Cuento de muerte (31 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Cuento de muerte
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—Me temo que sí. Siempre quise ser policía, desde que era un niño. Era una de esas cosas que sabes sobre ti mismo. —Hizo una pausa—. Entonces, ¿qué te parece? ¿He aprobado?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, todo esto tiene que ver con lo nuestro, ¿no? Ver si puedes trabajar conmigo.

Anna sonrió.

—Lo harás bien… Pero en realidad no era ésa la intención. Es sólo que trabajaremos juntos y sé que no he sido, bueno, muy amable contigo. Lo siento. Pero supongo que entiendes que las cosas todavía están un poco tensas. Después de lo de Paul, quiero decir. En cualquier caso… —Anna levantó la copa—. Bienvenido a la Mordkommission…

41

Miércoles, 14 de abril. 22:00 h

SANKT PAULI, HAMBURGO

La última vez que trabajó con él, casi un año antes, Max se acostumbró a los largos silencios de su cliente. Los consideraba una señal de interés, incluso de fascinación, por el oficio que ejercía.

Pero esta noche aquel hombre enorme no había dicho palabra desde que había entrado por la puerta. Sólo se había quedado de pie, en absoluto silencio, en medio del estudio. Dominándolo. Llenándolo. Y lo único que podía oírse era su respiración. Lenta. Pesada. Deliberada.

—¿Algún problema? ¿Se encuentra usted bien? —preguntó Max.

Otro silencio que pareció estirarse eternamente, hasta que, por fin, el hombre inmenso habló.

—Cuando trabajaste conmigo la última vez te pedí que no guardases ningún registro de ello. Y que no se lo contaras a nadie. Te pagué más por ello. ¿Lo hiciste tal como te lo pedí?

—Sí. Lo hice, lo hice… ¡Y si alguien le ha dicho algo distinto es una mentira! —protestó Max. Deseaba que ese tipo grandote se sentara. Así parado tan cerca de él, en los estrechos confines del estudio, a Max comenzaba a dolerle el cuello por tener que mirar hacia arriba todo el tiempo. El hombretón levantó una mano. Se quitó el abrigo y la camisa que llevaba debajo, revelándole a Max su propia obra. Su torso vasto y mus culoso estaba cubierto de palabras, incluso oraciones, con historias enteras, todas tatuadas en su carne con una caligrafía negra y gótica. El menor movimiento, una mínima contracción de un músculo, hacía que las palabras palpitaran como si estuvieran vivas.

—¿Estás diciendo la verdad? ¿Nadie sabe que has hecho este trabajo sobre mí?

—Nadie. Lo juro. Es como una relación entre médico y paciente… Si usted dice que quiere mantenerlo en secreto, entonces lo mantengo en secreto. Aunque admito que me gustaría poder hablar de ello. Es el mejor trabajo que he hecho en mi puta vida. Y no lo digo sólo porque usted sea el cliente.

El hombre inmenso volvió a callarse. Esta vez su silencio sólo se interrumpió por el sonido de su respiración, que volvía a llenar el diminuto salón. Eran unas exhalaciones profundas y resonantes que salían del cavernoso barril que tenía por pecho. Su respiración se hizo más agitada.

—¿Está seguro de que se encuentra bien? —preguntó Max con una voz que se había vuelto más aguda, con un tono que oscilaba entre la inquietud y un miedo muy real.

Tampoco hubo respuesta. El hombre metió la mano en el abrigo y sacó algo de uno de los bolsillos. Era una careta de goma muy pequeña, de niño. Una careta de lobo. Se la puso sobre su gran cara y los rasgos lobunos se estiraron y distorsionaron.

—¿Qué hace con esa careta? —preguntó Max, pero tenía la boca seca y su voz sonó extraña. Se dio cuenta de que el corazón le latía más rápido en su pecho—. Mire, realmente estoy ocupado. He dejado abierto el taller sólo para usted. Ahora, si hay algo que desee… —Hizo lo mejor que pudo por insuflar un poco de autoridad en su tono tenso y atemorizado.

—Hans el listo… —El hombre sonrió e inclinó la cabeza a un lado. Era una postura infantil, que se veía extraña, surrealista, en alguien de su estatura. El estiramiento del cuello hizo que se movieran las palabras que se curvaban alrededor de la base de la garganta.

—¿Qué? Yo no me llamo Hans. Usted lo sabe. Me llamo Max…

—Hans el listo… —repitió el hombre, inclinando la cabeza para el otro lado.

—Max… Me llamo Max. Oiga, hombretón, no sé qué le ocurre. ¿Ha tomado algo raro esta noche? Creo que será mejor que regrese cuando…

El hombre dio un paso hacia delante y apretó ambas manos simultáneamente contra los lados de la cabeza de Max, aprisionándola y presionando con fuerza.

—Oh… —dijo—. Hans el listo, Hans el listo…

—¡No me llamo Hans! ¡No me llamo Hans! —Max estaba gritando. Su mundo entero se había llenado de un blanco, eléctrico temor—. ¡Soy Max! ¿Me recuerda? ¡Max! ¡El de los tatuajes!

Detrás de la careta estirada y grotesca, los inmensos rasgos del rostro del hombre de pronto se llenaron de tristeza y su tono pasó a ser de ruego, de queja.

—Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

Max sintió que sus mejillas se apretaban contra sus dientes. El torno en que estaba atrapada su cabeza comenzó a aplastar y retorcer sus rasgos.

—Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

El grito de Max se convirtió en un chillido agudo y animal cuando los enormes pulgares de su atacante presionaron la carne debajo de sus cejas, justo encima de la protuberancia de los párpados. La presión aumentó y se convirtió en un dolor de una intensidad increíble. Los pulgares empujaron más. En las cuencas de los ojos. El chillido de Max se convirtió en un gorgoteo burbujeante cuando el hombre le arrancó los ojos de la cabeza y sintió náuseas en la garganta.

Max, que se había quedado ciego, colgaba flojo de las manos inmensamente fuertes de su atacante, que lo apretaban de manera inexorable. Su universo se había transformado en relámpagos y chispas, e incluso pensó que podía ver de nuevo la silueta de su atacante, como grabada en neón, mientras los nervios ópticos y el cerebro trataban de dar sentido a la repentina ausencia de los ojos. Luego sobrevino la oscuridad. El apretón de torno comenzó a ceder. Pero antes de que Max pudiera desplomarse al suelo, sintió que una sola mano lo agarraba del pelo y lo tiraba hacia arriba. Hubo un momento de silencio en la oscuridad. Una vez más, sólo podía oírse la respiración tranquila, profunda y resonante del gigante que lo había dejado ciego. Luego oyó el sonido de algo metálico que salía de un estuche. Como una funda de cuero.

Max dio un pequeño salto de sorpresa cuando sintió el golpe a través del cuello y la garganta. Una minúscula fracción de tiempo, durante la cual se preguntó por qué el otro no lo había golpeado con más fuerza, se estiró hasta el infinito. Cuando se dio cuenta de que tenía la garganta cortada y de que las salpicaduras calientes y espasmódicas que sentía sobre los hombros y el pecho eran su propia sangre, Max ya estaba deslizándose hacia la muerte.

Lo último que oyó fue la extraña mezcla de la voz resonante y el tono infantil de su atacante.

—Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

42

Viernes, 16 de abril. 19:40 h

SANKT PAULI, HAMBURGO

¿Qué era ese olor? Era un olor sucio. Débil, difuso e imposible de identificar, pero desagradable. Punzante. Era como el hedor que a veces sentía en su casa. Pero ahora también estaba allí, como si estuviera siguiéndolo. Acosándolo.

Bernd había cogido el S-Bahn. Era difícil aparcar en Kiez y a él le gustaba el anonimato del transporte público cuando salía en una de sus excursiones. En cualquier caso, probablemente se tomaría algunos tragos. Después.

Había una joven sentada frente a él en el S-Bahn. Tenía poco más de veinte años, el pelo rubio corto, como el de un chico, y un mechón rosado. Llevaba un abrigo de estilo afgano que le llegaba hasta las pantorrillas, pero abierto. Su figura era plena, casi regordeta, y llevaba la camiseta muy ceñida a los pechos. El se concentró en la franja de piel pálida y suave que estaba expuesta entre la parte inferior de su camiseta y la cintura baja de sus téjanos de tiro corto. La piel desnuda estaba interrumpida por las tachuelas que llevaba en su ombligo perforado.

Bernd contempló a la muchacha, que era joven y estaba en el mejor momento, y sintió una erección. Otra vez. La chica miró hacia él y sus ojos se encontraron. Él le dedicó lo que pensaba que era una sonrisa traviesa pero que en sus labios se convirtió en pura lascivia. La chica hizo un gesto que era una imitación de una náusea, se cerró el abrigo y se puso el bolso sobre las piernas. Él se encogió de hombros pero no dejó de sonreír. Después de unos minutos en los que intentó volver a trazar con los ojos las curvas deliciosas pero ya ocultas de su joven cuerpo, el S-Bahn se detuvo en la estación siguiente, Königstrasse. La chica se puso de pie cuando las puertas automáticas se abrieron. Desde esa posición, lo miró con furia.

—Vete a la mierda, depravado…

Bernd siguió en el tren hasta la parada siguiente. Su ansiedad aumentó cuando subió por la escalera de la estación y salió hacia la noche. Respiró profundo y se dio cuenta de que el hedor seguía allí, aunque no tan fuerte, sino insinuado entre el húmedo aire de la noche y los gases del tráfico. A su alrededor, brillaba Sankt Pauli.

La estación del S-Bahn se encontraba en el extremo occidental de la Sündige Meile de Hamburgo, la milla pecaminosa. La Reeperbahn atraviesa el corazón del distrito de Sankt Pauli. Esa zona había sido Hamburger Berg antes de que la bautizaran con el nombre de la iglesia local de San Pablo, una tierra de nadie entre dos ciudades vecinas que competían entre sí: la alemana Hamburgo y la danesa Altona. Era una zona llana, húmeda y pantanosa donde ambas ciudades se deshacían de sus residuos. Y de sus indeseables. A los leprosos, rechazados por los dos municipios, los mandaban allí, transportándolos por el río hasta el área menos acogedora de una ciénaga de por sí bastante poco agradable. Más tarde, se informó a aquellos a quienes no se permitía registrarse como comerciantes en Altona o Hamburgo de que podían ejercer su comercio allí, incluyendo a los cordeleros, que fabricaban
Reep
, como se les decía a las cuerdas en bajo alemán, y quienes le dieron su nombre a la Reeperbahn, o Vía de los Cordeleros. Todos estos comerciantes podían ejercer las ocupaciones para las que antes no tenían licencia, y la segunda calle más famosa de la zona fue bautizada como Grosse Freiheit: Gran Libertad.

Pero esa libertad atrajo otra clase de actividades, que se instalaron en esa zona y prosperaron. La prostitución y la pornografía.

En la actualidad los daneses ya no están y Altona es parte de Hamburgo. Pero el área intermedia sigue siendo un semimundo de libido y estridente vulgaridad. En los últimos años, Sankt Pauli intentó ocultar su indecencia con bares de moda, clubes nocturnos, discotecas y teatros. Pero en las callejuelas que salen de la Reeperbahn, aún se trafica con deseo, carne y dinero.

Y allí encontró Bernd su propia gran libertad. Algo le había ocurrido recientemente que no podía explicar. Una liberación que le había permitido cortar con todas las restricciones morales que le habían impuesto desde su infancia. Ahora él merodeaba por las noches y daba rienda suelta a sus deseos más oscuros.

Ése era su lugar favorito, su punto de partida, justo fuera de la boca del S-Bahn, con la Reeperbahn extendiéndose ante él en una dirección, y la Grosse Freiheit con sus picaras invitaciones que brillaban y titilaban al otro lado de la calle. Era más que un lugar. Era un momento, el brillante y delicioso momento entre la ansiedad y la satisfacción. Pero esta noche, la necesidad de Bernd era aún más urgente que antes y él no tenía tiempo de saborear el momento. La insinuación de oscura lujuria que se había iniciado en el U-Bahn se había convertido, como siempre ocurría, en una molestia desagradable, como una presión de la que necesitaba liberarse. Un hervor que necesitaba aquietarse.

Bernd caminó resueltamente por la Reeperbahn, sin prestar atención a los escaparates cargados de juguetes sexuales totalmente desproporcionados y esquivando las inoportunas invitaciones del portero de una «sala de vídeos». Giró hacia la Hans-Albert-Platz. La presión en su ingle y el ardor que sentía en el pecho alcanzaron un nuevo nivel de intensidad, y podría haber jurado que el olor se había vuelto todavía más agudo, como si ambas cosas estuvieran conectadas; como si el hedor combinara un elemento afrodisíaco con la repulsión. Ya casi había llegado a su meta. Avanzó a través de las pantallas deflectoras que protegían la Herberstrasse, una calle de cien metros de burdeles, del resto de Hamburgo.

Después, Bernd cruzó la Reeperbahn y llegó al pequeño pub de la Hein-Hoyer-Strasse. Era un típico
Kneipe
de Sankt Pauli. Música pop
Schlager
retumbaba desde la máquina tragaperras y las paredes estaban cubiertas por redes de pesca, barcos en miniatura, gorras de Prinz-Heinrich y el obligatorio grupo de fotografías de visitantes de distintos niveles de celebridad. Había una foto de Jan Fedder, nativo de Sankt Pauli y protagonista de
Grosstadtrevier
—serie televisiva sobre policías que llevaba mucho tiempo transmitiéndose—, recortada de una revista, junto con la imagen descolorida del hijo más famoso de la zona, Hans Albert. Bernd se abrió paso hasta la barra, pidió una cerveza Astra y se apoyó en el mostrador. La camarera estaba excedida de peso, tenía mala piel y el tono rubio de su pelo no era muy convincente, pero de todas maneras él se encontró considerando qué probabilidades tenía con ella. Una vez más, volvió a sentir aquel mismo olor.

Fue en ese momento cuando Bernd se dio cuenta de que había un hombre enorme a su lado, cerniéndose sobre la barra.

43

Domingo, 18 de abril. 11:20 h

NORDDEICH, OSTFRIESLAND

—En realidad no sé por qué este lugar te disgusta tanto. —Susanne levantó la cabeza hacia el sol y la brisa que se desplegaban sin sombra ni obstáculos por la inmensa planicie de las marismas de Wattenmeer, las cuales se extendían ininterrumpidamente de horizonte a horizonte. Caminaron hacia el punto en que la arena de la playa pasaba a adquirir el color negro y brillante de las marismas. La arena mojada y el barro se metían entre los dedos de los pies descalzos de Susanne—. Yo creo que esto es maravilloso.

—Y tiene tanto que ofrecer… —dijo Fabel sonriendo, con un tono de falso entusiasmo—. Tal vez esta tarde podríamos ir al museo del té, o a nadar al Wellenpark, el parque oceánico.

—Bueno, ambas cosas me suenan bien —protestó ella—. No hace falta que seas sarcástico. Yo creo que, en el fondo, no detestas tanto este sitio como dices.

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