El ladrón de cuerpos

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Lestat ha gozado de una existencia comoda, su supremacia indiscutida en el mundo de la noche colmaba sus aspiraciones. Pero una duda le llevará a replantearse la razón de su existencia. Impulsado por su afán de conocer -a la vez intelectual y argumental, racional y vital- que por primera vez hará tambalear los cimientos de su reinado de penumbras.

Anne Rice

El ladrón de cuerpos

Crónicas Vampíricas

ePUB v1.0

Siwan
19.07.11

Para mis padres, Howard y Catherine O'Brien.

Sus sueños y su coraje me acompañarán

todos mis días.

PRÓLOGO

Habla el vampiro Lestat. Tengo una historia para contarle, acerca de algo que me sucedió. Todo comenzó en Miami, en el año 1990, y sinceramente desearía iniciar el relato allí. Pero es importante que mencione los sueños que había tenido con anterioridad, ya que juegan un papel importante en la narración. Me refiero a las veces que soñé con una niña vampiro de mente adulta y rostro angelical, y a otra oportunidad en que soñé con David Talbot, mi amigo humano.

Pero también soñé con mi niñez de mortal transcurrida en Francia, con nieves invernales, con el ruinoso y umbrío castillo que tenía mi padre en Auvernia, con el día en que salí a cazar una manada de lobos que merodeaba por nuestra pobre aldea.

 Los sueños pueden ser tan reales como los acontecimientos mismos, o al menos eso me pareció después.

Además, cuando empezaron los sueños tenía yo un estado de ánimo melancólico, pues era un vampiro vagabundo que deambulaba por la tierra. A veces iba tan cubierto de polvo, que nadie reparaba en mí. ¿De qué me servía tener una espesa cabellera rubia, ojos azules de mirada intensa, ropas llamativas, una sonrisa irresistible y un cuerpo bien proporcionado, de un metro ochenta y cinco de altura que, pese a sus doscientos años, podía pasar por el de un mortal de veinte? No obstante, yo seguía siendo un hombre de la razón, un hijo del siglo XVIII, siglo en el que realmente viví antes de nacer a las tinieblas.

Pero en las postrimerías de la década de 1980 estaba muy cambiado. Ya no era aquel bisoño y elegante vampiro que fui alguna vez, tan afecto a la clásica capa negra y los encajes de Bruselas, aquel caballero de bastón y guantes blancos que danzaba bajo el farol de gas.

Me había transformado en una especie de dios misterioso gracias al sufrimiento, al triunfo, y a un exceso de sangre de nuestros antepasados vampiros. Poseía facultades que me dejaban perplejo y a veces hasta me asustaban. Esos dones me ponían triste, aunque no siempre sabía por qué.

Por ejemplo, podía levantar una silla en el aire a voluntad y hacer que se desplazara a grandes distancias, mecida por los vientos nocturnos como si fuera un espíritu. Podía producir o destruir materia mediante el poder de mi mente. Podía encender fuego con sólo desearlo. También podía llamar con mi voz preternatural a los inmortales de otros países y continentes y, sin el menor esfuerzo, leer la mente de vampiros y humanos por igual.

Qué bueno, podrá usted decir. Yo lo aborrecía. Sufría sin lugar a dudas, por mis antiguas personalidades: el muchacho mortal, el fantasma recién nacido que en una época se propuso tener talento para la maldad.

Compréndanme: no soy un pragmático. Tengo una conciencia perspicaz y despiadada. Podría haber sido un buen tipo—y quizás a veces lo sea—, pero siempre me consideré hombre de acción. Condolerse es para mí un desperdicio, como lo es el tener miedo. Y lo que usted va a encontrar aquí, apenas termine con este preámbulo, es acción.

No hay que olvidar que los comienzos suelen ser difíciles y casi siempre artificiales. Fue la mejor época. Y la peor también. Además, todas las familias felices no son iguales; eso hasta Tolstoi tiene que haberlo sabido.

Yo no consigo empezar con "Había una vez" o "Me arrojaron de un camión al mediodía"; si no, lo haría. Y créame que siempre consigo lo que quiero.

Como dijo Nabokov por boca de uno de sus personajes, "el asesino siempre habla con prosa extravagante”. ¿Extravagante no podría significar experimental? Desde luego, sé que soy sensual, recargado, voluptuoso; demasiado me lo ha hecho notar ya la crítica.

Lamentablemente, tengo que hacer las cosas a mi manera. Ya voy a llegar al principio —si no hay una contradicción en los términos—; se lo prometo.

Debo explicar aquí que, antes de iniciarse esta aventura, yo estaba padeciendo por los otros inmortales a quienes conocí y amé, porque hacía tiempo que se habían dispersado de nuestro último reducto del siglo XX.

Qué disparate pensar que quisiéramos crear un nuevo lugar de reunión.

Uno a uno mis compañeros fueron desapareciendo, se perdieron en tiempo y el mundo, lo cual era inevitable.

El vampiro no siente verdadero agrado por los de su especie, pese a su atroz necesidad de amigos inmortales.

Debido a esa necesidad, creé a mis vástagos: a Louis de Pointe du Lac, que se convirtió en mi paciente y a menudo cariñoso compañero del siglo XIX; y con la inadvertida ayuda de él, a Claudia, la bella y condenada niña vampiro. Durante esas noches solitarias de fines de siglo, Louis fue el único inmortal al que veía con frecuencia. El más humano de todos nosotros, el más perverso.

Nunca me alejaba demasiado de su choza, ubicada en el sector alto de Nueva Orleáns. Pero aguarde usted; ya llegaré a eso. Louis tiene un sitio en esta historia.

A propósito: aquí encontrará muy poco sobre los demás. En realidad, casi nada.

Salvo Claudia, con quien soñaba cada vez más a menudo. Permítame explicar lo de Claudia. Ella había muerto hacía más de un siglo, pero yo sentía su presencia en todo momento, como si la hubiera tenido cerca.

Corría el año 1794 cuando convertí a la huerfanita moribunda en una suculenta vampira, y pasaron sesenta años antes de que se rebelara contra mí. "Te meteré en el ataúd para siempre, padre."

En ese entonces yo dormía en un cajón, sí. Y aquel intento de homicidio fue anticuado, puesto que hubo víctimas mortales a las que se quiso tentar con alcohol para que nublaran mi mente, hubo cuchillos que desgarraron mi carne blanca y, por fin, creyéndolo sin vida, abandonaron mi cuerpo en las fétidas aguas de la zona de pantanos, allende las luces de Nueva Orleáns.

No les dio resultado. Existen muy pocos métodos eficaces para matar a los que no mueren. El sol, el fuego... Para matarlos, hay que proponerse la extinción total. Además, tenga en cuenta que soy el vampiro Lestat.

Claudia sufrió por ese crimen; luego fue ejecutada por un grupo de bebedores de sangre que medraban en el corazón mismo de París, en el infame Teatro de los Vampiros. Yo había violado las normas al convertir en bebedora de sangre a una niña tan pequeña, y es quizá por esa sola razón por la que los monstruos parisienses pudieron haberla ultimado.

Pero también ella violó las normas cuando trató de destruir a su hacedor, y podríamos decir que ésa fue la razón lógica que tuvieron para dejarla afuera, a la luz intensa del día que la redujo a cenizas.

En mi opinión, se trata de un método diabólico para ejecutar a alguien, porque quienes lo dejan a uno afuera deben regresar de prisa a sus féretros y ni siquiera pueden ver el sol cuando éste ejecuta su siniestra sentencia. Eso fue lo que le hicieron a la exquisita criatura que yo había moldeado con mi propia sangre vampírica, la cual, de huerfanita sucia y andrajosa en una ruinosa colonia española del nuevo mundo, pasó a ser mi amiga, mi discípulo, mi amor, mi musa, mi compañera de correrías. Y sí, mi hija.

Si leyó usted "Entrevista con el vampiro", ya debe de saber todo esto, pues es la versión que da Louis del tiempo en que estuvimos juntos. Louis habla de su amor por ésa nuestra hija, y de cómo quiso vengarse de quienes la eliminaron.

Si leyó usted mis libros autobiográficos, "El vampiro Lestat" y "La reina de los condenados", ya sabe también todo lo que concierne a mí mismo.

Conoce nuestra historia, sabe que nacimos hace miles de años y que nos propagamos entregando nuestra sangre misteriosa a los mortales, cuando deseamos arrastrarlos con nosotros por el camino del diablo.

Pero no es necesario haber leído aquellas obras para comprender ésta.

Tampoco hallará aquí los miles de personajes que poblaban "La reina de los condenados". Ni por un momento la civilización occidental se va a tambalear. Y no habrá revelaciones de arcaicas épocas ni ancianos que confíen enigmas y verdades a medias, o prometan respuestas que de hecho no existen ni han existido jamás.

No; todo eso ya lo hice antes.

Esta es una historia contemporánea. No se confunda: es un volumen de las Crónicas de Vampiros, pero el primero realmente moderno pues acepta el horroroso absurdo de la existencia desde su comienzo y nos introduce en la mente y el corazón de su héroe —adivine quién es— para ver lo que allí descubre.

Lea este relato, y a medida que vuelva las páginas yo le iré brindando todo lo que necesite saber sobre nosotros. A propósito, ¡son muchas las cosas que suceden! Como ya he dicho, soy hombre de acción—el James Bond de los vampiros, por así decir—, llamado también por diversos inmortales

Príncipe Rapaz, Criatura Maldita, Monstruo...

Los demás inmortales aún existen, desde luego: Maharety Mekare, los mayores de todos, Khayman, de la primera carnada, Eric, Santino,

Pandora y otros, a quienes denominamos los Hijos de los Milenios. También está Armand, el simpático muchacho de quinientos años de edad que en una época dirigía el Teatro de los Vampiros y, antes de eso, una cueva de chupadores de sangre adoradores del diablo que vivían bajo el cementerio de París: Les Innocents. Espero que Armand exista siempre.

Y Gabrielle, mi madre mortal e hija inmortal que sin duda se presentará una de estas noches, quizás antes de que transcurran otros mil años, si tengo suerte.

En cuanto a Marius, mi viejo maestro y mentor, el que conservaba los secretos históricos de nuestra tribu, sigue estando y estará siempre .con nosotros. Antes de empezar con este cuento, venía de vez en cuando a verme para implorarme que por favor terminara con mis impiadosos asesinatos, publicados invariablemente en los diarios de los humanos; que por favor dejara de molestar a David Talbot, mi amigo mortal, con tentaciones para que recibiera el Don Misterioso de nuestra sangre. ¿Es que no me daba cuenta de que no convenía crear más seres como nosotros?

Normas, normas y más normas. Siempre terminan hablando de normas. Y a mí me gusta infringirlas, así como a los mortales les gusta arrojar las copas de cristal contra el frente de la chimenea después de un brindis.

Pero basta ya de hablar de los demás... porque este libro es mío del principio al fin.

Quiero explayarme sobre las pesadillas que me atormentaban durante mis vagabundeos.

Con Claudia fue casi una obsesión. Todos los amaneceres, antes de abrir los ojos, la veía a mi lado, oía el murmullo imperioso de su voz. Y a veces me remontaba atrás en los siglos, hasta aquel pequeño hospital de colonia con sus hileras de camitas, donde la huérfana estaba muriendo.

Y ahí estaba el viejo médico, tembloroso y de vientre abultado, levantando el cuerpecito de la niña. Y ese llanto. ¿Quién llora? Claudia no lloraba.

Dormía cuando el doctor me la confió, creyendo que yo era su padre mortal. Y qué preciosa aparece en los sueños. ¿Era tan linda en aquel entonces? Por supuesto que sí.

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