Cuentos completos (49 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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6.

Las señas que me dio Diego corresponden a una Editorial, presumiblemente de izquierda. Esta vez mi condición oficial de turista no impide la contratación. «Ya buscaremos la solución», dice el encargado. «Lo esencial es que empieces a trabajar, porque imagino que tenés que comer, ¿o imagino mal?» Le digo, por supuesto, que imagina bien, y me asigna un sueldo que es bastante bueno, sobre todo considerando las circunstancias algo irregulares de mi permanencia aquí. Le doy las gracias, y él dice que los argentinos, tantas veces exiliados en Uruguay, tenían ahora el deber de prestarnos solidaridad, ya que esta vez éramos nosotros los jodidos. «Cuando yo era chico, mi viejo estuvo como dos años en Montevideo, haciendo y vendiendo empanadas, y la gente lo ayudó mucho.» No saben cómo me alegro de que mi gente oriental haya ayudado a su viejo porteño. Además, me vienen unas ganas locas de comer empanadas. Eso me ocurre con cierta frecuencia: que alguien menciona una comida, o un postre, o un helado, y el estómago se me empieza a retorcer de tantas ganas. En tales casos, soy capaz de pagar cualquier cantidad con tal de tener la comida en cuestión, pero como casi nunca tengo cualquier cantidad, debo quedarme con las ganas, y en realidad no es una catástrofe. De todas maneras, éste es un problema que tenemos los desvalidos y que me permite comprender el odio de clases.

Mi trabajo en la Editorial consiste por ahora en corrección de pruebas. Alguna vez hice en Monte suplencias de corrector. Perdí injustamente ese laburo cuando dejé pasar una errata que el autor consideró inadmisible, humillante y soez:
orínico
por
onírico
. No era para tanto, creo. Convengamos en que el intelectual es por definición un susceptible. Espero que los de aquí no sean tan delicados.

Ya comencé con mis nuevas funciones, así que le escribí a la vieja que se queden tranquilos: no moriré de hambre. Aunque, eso sí, no descarto la muerte al cruzar Libertador o si me pesca una bala perdida en cualquiera de los tiroteos que amenizan esta gran urbe. Esto último lo puse para que tengan de qué preocuparse, ya que sólo cuando están ansiosos mejoran sus relaciones conyugales.

A cada rato me encuentro con gente de la vecina orilla. Aunque tal vez no sea correcto nombrarlos así. He notado con cierta alarma que los únicos que decimos «la vecina orilla» somos nosotros con respecto a Baires, pero no los porteños en relación con Monte. Los cronistas deportivos de aquí, sobre todo los de radio, cuando se refieren a nosotros dicen «la otra banda». Tampoco escriben «allende el Plata», o sea que jamás podrían hacer deportes en
El Diario
o
La Mañana.

Casi todos los compatriotas que encuentro y/o conozco ya se hallan trabajando, aunque casi ninguno tiene vivienda más o menos estable, y hasta me topé con uno que ni siquiera tiene documento. No cometo la indelicadeza de preguntarle cómo entró. Puede haberlo perdido, claro. Uno de los compatriotas me enseña dónde queda el consulado uruguayo. Por las dudas, cruzo a la vereda de enfrente. En esta zona veo muchas caras conocidas de la patria chica, pero prefiero dirigir mi seductora mirada hacia otro punto cardinal, ya que la mayoría son tiras que en otro tiempo frecuentaban los cafetines del Cordón. El flaco Diego, que se las sabe todas, aconseja no concurrir a los cafés ni a las pizzerías de Corrientes, sobre todo entre el Obelisco y Callao, porque allí anda suelto tanto tiraje oriental que hasta se vigilan entre ellos. Una lástima, porque a mí me gusta Corrientes, sobre todo de noche.

En vista de que voy a tener sueldo, aflojo un poco mi política de ahorro y compro cigarrillos. Mamá siempre dice que si sigo fumando así voy a morir de cáncer al pulmón como mi abuelo, pero él crepó de 81, así que me faltan nada menos que 64, a qué me voy a angustiar desde ahora, tampoco hay que pasarse de previsor. Capaz que me secuestran o me acribillan la semana que viene, cruz diablo, y me voy al purgatorio sin haber tenido siquiera este disfrute. O sea que en media hora fumo más que tres murciélagos juntos. Digo esto por simple hábito coloquial, ya que en realidad nunca vi fumar a un murciélago, mucho menos a tres. En rigor, debería decir «más que tres monos», ya que, aunque no hayan ingresado al diccionario de modismos, hay monos que son empedernidos fumadores, y de eso sí soy testigo porque sé de uno que fumaba en Villa Dolores y otro más en Palermo, y este último además sacudía la ceniza sobre la palma ahuecada de la mona, flor de masoca la simia.

Cuando le digo a doña Rosa que por fin he conseguido laburo, da rienda suelta a su entusiasmo y me besa casta y sudorosamente en ambas mejillas. Como el baño está ocupado por la dama sonora, debo esperar como 38 minutos si quiero lavarme el pegote. Claro que la vieja no lo hace con intención aviesa, pero igual me jode. Es buena, menos mal. Aunque para mi gusto, se pasa de entusiasmo. Personalmente opino que éstas no son épocas para entusiasmar a nadie. Hasta el fútbol da lástima. Tengo la impresión de que ahora nos amamos con los porteños, porque ellos y nosotros estamos a cuál más patadura en el viril deporte. Unidos en la desgracia. Bueno, doña Rosa se entusiasma con Vélez. Es el colmo. Ni siquiera es hincha de un cuadro importante, como Boca o River. Escucha el partido íntegro por la radio, y a la noche vuelve a ver los goles por televisión, que para mayor aberración no son los que metió Vélez sino los que le metieron. Otra masoca. Por eso dejo que me bese casta y sudorosamente las mejillas, a fin de que canalice de algún modo su entusiasmo potencial. Y bueno, cuando por fin sale la dama sonora, entro al baño y me lavo el pegote.

7.

Al menos en esta primera semana, el trabajo me gusta bastante. Hasta ahora no he tenido quejas. Es claro que al final de la tarde tengo el balero que es una matraca. Fatiga intelectual. Quién me iba a decir a mí [como estudiante evité siempre el surmenage] que iba a terminar haciendo semejante concesión: fatiga intelectual, nada menos, como un traga cualquiera. Para peor, a la salida me encuentro con Leonor y su hija. Esa familia siempre me cayó bien, pero hoy me dejaron en ruinas. El marido de Leonor está en el penal de Libertad. Ella lo vio antes de venirse, y dice que envejeció diez años en cuatro meses. Lo han reventado. Él fue quien les pidió que se vinieran. Leonor no quería, pero parece que él se angustiaba tanto que al final ella le prometió que sí. Ahora no saben qué hacer. Laura, la hija, me mira esperanzada, como si yo pudiera darles una idea salvadora. Pero, aunque me estrujo el cerebelo no se me ocurre nada. Y Leonor que llora despacito, sin armar escombro. Ni siquiera llora para Laura o para mí. No, llora para ella. Le pregunto a Laura por Enrique, su hermano, que en primaria fue mi compañero de banco. «Hace un año que no sabemos de él. Está borrado. Todos los días compramos los diarios de Montevideo para ver si aparece en alguna nómina, mejor dicho, con el pánico de que aparezca en alguna.» Y yo parado como un imbécil, sin saber qué decirles, ni qué hacer. Les cuento que trabajo en una editorial, les digo que si llego a saber de algún trabajo para Laura, les aviso. Me dejan el teléfono de unos amigos. Después se van, apretadas una contra otra, como protegiéndose. No puedo comer nada. Una vergüenza. A la noche, cuando me acuesto, de repente me viene como una sacudida, un estremecimiento, qué sé yo, y lloro como un cuarto de hora. Y todo, por una desgracia que no es mía. ¿O será?

8.

A Celso Dacosta lo había visto sólo un par de veces, al á en el Prado, cuando ambos frecuentábamos el club Atahualpa. Pero cuando me ve en Pueyrredón y Viamonte, me grita por entre los colectivos y cruza a las zancadas. Me abraza, me pregunta si estoy viviendo aquí, me vuelve a abrazar. Que ahora no puede, porque va muy apurado, pero que tenemos que vernos. Por lo pronto, quiere saber si tengo libre la noche del sábado. Que hay una reunioncita en casa de unos amigos, «platudos pero izquierdosos, el pueblo bien vestido jamás será vencido». Que no vacile más. Que aquí tengo la dirección. Que llegue después de las diez. Bueno, digo.

Y voy. Es bruto piso, esta vez en Libertador. Llego a las diez y media, pero Celso no está. Me encuentro bastante perdido. Hay como sesenta personas. Y es toda gente conocida. Son caras que he visto en
Gente
o en
Siete días
. Me presentan a tres o cuatro, pero en cuanto puedo me quedo solo, con un vaso en la mano, contemplando con gesto admirativo un cuadro de mierda. Afortunadamente se olvidan de mí. Entonces puedo mirar a todos. Vine con la mejor ropa que tengo, pero cualquiera puede advertir que mi pozo es de otro sapo. Ellos están de sport, pero qué sport, mama mía. Las mujeres se ríen para adentro, a fin de que el maquillaje no se les desarme. Sus carcajadas suenan como en una cavernita. Y los hombres les hacen más y más chistes, para joderlas, claro, y al final siempre consiguen que alguna lance la carcajada hacia fuera y en consecuencia desplanche las arrugas.

Cuando por fin llega Celso, me pesca mirando de soslayo a una morocha silenciosa que lo único que hace es tomar jugo de naranja. Que si sé quién es. Que si quiero me la presenta. Y antes de que yo responda, estamos presentados. Y allí nos deja, ella con su jugo y yo con mi whisky. Ella da un resoplidito, como diciendo qué pesado [Celso, claro] y yo, por hacer algo, frunzo el ceño. Le digo que la he visto en
Sueñorreal
y que me parece que ella tiene condiciones para más, mucho más. «Es una porquería», dice. Cuando habla, aunque sólo diga esa banalidad, su atractivo se multiplica por cinco o por diez. Sucede que cuando está callada, su expresión es muy dura, casi agresiva. Cuando habla, en cambio, se ablanda, se vuelve cálida. Se lo digo. «Así que sos buen observador.» No, generalmente no lo soy. Me ha gustado observarla a ella, eso es todo. «¿Por qué?» Bueno, porque es linda [risita de ella, soplido mío], pero además porque tiene una mirada misteriosa [levanta las cejas], no de gran misterio, sino de misterio pequeño, breve. Suelta una carcajada, sin la menor preocupación por el maquillaje. «¿Así que misterio breve? ¿Y por qué breve?» Porque en cualquier momento se disipa, se resuelve. «¿Y se puede saber con quién tiene que ver ese misterio?» Hasta este momento me las arreglé para evitar el tuteo o el usteo, pero aquí no tengo más remedio que decidirme y sigo: «Con vos». El voseo la sorprende [debe tener 26 años, o más], no lo esperaba, pero menos aún esperaba lo que el voseo dice. Toma un poco de jugo para hacer tiempo. Los ojos oscuros le brillan. «¿En qué trabajás?» Se lo digo. «¿Por qué no venís mañana a buscarme después del ensayo?» Me gusta y no. Me gusta su físico, especialmente su cara, también sus manos y sus piernas. Me gusta también ese misterio que le inventé. Pero no me gustan tres cosas: que sea actriz, que sea famosa, y que sea tan vieja. Figúrense, yo con una vieja de 26 años. Pero la tentación es grande. «¿Tenés miedo? No voy a comerte. Es para que conversemos, sólo eso. ¿Y sabés por qué? Me gustó eso que me dijiste. Creo que tenés razón: hay un misterio pequeño y breve, un misterito, y tiene que ver conmigo misma. A lo mejor me ayudás a resolverlo.» Ahora soy yo quien trago whisky para ganar tiempo.

9.

Digamos que se llama Isabel. Claro, ése no es su nombre. Pero no quiero quemarla. Aunque siempre es posible que mañana o pasado,
Antena
o
Radiolandia
informen que la hermosa protagonista de
Sueñorreal
[tampoco ése es el título] fue vista en compañía de un espigado joven. Así que digamos se llama Isabel. El espigado joven pasa varias horas pensando que irá a buscarla a la salida del ensayo. El problema es la ropa. Pero lo resuelvo fácilmente. En vista de que no puedo competir por lo alto, decido vestirme a lo reo. Y sin complejos. Como si estuviera orgulloso de la tricota tejida por mi vieja.

Llego tan puntual que me da vergüenza, así que doy tres vueltas a la manzana antes de establecerme en la puerta del teatro. En realidad, podría haber dado diecisiete vueltas, porque ella demora una hora, nueve minutos, veinte segundos. Mantengo un cruento enfrentamiento [como diría Radio Carve] con mi dignidad, cuyo insistente consejo es que me vaya y deje plantada a la destacada intérprete. Sin embargo, me quedo. No sé bien por qué, pero me quedo. Podrido de esperar, pero me quedo. Por fin aparece. Sale del ascensor, con todo un clan. Soy el único que está esperando, así que no hay confusión posible. Pero ella pasa, riéndose y manoteando [en este momento me parece vulgar], me mira como quien mira una cornisa, una bisagra o una cucaracha, y sigue riéndose y manoteando con sus pares. Yo soy impar. Montan en tres autos y arrancan con un ruido infernal. O sea que el espigado jovencito no será mencionado en
Radiolandia
ni en Antena. Entonces me doy cuenta de que estoy sudando. Debe ser que la tricota que me hizo la vieja es demasiado abrigada.

10.

Fumo un cigarrillo y me siento mejor. Después de todo, ¿qué tengo que ver con ese mundo? Porque acá, ser actor o ser actriz no es lo mismo que en Monte, donde uno puede encontrar a Candeau en el trole, o a Estela Medina en la panadería. No sé si es mejor o peor, pero no es lo mismo. Allá nadie hace mucha guita en el oficio. Además, no hay cine. Aquí sí, y en el cine corren los millones. Siempre están hablando de que el contrato es por tantos y cuántos palos. Y en la televisión, y hasta en el teatro. Y qué aparato de propaganda, con chismes y todo. ¿Cómo no va a creer esta gente que es lo más importante del mundo y sus alrededores?

A esta hora ya no hay subte y los colectivos escasean. Hay taxis, claro, pero yo estoy seco. De modo que regreso caminando a la Pensión Hirondelle. Deben ser unas ciento veinte cuadras. O quizá sean trescientas quince. Pero me hace bien. Paso primero por la decepción, luego por la bronca, y finalmente asumo una relativa calma. ¿Será que he alcanzado la madurez? ¡Jamás! ¡Renuncio solemnemente a madurar! Como bien dijo Heráclito, la fruta madura es la que está más cerca de podrirse. Bueno, no sé si fue Heráclito, pero siempre hay que mencionar una fuente prestigiosa. A lo mejor no lo dijo nadie y entonces aprovecho y lo firmo yo. Cuando la alternativa es Madurar o Morir, entonces por supuesto prefiero la Muerte. Si anteanoche se lo hubiera dicho a Isabel, tal vez se habría acordado de mí. No hay que tener miedo a las palabras. Las palabras consiguen cosas. Y mujeres.

No todas las ciudades son lindas por la noche, sobre todo si uno las camina en plena decepción. Pero Baires me gusta aun en estas inclementes condiciones. Siempre tiene algún perro vagabundo que decide acompañar a los espigados y abandonados jovencitos, y a veces, como esta noche, son cuatro los perros vagabundos. Se amontonan, se separan, se vuelven a reunir, me acompañan en cada cruce, no sin antes fijarse a diestra y siniestra [debe haber sido un diestro el que inventó que la izquierda era siniestra ¿no?] y esperar que pase rugiendo el larguísimo camión-tanque, para luego flanquearme otra vez en la vereda de enfrente, tan conscientes de su papel de custodios, que ni siquiera husmean los tachos de basura ni se montan los unos a los otros, para decirlo en lenguaje bíblico, todo lo cual es una muestra de que consideran su desfile nocturno, no como un alarde de hedonismo sino como un austero acto de servicio. Y así vamos los cinco, con paso preocupado y sin darnos respiro, viendo cómo aquí el viento arremolina los papeles sucios de la jornada, y cómo allí un tipo de nariz ganchuda propina dos trompadas cautelosas [como si no quisiera romperle el tímpano] a una puta opulenta que ni mosquea y a su vez le da al musculoso una bruta patada en el cóndilo femoral [¿vieron cómo sé de esqueleto?]. Más allá, afortunadamente fuera de mi contorno inmediato, los ululantes carromatos policiales de siempre. Y aunque ese riesgo transcurre lejos, los cuatro perros se detienen y me miran ansiosos, como esperando de mí una definición, un diagnóstico o un alerta. Pero yo sigo caminando indiferente. Entonces los cuatro se consultan y deciden continuar con su marcha solidaria. Diez cuadras más allá, dos botones advierten de lejos nuestras presencias y se detienen a esperarnos. Pero se ve que los cinco imponemos respeto, ya que pasamos frente a ellos sin que se atrevan a molestarnos.

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