Cuentos completos (10 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Pero Gonella empezaba a despertarse e Isabel pensó rápidamente que sí, a las once, para dejar las cosas resueltas antes de que éste dijera algo, antes de vestirse para ir al dentista. « ¡La puta! », dijo Gonella, «¡qué calambre!». Ella no se dio por aludida y dejó los ojos bien cerrados, procurando que los párpados no le temblaran como la piel de un caballo que rechaza las moscas.

4.

Era irrisorio que se conmoviera por alguien totalmente desconocido, pero en verdad no era un rostro especial, ni siquiera un rostro imaginado, sino cierta frescura sin trabas que pugnaba en la carta, cierta torva franqueza de visionario, inhábil pero orgullosa, y eso bastaba, porque después de todo cuánto hacía que no hallaba sino puercos, que hacían el amor increíblemente tranquilos, como si no hubiera necesidad de destruirse, como si fuese un negocio solitario y no algo atrozmente dual en el que nada se rehusaba, como tampoco se rehusaba en la infancia, que es lo más parecido al amor, porque allí también las resoluciones eran solemnes, vitalicias, allí también era todo decisivo (la muñeca negra, los recreos, las palizas del padre) y varias veces una hubiera preferido la muerte, pero, naturalmente, nadie tiene la culpa, y si lo perdió todo o casi todo cuando se echó en el altillo con el primo y él le dijo que eso era lo mejor y lo principal (lo principal y lo mejor para él, claro, y en ese único momento) y ella dejó de oponer resistencia, no porque él —semejante idiota— la convenciera sino porque en ese instante lo decidió todo y vio que no le interesaba reprimir el deseo, y si allí lo perdió todo o casi todo, tampoco nadie tuvo la culpa, ni siquiera el primo, ni siquiera ella, porque fue consciente y obedeció a un destino rudimentario y también eficaz, ya que allí quedó prefigurado lo que iba a ser en adelante su inconfundible vida de sexo, y aunque ella en su infrecuente soledad estuviera decidida a rechazarla o, por lo menos, a cambiarla por otra de sexo y sentimiento, de cualquier modo era irrisorio que se conmoviera por un desconocido, ni siquiera por un rostro especial,, sólo por un dudoso, imponderable carácter que la llamaba a señas, a palabras aisladas, como podría llamarse a un perro o a un caballo, como en efecto se la podía llamar a ella, ya que sólo ante eso ella quería acudir.

5.

Bajaron la escalera. Ella depositó el bolso sobre la arena húmeda. Él se quitó la gabardina y la extendió para que Isabel se sentara.

Era una noche ofensivamente templada y transparente, sin viento, ni neblina, en perfecto equilibrio.

—¿No es esto magnífico? —dijo él. Ella asintió con desconcierto y se pasó las manos por las piernas encogidas.

—¿O no le gusta la paz? —agregó él.

—Francamente, no.

Ella lo miró con atención. Era un tipo flaco, nervioso, inteligente, con un rostro de veinte años bajo la barba cerrada. Desde allí abajo sólo lo veía a medias, pero le gustaba.

—Usted mantiene una máscara antisentimental.

—Actualmente no. Pero los mimos me dan asco.

—Yo no pienso tocarla.

—Mejor entonces.

Él se inclinó y le puso la mano sobre el hombro. Eso no era tocarla.

—¿De dónde sale usted? —preguntó ella.

—Oh, de cualquier parte. Pongamos que soy estudiante.

—Ah.

—O marinero.

—No.

—O taquígrafo.

—¿Qué más?

—Imaginemos provisoriamente cualquier estado. Yo por ejemplo imagino que usted es...

—Virgen.

—No. Ingenua. No puede recuperar su virginidad, su virginidad espiritual, claro.

—Ni la otra, felizmente.

—Pero puede no obstante ser ingenua. Una prueba a favor: usted vino esta noche.

—Yo diría que es una prueba en contra.

—No tiene importancia. Además de éste, usted dice al cabo del día también otros disparates. Y los demás los creen.

—Por favor, no quiero que me ofenda. No quiero que lo pasemos mal.

—No podríamos nunca pasarlo mal. Usted es demasiado...

—Le dije que no me ofenda. No quiero tomarle fastidio.

—¿No quiere? Entonces deje que la comprenda. Lo que sucede es que no resulta agradable comprenderla. Ni para usted ni para mí. Supongo que no podría creerme si le digo que preferiría que se pusiera a llorar.

—No, no podría.

Desde la rambla una pareja se detuvo a mirarlos. Como eran los únicos, imperdonables habitantes de la arena.

—Dígame ahora cómo se llama.

—¿Para qué?

—Diga.

—Alberto.

La mujer de la rambla condensó su excitación en una carcajada áspera, de hembra turbada pero arisca.

—Alberto.

—¿Eh?

—Creo que sí, que podría.

—¿Qué podría creerme si le digo ... ?

—No. Que podría llorar.

—¿Y por qué?

—Soy una idiota.

—Sí. Yo también.

—Lloro sólo por eso. Porque usted no me manosea, porque no me toca.

—Sí, por eso mismo es que soy un idiota. El hombre de la rambla también se ríe. Pero no está turbado. Con el brazo derecho oprime la cintura de la mujer y la anima a seguir. Evidentemente, tiene prisa.

—Alberto.

—Sí.

—Nada. Sólo decirlo. Alberto. Alberto. Alberto.

—¿Juega a quererme?

—No. Alberto. Alberto.

6.

Subieron la escalera. Dos cuadras más allá estaba el ómnibus, sin luz, en la terminal.

—Pobre querido —dijo ella. Él arrugó y desarrugó el entrecejo. como haciéndose a sí mismo una señal de inteligencia.

—Y no ibas a tocarme.

—Te juro que no.

—Oh, te creo.

—Parece que dejamos de ser idiotas. —Ahora somos dos tranquilos herejes. —Dos herejes nomás.

—¿Por qué será?

—¿Por qué será qué?

—Que hubiera preferido no hacerlo contigo. Estaba segura de que no debíamos.

—Yo también. Pero fue más fuerte. No te aflijas ahora.

—Alberto.

—¿Cómo?

—Qué imbécil me siento. Nunca estuve tan triste. Como si hubiera perdido la oportunidad, la única.

Él la miró indeciso, como si fuera a decir algo. Pero el ómnibus se movió lentamente.

—Mirá, ya sale.

—¿Te quedás?

—Sí.

—¿Puedo llamarte a algún sitio?

—No. No me llames.

—¿No querés?

—No sé si quiero. Pero no me llames.

—Alberto.

—Mirá, no me llames Alberto. Me llamo José. José nomás.

—Sí, Alberto.

(1951)

La lluvia y los hongos

¿Sinceridad? Cuidado con la palabrita. Por lo pronto, querida, no era éste nuestro convenio de hace cuatro horas. ¿Recordás lo que dijimos? No existe el pasado. Claro que es difícil abolirlo. Pero reconocé que hubiera sido lindo quedarnos con nuestra imagen de hoy, vos y yo en aquel zaguán oscuro, provisoriamente resguardados del aguacero, vos y yo mirándonos, vos y yo sintiendo que de pronto circulaba entre ambos la corriente milagrosa, vos y yo inscribiéndonos tácitamente en el compromiso de venir aquí, o a cualquier habitación tan sórdida como ésta, para repetir, como siempre con fundadas esperanzas, la búsqueda del amor.

Después de todo, ¿qué crees que es la sinceridad? ¿Que yo te diga lo que te gusta y vos me digas lo que me revienta? Cuidado con la palabrita. La sinceridad (cuando es sincera, porque también hay una sinceridad falluta) siempre nos llevará a odiarnos un poco. Ahora me da lástima verte así, tan indefensa, tan iluminada. ¿Querés apagar la luz? Conviene que te cubras, por lo menos. Además, ya no llueve. A lo mejor, tenés razón. Terminada la lluvia, el pasado vuelve a nacer, como los hongos. ¿Querés que empiece por la infancia con padres, con libros y sin ternura? No, esa parte es más bien tediosa. ¿O querés que empiece por la zona de amistad? Ya sé, estarás pensando: cuántas ventajas para el hombre, Dios mío (porque vos decís a menudo diosmío), no cultivan la virginidad ni tienen los pies fríos ni soportan la menstruación, y, como si eso fuera poco, poseen la necesaria ingenuidad para creerse amigos, nosotras en cambio sabemos a qué atenemos: nos encontramos, nos reímos con cierto escándalo, nos besamos simbólicamente con los labios en el aire, decimos pestes de las cuñadas, de las primas, de las presuntas amigas ausentes, comparamos detalles de nuestros novios, amantes o maridos, intercambiamos falsas confidencias y besamos otra vez el aire antes de separamos con la misma sorna, con la misma envidia contenida. Sí, estarás pensando eso, y quizá tengas un poco de razón. Pero la verdad es que a mí no me ha hecho feliz la amistad. Simplemente compruebo. Tuve exactamente tres amigos. Ya ves que no es tan fácil. Sólo tres. El primero se quedó con un sobre que contenía mi sueldo y nunca más supe de él. Con el segundo me tomé a golpes, y las cicatrices respectivas (ésta del pómulo, otra en su hombro derecho) nos impiden olvidarlo todo. En cuanto al tercero, me quitó una novia. No, esa vez yo no estaba realmente enamorado. Lo importante vino después. Fue la única ocasión en que me sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque horriblemente preocupado. Estaba, cómo explicarte, deslumbrado ante esos inesperados matices de posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis pensamientos. Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba enamorado como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor. ¿Cómo era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la hacía intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto. todo cuanto hacía. Hablaba sin gran elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil: la de las actitudes. Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable. Tenía un increíble olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre me resultó intolerable. Ella me quería, estoy seguro, pero había una suerte de juego mezclado a su amor. Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio. Pero mi amor, llamémosle así, tampoco era limpio. Estaba, cómo te diré, contaminado de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía la horrible sensación de ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un desequilibrio. Un día no pude más y la golpeé. Tuve que hacerlo. La golpeé, la humillé, la obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable. Ya sé que es difícil de comprender, no precisa que me mires así. No lo conseguí, claro. Porque ella pudo resistir. ¿No te digo que la obligué? En ese momento pensé que lo había conseguido. Estaba allí, asombrada y despreciable, y yo podía mirarla sin respeto, como si hubiera verdaderamente prostituido su pasado. Pero al día siguiente ella adoptó de nuevo la única actitud irreprochable, la única que podía purificar la inmundicia de la víspera. ¿Todavía no comprendes? Abrió el gas. La maté, claro. ¿Querías decir eso? Fui el culpable, el único, ¿te das cuenta? Y ahora, por favor, hablemos de otra cosa. De tus amores, por ejemplo.

(1958)

Montevideanos

But, my God! It was my material, and it
was all I hadto deal with.

F. SCOTT FITZGERALD

El presupuesto

En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos veintitantos, o sea desde una época en que la mayoría de nosotros estábamos luchando con la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe —él era entonces Oficial Primero— le había palmeado el hombro y le había dicho: «Muchacho, tenemos presupuesto nuevo», con la sonrisa amplia y satisfecha del que ya ha calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.

Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.

Como sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, limitábamos nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en base a un cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte. Yo, por ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el Auxiliar Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial Segundo la manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero el Jefe, como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.

Nuestras diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. íbamos al cine una vez por mes, teniendo buen cuidado de ver todos difer entes películas, de modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto de lo que se estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales como las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin bostezos. jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las cinco no se recibían «asuntos». Tantas veces lo habíamos leído que al final no sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía exactamente a la palabra «asunto». A veces alguien venía y preguntaba el número de su «asunto». Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba satisfecho. De modo que un «asunto» podía ser, por ejemplo, un expediente.

En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el jefe se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco tarde para que opinara diferente.

Uno de sus argumentos era la Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando tenían que interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía razón. La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al contado. Pero el jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése el momento de ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y —como siempre— tenía razón.

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