te engañas a ti mismo de ese modo, más gente morirá. Puede que incluso tú. No olvides que si medio Budayén sabe que vas tras el rastro de los asesinos, ellos también.

Eso no se me había ocurrido. Ni siquiera las soneínas pudieron animarme ante ese notición.

Una hora más tarde, estaba en la oficina del teniente Okking. Como era habitual, no demostró mucho entusiasmo al verme.

—Audran —dijo—, ¿has encontrado otro cadáver para mí? Si el mundo está en orden, te arrastrarás hasta aquí, mortalmente herido, desesperado por conseguir mi perdón antes de palmarla.

—Lo siento, teniente —dije. —Bueno, puedo soñarlo, ¿no?

Ya salam, siempre tan condenadamente gracioso.

—Se supone que debo trabajar más de acuerdo contigo, y se supone que tú has de cooperar voluntariamente conmigo. «Papa» cree que es mejor si aunamos nuestra información.

Parecía como si acabara de oler algo en descomposición. Murmuró unas palabras ininteligibles entre dientes.

—No me gusta que meta su manaza, Audran, y se lo puedes decir de mi parte. Va a hacerme más difícil cerrar este caso. Friedlander Bey corre peligro al inmiscuirte en los asuntos de la policía.

—Él no lo ve así.

Okking asintió con displicencia.

—Está bien, ¿qué quieres que te cuente? Me senté y traté de parecer indiferente.

—Todo lo que sepas sobre Lutz Seipolt y el ruso que mataron en el club de Chiri.

Okking estaba sorprendido. Le costó un momento recuperar la compostura.

—Audran, ¿qué posible relación puede existir entre ambos?

Ya habíamos pasado por eso. Sabía que sólo rehuía la respuesta.

—Debe haber varios motivos o algún conflicto mayor que no alcanzo a comprender y que se desarrolla en el Budayén.

—No necesariamente. El ruso no formaba parte del Budayén. Era un político sin importancia que puso una vez el pie en tu territorio porque le pediste que se reuniera contigo allí.

—Cambias de conversación muy bien, Okking. Responde a mi pregunta: ¿de dónde es Seipolt y qué es lo que hace?

—Llegó a la ciudad hace tres o cuatro años, procedente de algún lugar del Cuarto Reich, de Frankfurt, creo. Se estableció como agente de importación-exportación, ya sabes lo vaga que es esta descripción. Su negocio principal es la alimentación y las especias, café, algo de algodón y tejidos, alfombras orientales, piezas viejas de cobre y bronce, joyería barata, cristal Muski de El Cairo y otras cosillas. Es importante en la comunidad europea, parece sacarle provecho y nunca ha presentado ningún signo de estar implicado en ninguna operación ilícita de comercio internacional a gran escala. Eso es todo lo que sé.

—¿Imaginas por qué me apuntó con una pistola cuando le hice algunas preguntas sobre Nikki?

Okking se encogió de hombros.

—Tal vez le guste la intimidad. Mira, por tu aspecto, no pareces el tipo más inocente del mundo, Audran. Quizá pensó que ibas a sacarle un arma y escaparte con su colección de esculturas antiguas, escarabajos y ratones momificados.

—Entonces, ¿has estado en su casa? Okking sacudió la cabeza.

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