Cuentos completos (7 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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(El de las patillas zanahoria y el gorro frigio lleva a su grey por otras sendas. Diez minutos de fútbol, diez de cine, diez de política, diez de cualquier cosa.)

Ahora volvía a paladear su culpabilidad. Siempre que veía a Jaime, eso se le renovaba. Se le renovaba también la duda. No quería ser injusto consigo mismo, pero dudaba. Por aquel entonces tenía pensado no casarse con ninguna mujer a la que deseara demasiado. Le parecía poca garantía y —sobre todo— poca previsión. No obstante, desde el momento en que vio a Jaime con María Luisa, se dio cuenta de lo que empezaba a madurar. A madurar en él, naturalmente. Se dio cuenta, se estudió durante un cuarto de hora y se dijo: «Eso nunca.» Después se descuidó. Cuando el «eso nunca» se transformó en «eso no», pudo apreciar la diferencia que va de la negación total a la simple negación. Suave, torpemente, comenzó a sorprenderse acechándola. Como ella, en cambio, no se sorprendió en absoluto, Jaime renunció sin lucha ni vergüenza. Roberto estaba casi seguro de que Jaime no le guardaba rencor. En realidad, entre éste y María Luisa no había mediado nada, ni siquiera palabras comprometedoras, que después de todo son el nudo más fácil. Jaime renunció, dio su enhorabuena y siguió estudiando. Cuando se puso su tristeza, vio que le quedaba un poco grande. A los veinte días estaba otra vez leyendo a Baudelaire, festejando a Nietzsche. Pero sólo se burlaba de Renan.

(Silencio. El guía sonríe. Los demás esperan. Uno, por decir algo, pide el cuarto café. Otro, que reforma la ajena inspiración y la aprovecha, pide un «cortado». La reunión se desmaya. Ya nadie tiene nada que decir. Pero como se quedan siempre hasta las doce ... )

3.

Hacía ya mucho tiempo que el amor había quedado en tontería, y bastante también, aunque no tanto, que la tontería había quedado en frialdad. El paso siguiente podía llegar al odio. Ahora mismo, sin arraigo aún y sin motivo, el odio hacía visitas tímidas, espaciadas, pero suficientes para ir formando el hábito de retirar a medias la confianza.

María Luisa no había cambiado mucho. ¿Qué pasaba entonces? Todos —¿cuántos eran todos?— la encontraban tan alegre, tan completa, tan valiente, tan sencilla, en fin y concretando, tan ricura como antes. Ni ella se creía ingenua ni los otros la creían tal. Ni demasiado doméstica ni demasiado intelectual. Había cambiado los ídolos siempre que fue oportuno. De Baudelaire había llegado a Valéry, de Nietzsche a Camus. Estrictamente al día. ¿Dónde quedaba el pobre Roberto, con su entusiasmo por los tartamudos en la novela inglesa, desde el Brian de Huxley hasta el Anthony de Waugh?

En el orden doméstico, hoy trabajaba tan poco como antes, y si sus relaciones con la servidumbre eran de menor tirantez, eso era debido en buena parte a la filosofía solapadamente jocosa con que las últimas
chicas
habían encarado el asunto. Daba gusto verlas trabajar, obedecer, divertirse y robar.

Todo eso no llegaba a fastidiar a Roberto. Pero, en rigor, ¿qué le fastidiaba? Le fastidiaba, por ejemplo, una discusión insulsa como la de esta tarde, una discusión como ésa, pesadamente familiar. Lo que había dicho sobre los libres y los inquietos, representaba sólo aproximadamente lo que había pensado, pero aun así lo representaba bastante bien. En realidad, lo mismo habría sido decir: «Estoy descontento», que discutir sobre furias a propósito de Clara. Sí, estaba descontento, confusamente descontento. Con María Luisa, consigo mismo. Le parecía haberse vuelto demasiado respetable y carecer de los medios legítimos para quitarle empaque a ese respeto. Por lo demás, estaba poco acorazado para habérselas con sus propias reacciones. De ahí que la sola presencia de María Luisa le provocara una especie de calambre mental. En el subsuelo de su vida matrimonial debía haber sin duda un desperdicio de conciencia del que a veces le llegaba alguna oleada fétida.

—Hola.

Tuvo que sonreír cuando, intimidado, sintió la mano de Jaime sobre el hombro.

—Hola. ¿Y Asdrúbal?

Era la última esperanza. Podía haber pestañeado, pedido otro café, complicado las cosas. Pero quería salvarse de una entrevista a solas con Jaime. 0, por lo menos, saber a qué atenerse.

—Asdrúbal me avisó que no viene.

Que no viene. Ah. Siempre había pensado que algún día tendría que faltar Asdrúbal. Pero ahora...

—Es la primera vez que falla uno.

—O que fallan dos...

Eso lo dijo por algo. Entonces él también esperaba la oportunidad. Eso lo dijo por algo. Tenía los ojos demasiado brillantes, los labios demasiado firmes.

Jaime se puso a hablar de política. Mejor. No era un tema embarazoso. Pero al cabo de una media hora de escuchar las opiniones de Jaime sobre la libertad de prensa, la situación en los Balcanes, y el voto femenino, Roberto se escuchó diciendo: «Parece increíble. Ni remotamente podés imaginarte con qué pensamiento avergonzado estoy jugando.» Hipócrita. Uno respira y se siente hipócrita.

—Oh, no es tan difícil. Siempre te has sentido culpable frente a mí. —¿Frente a vos?

—Sí. Te imaginas que me la quitaste.

Insoportable. Que lo diga así, sin preámbulos, sin asco, sin enojo. —¿A María Luisa? Estás loco. No pensé qué... —Podés estar tranquilo. No había nada.

—Ya lo sé, ya lo sé. Por eso te digo que estás loco.

Llegó la sonrisa de Jaime y Roberto se sintió inesperadamente ridículo. Tenía la boca con saliva amarga. Cuando empezó a hablar, era ya de otra cosa.

(El grupito se levantó a las doce en punto. Primero pasó el guía, luego los seis discípulos. Ceñidos, bostezantes, intercambiando mimos.)

4.

Era humillante pensarlo. Cuando el chico había muerto, ellos se habían encontrado por primera, por única vez, tal como eran, tal como no predicaban ser. Roberto se imponía ahora el recuerdo del rostro de María Luisa, de aquel sin cólera y sin dolor, sitiado en sus contornos por los corderitos del empapelado. La mueca de indiferencia, de ganas contenidas, de seriedad en hilvanes, había sido insufrible y compacta, sin un solo resquicio para la duda en ciernes, ara la duda mansa, vulgar, salvadera. ¿Y eso era un rostro de mujer? El, que era el hombre y por lo tanto no debía traicionar su abolengo de ojos secos, él, que había sufrido derrotándose, sintiendo —no sabía dónde— chasquear el dolor como un látigo, él había condensado su angustia caudal en un tibio y constante hilo de lágrimas. Y nadie había sabido el consternado fastidio, el fastidio sin cálculo, irresistiblemente agudo, con que obtuvo la serenidad indispensable y repasó, enumerándolas, sus decisiones. Una cosa era cierta. Ese mismo día o más adelante, no importaba la fecha, dejaría a María Luisa. No exigía nada en el presente, pero necesitaba a toda costa un futuro sin ella. Un futuro sin ella. Consigo mismo.

Aún mucho tiempo después, aquel rostro de María Luisa rodeado de corderitos, en el cuarto del hijo, había permitido la evolución normal de su fastidio. Necesitaba representárselo para animarse. Hoy había deseado que María Luisa le traicionara. Con cualquiera. No era virtud de cornudo magnífico; era, simplemente, su egoísmo. Sobornar al examinador para terminar antes la carrera. Pero a la vez se había sentido generoso como un proveedor de futuros. Ningún accidente, ninguna enfermedad, ni siquiera la muerte. Sólo verse libre.

5.

Roberto contemplaba sus propios pasos. Siempre había tenido la supersticiosa diversión de esquivar determinadas baldosas, a las que iba señalando inconvenientes, improvisando augurios. Pero ahora no ponía ningún esmero. Pisó una de las prohibidas y ella dio un grito delicioso, pero corto, sin ecos.

La calle estaba sola. Se puso a pensar en las cosas ridículas que había leído sobre las aceras solitarias, sobre la medianoche, sobre los faroles, y se sintió capaz de avergonzarse por ellas. La calle estaba quieta como en un cuadro. Acaso estaba orando, acaso estaba arrepintiéndose de todos los automóviles, de todos los caballos, de todos los tranvías con que había pecado en la jornada. Cuando iba pensando el tercer disparate, su otra memoria reconoció la puerta. Halló que su casa —además de la verja con encaje, del patético jardín de cámara, de los balcones como palcos, de todos los otros síntomas de su actual y embarazoso prosperidad económica—, halló que su casa era asimismo una idea poco satisfactoria. ¿Qué le esperaba? Ni siquiera el hijo. Ni siquiera el hogar.

La actitud de Jaime había sido un obstáculo. Él había querido, a la vez que darle una oportunidad de perdonar, darse también una oportunidad de quedar al día con los escrúpulos. Pero el otro no había querido reconocerle la culpa. Sencillamente, le había tornado el pelo.

A él le quedaba el problema de qué hacer ahora con el pasado. No era cosa de alimentarlo en silencio ni de estrangularlo. En el café se había sentido bruscamente sin amistad. Quedaba Asdrúbal. Sí. Pero la certidumbre aminoró el deleite. Quedaba Clara, con sus lamentables y místicas virtudes. No. Ni siquiera estaba seguro de quedar él mismo para la amistad o para el amor.

Su incomunicable silencio se estiraba en la calle. Cuando escogió la llave, se sintió cobarde y desatinado. Y, a pesar de todo, indiferente. Recordó al grupito del café. Ellos se asían por lo menos a un vínculo, precario, estúpido, pero casi feliz en su medianía; ellos no estaban solos. ¿Para eso había sostenido exigencias? ¿Para ser menos feliz que un fantoche? ¿Dónde estaba la intimidad en que refugiarse, la vida ajena— que justificara la propia?

Como siempre, cerró la puerta con cuidado. Había luz en el comedor. Había, como siempre, sobre la mesa, queso y dulce, galletas, leche fría. Comió sin recompensa y sin hambre. Miró los avisos del diario de la noche, recorrió las noticias. Bostezó en tres etapas, triste de desaliento.

Cuando entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre, puso la corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue la impremeditado caída del segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido tuvo cierta emoción. Luego, abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró: «¿Qué tal, querido?» No esperó la respuesta. Salió al encuentro de la próxima modorra.

Como siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió envidia de los pobres diablos que hablan de la
patrona
y le llevan cada sábado una torta con merengue.

Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó —como siempre— la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre.

(1947)

La vereda alta

Si yo hubiera tenido padre y madre, todo habría sido diferente. Pero mi familia era una abuela materna, y una abuela materna no alcanza para nada. Además, a ésta le faltaban casi todos los dientes y siempre, cuando hablaba, uno creía que iba a escupir el último. Es probable que su odio hacia mí haya empezado en eso. Ella se daba cuenta de lo mal que me impresionaban sus encías inermes y balbucientes. Pero yo no podía evitarlo, así como ella no evitaba el odio.

Sin embargo, en un pueblo como éste, que nunca había sido demasiado benigno, constituíamos un binomio abuela-nieto de tal ejemplaridad que las madres lo señalaban a sus hijos y a sus propias madres para estimular a unos y a otras al mutuo entendimiento.

Era en verdad conmovedor vernos salir por la tarde, a la abuela y a mí, mi mano en su mano, sonrientes y simpáticos, deteniéndonos en la plaza para saludar al zapatero que hablaba de crímenes mientras remendaba, y también en la farmacia para que el boticario me llenara el bolsillo derecho con caramelos de miel o de menta. Era conmovedor escuchar a la abuela preguntándome si quería dar una vuelta en el único autobús de la localidad, para brindarme así el placer de contemplar la chiva que estaba siempre, aburrida y soñolienta, un poco antes de la última curva. Y era conmovedor escucharme decir que no, que hoy no tenía ganas, cuando en realidad todos sabían que yo me sacrificaba para que ella economizara diez centésimos.

Entonces la abuela sonreía comprensiva, comprensiva y sin dentadura, y me invitaba a ir hasta la vereda alta. A esto ya no me negaba, porque no costaba dinero y el sacrificio hubiera sido ridículo y además porque la vereda alta era mi mejor experiencia de ese entonces.

La vereda alta estaba cerca del molino. Sé que tenía un borde de ladrillos muy rojos y que estaba como dos metros por encima de la calle de barro. Cuando los días sin lluvia se prolongaban demasiado, la calle de barro era entonces de polvo y mi abuela no me quería llevar porque el polvo se le metía en las orejas. A mí se me metía en las narices, pero eso lo arreglaba yo con un par de estornudas.

Todavía hoy no comprendo bien el atractivo sin muchas razones que esa vereda tenía para mí. Recuerdo que allá abajo, en el barro, cuatro o cinco muchachos aprendían a no tenerse piedad y se tiraban con lo que encontraban más a mano, ya fuera un cascote o un aro de barrica. Cierta vez uno de éstos suspendió su vuelo en el moño de mi abuela y luego de vacilar un poco, se decidió a caer sobre ella, quedando humildemente a sus pies luego de brindarle una serie de abrazos rápidos y estertorosos. Yo reí en cuanto me dejó libre la sorpresa, y los muchachos de abajo también rieron y por un rato no se pelearon más.

Cuando pasaba una cosa así, mi abuela castigaba en mí la travesura ajena y yo me quedaba sin vereda por un par de días. Esa vez sucedió lo mismo. Fue entonces cuando inauguré oficialmente mis meditaciones. Ya antes de eso las había tenido,, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente había pensado en mi oficio de huérfano y en las ventajas y desventajas que me acarreaba el ejercerlo. Yo no lo había elegido, estaba claro, pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante, cuando me decidí a meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia y con suficiente material de dudas como para llenar las horas sin vereda.

Así, pues, cuando terminaba mi composición sobre tema libre (las moscas, mi rodilla, la bocina), yo me sentaba frente al gallinero a comer galleta y a pensar en la muerte. Ése sí era un tema, tan grande que no cabía en las composiciones, tan fuerte que me dejaba siempre un poco pálido. Yo cerraba los ojos. También el día cerraba los suyos y el gallinero se quedaba en paz. Entonces se podía meditar. Como el tema era la muerte, era preciso ante todo llegar a concebirla. Para concebirla, nada mejor que no pensar en nada. No pensando en nada, llegaría a no ser, que era la muerte. Era evidente. Así, al menos, lo creía. Pero cuando me parecía estar alcanzando el vacío completo, la total desaparición de mí mismo, hallaba que, finalmente, estaba pensando en no pensar. Y aunque fuese
nada
mi único pensamiento, por eso solo ya resultaba
todo
. Claro que esto es únicamente la traducción aproximada de aquella suerte de dialecto infantil en que entonces me llegaban las sensaciones. Pero en esencia, no era mucho más que eso.

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