El ladrón de cuerpos (10 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Volveré. Además, quiero saber.

— ¿Qué?

—Por qué no tienes miedo a morir.

—Bueno, tú tampoco le tienes miedo, por lo que veo.

No respondí. Recordé el sol, la gran bola ígnea que se convertía en tierra y cielo, y me estremecí. Luego vi la lámpara de aceite del sueño.

— ¿Qué pasa? —quiso saber.

—Tengo miedo a morir —repuse, sacudiendo la cabeza para transmitir más énfasis—. Todas mis ilusiones se están haciendo añicos.

— ¿Es que tienes ilusiones? —preguntó, con sincero asombro.

—Por supuesto. Una de ellas era que nadie podía rechazar el Don Misterioso; al menos, no a sabiendas.

—Permíteme recordar te que tú mismo lo rechazas te, Lestat.

—David, yo era un niño y me estaban forzando. Luché casi por instinto.

Pero eso no tuvo nada que ver con el hecho de saber.

—No te subestimes. Creo que te habrías negado aunque lo hubieras comprendido cabalmente.

—Esas son ilusiones tuyas —dije—. Tengo hambre. Apártate de mi camino o te mato.

—No te creo. Y más vale que regreses.

—Volveré. Esta vez cumpliré la promesa que te hice por carta. Podrás decirme todo lo que quieras.

Salí a recorrer las calles apartadas de Londres. Anduve deambulando por la estación Charing Cross en busca de algún malviviente para alimentarme, por más que sus ambiciones subalternas pudieran irritarme.

Pero las cosas no resultaron como suponía.

Encontré a una anciana que caminaba arrastrando los pies. Vestía un abrigo mugriento y llevaba los pies envueltos en trapos. Estaba loca y calada de frío, y con seguridad iba a morir antes de la mañana. Se había fugado por la puerta del fondo de no sé qué lugar donde la tenían recluida, o al menos eso gritaba a quien quisiera oírla, decidida a no dejarse encerrar nunca más.

¡Fuimos fantásticos amantes! Ella me dio un racimo de recuerdos y ahí estuvimos, bailando juntos por los barrios bajos, ella y yo, teniéndola largamente entre mis brazos. Estaba muy bien alimentada, como muchos pordioseros de este siglo en que tanto abunda la comida en los países occidentales. Y bebí con gran lentitud, saboreando la sangre, sintiendo que recorría toda mi piel quemada.

Cuando terminó todo, tomé conciencia de que sentía muchísimo el frío, y que lo había sentido desde el principio. Es decir, estaba percibiendo más nítidamente los cambios de temperatura. Interesante.

El viento me golpeaba, cosa que me desagradó. A lo mejor la quemazón me había quitado una capa de piel. No lo sabía. Sentía los pies húmedos, y las manos me dolían tanto que por fuerza tuve que meterlas en los bolsillos. Una vez más volvieron a mi mente los recuerdos del invierno francés de mi último año en casa, del joven lord mortal en una cama de

heno y los perros por toda compañía. De pronto, ya no me bastaba con toda la sangre del mundo. Hora de volver a alimentarme, una y otra vez.

Fueron todos menesterosos, inducidos a abandonar sus precarias chozas de cartón e internar se en la gélida penumbra, y eran seres condenados, o al menos eso pensé mientras me deleitaba con el festín en medio del rancio hedor a sudores, orín y flema. Pero la sangre era la sangre.

Cuando los relojes dieron las diez, seguía aún con apetito y había víctimas en abundancia, pero me cansé y ya no me importó más.

Recorrí varias cuadras, llegué al distinguido West End y entré en una pequeña tienda sumida en la oscuridad, colmada de ropa masculina elegante, de buen corte —ah, los tesoros de confección de esta era—, y me equipé con pantalones grises de tweed, un abrigo con cinturón, pulóver grueso de lana y hasta un par de anteojos de vidrio levemente coloreado y fino marco de metal. Y ahí partí, a lanzarme de nuevo a la noche fría con sus remolinos de nieve, cantando solo y arriesgando unos pasitos de zapateo americano bajo un farol de la calle, tal como solía hacerlo para Claudia y... ¡Pum! De pronto apareció un joven bello y feroz, con aliento a vino, un sinvergüenza que me amenazó con un cuchillo, dispuesto a matarme por el dinero que yo no tenía, lo cual me recordó que, por haber robado un guardar ropa de finas prendas irlandesas, acababa de convertirme en un vil ladrón. Hmmm. Pero una vez más me dejé llevar en el abrazo estrecho, le quebré las costillas al hijo de puta, lo dejé seco como rata muerta en un altillo de verano, y él cayó azorado, en éxtasis, con una mano aferrando penosamente mi pelo hasta último momento.

El sí, llevaba algún dinero en los bolsillos. Qué suerte. Al dueño de la tienda donde había robado le dejé esa suma, que me pare ció más que adecuada cuando hice las cuentas, si bien la aritmética no es mi fuerte, poderes preternaturales o no. También le dejé una notita de agradecimiento; sin firma, desde luego. Por último, cerré la tienda dando varias vueltas telepáticas de llave, y me marché.

5

Era exactamente la medianoche cuando llegué a Talbot Manor, la residencia de David. Me dio la impresión de estar viendo el sitio por primera vez. Tuve tiempo para recorrer el laberinto en la nieve, apreciar detenidamente el diseño de los arbustos podados e imaginar cómo sería el jardín en primavera. Un lugar espléndido.

Luego reparé en las habitaciones mismas, pequeñas y oscuras, construidas para no dejar pasar el crudo invierno inglés, y en las ventanitas con maineles, muchas de ellas a plena luz en ese momento y sumamente tentadoras en la penumbra nevada.

David había terminado de cenar y los sirvientes —un hombre y una mujer — estaban trabajando en la cocina de la planta baja mientras el amo se cambiaba de ropa en su dormitorio del primer piso.

Observé cómo se ponía, sobre el pijama, una bata negra larga con solapas de terciopelo del mismo color y lazo a la cintura, lo cual le daba un aspecto clerical por más que el diseño de la tela fuera demasiado rebuscado como para ser una casulla, máxime con el pañuelo blanco de seda calzado en el escote.

Después bajó la escalera.

Yo entré por mi puerta preferida del fondo del pasillo y, cuan do él se agachó para atizar el fuego en la biblioteca, aparecí a su lado.

—Ah, volviste —exclamó, tratando de disimular su agrado—. Dios santo, ¡no haces nada de ruido para ir y venir!

—Así es. Fastidioso, ¿no? —Miré la Biblia que estaba en la mesita, el ejemplar del "Fausto" y el cuento de Lovecraft aún abrochado pero con sus páginas alisadas. También estaba allí el botellón de whisky y un bonito vaso de cristal de base gruesa.

Con los ojos fijos en el cuento, me asaltó el recuerdo del muchacho ansioso. Qué extraña su manera de caminar. Me recorrió un leve estremecimiento al pensar en el hecho de que me hubiera ubicado en tres lugares tan distintos. Lo más probable era que no volviera a verlo nunca más. Aunque, por otra parte... Pero ya habría tiempo para ocuparme de ese pelmazo. Por ahora, en mi mente estaba David en la agradable perspectiva de tener toda la noche para conversar.

— ¿De dónde sacaste esa ropa tan fina? —Sus ojos me inspeccionaron lentamente y, al parecer, no reparó en la atención que yo prestaba a sus libros.

—Oh, por ahí, en una tienda. Nunca le robo la ropa a mis víctimas, si es eso lo que quieres saber. Además, soy adicto a los habitantes de barrios bajos y ellos no visten tan bien.

Tomé asiento en el sillón frente al suyo, que ahora supuse era mi sillón.

Mullido, de blando cuero, resortes que chirriaban pero muy cómodo, con respaldo alto y anchos apoyabrazos. El sillón de él no hacía juego con el mío, pero también era bueno, aunque un poco más gastado.

Se hallaba de pie ante el fuego, todavía observándome. Luego se sentó a su vez. Destapó el botellón de cristal, llenó su vaso y lo levantó a guisa de pequeño brindis.

Bebió un largo sorbo e hizo una mínima mueca cuando fue obvio que el líquido le calentó la garganta.

De pronto recordé vividamente esa sensación. Recordé haber estado en el henal de un granero de mis tierras, en Francia, bebiendo coñac de esa misma manera, incluso haciendo el mismo gesto, y a Nicki, mi amiga y amante mortal, arrebatándome la botella de las manos con expresión ávida.

—Veo que has vuelto a ser el de siempre —dijo David con repentina calidez, bajando un tanto la voz y sin dejar de mirarme. Se recostó contra el respaldo y colocó el vaso sobre el apoyabrazos derecho de su sillón.

Tenía un aspecto señorial, aunque más sereno del que jamás le había visto. Su pelo era ondulado, espeso, y había adquirido una hermosa tonalidad gris.

— ¿Parezco el de siempre?

—Tienes esa expresión de picardía en los ojos —respondió en voz baja, sin dejar de atisbarme—. Veo un amago de sonrisa en tus labios, que no se te va ni cuando hablas. Y la piel... totalmente distinta. Espero que no te duela. ¿Te duele?

Hice un ademán como restándole importancia. Alcanzaba a oír los latidos de su corazón, apenas más débiles que en Amsterdam. Y de vez en cuando, irregulares también.

— ¿Cuánto tiempo te va a durar la piel así de oscura?

—Años, tal vez; al menos eso me dijo uno de mis compañeros más antiguos. ¿No mencioné este tema en "La reina de los conde nados'"I —

Pensé en Marius y en lo enojado que estaba conmigo. Cómo iba a criticarlo que hice.

—Lo dijo Maharet, tu amiga pelirroja —recordó David—. En tu libro, ella asegura haber hecho exactamente eso sólo para oscurecerse la piel.

—Qué coraje —susurré—. Y no crees en su existencia, ¿verdad? Aunque yo esté aquí sentado, frente a ti.

— ¡Claro que creo en ella! Creo en todo lo que has escrito. ¡Pero te conozco Dime, ¿qué fue lo que pasó en el desierto? ¿Realmente creíste que te ibas a morir?

—No me extraña que hagas esa pregunta, David; y así, a boca de jarro. —

Suspiré. —Bueno, no puedo decir que lo haya creído del todo.

Probablemente estuviera jugando a uno de mis típicos jueguitos. Juro por Dios que a los demás no les digo mentiras. Pero me miento a mí mismo. No creo que pueda morir ahora, al menos de una manera que yo pudiera planear.

Dejó escapar un largo suspiro.

—Y dime, David. ¿Por qué no le tienes tú miedo a morir, David? No lo digo para atormentar te con mi ofrecimiento de siempre. En verdad no lo comprendo. No tienes el menor miedo a la muerte, y eso no lo puedo entender. Porque puedes morir, por supuesto.

¿Lo dudaba acaso? No me respondió en el acto. Sin embargo, se lo notaba enormemente estimulado. Casi podía oír cómo le funcionaba el cerebro, aunque por supuesto no le oía los pensamientos.

— ¿A qué se debe el "Fausto", David? ¿Crees que soy Mefis- tófeles? ¿Eres tú Fausto?

Negó con la cabeza.

—Quizá yo sea Fausto —dijo por fin, al tiempo que bebía otro sorbo de whisky—, pero está claro que tú no eres el diablo. —Suspiró.

—Te he arruinado la vida, ¿no, David? Lo supe en Amsterdam. Ya no te quedas en la Casa Matriz a menos que sea imprescindible. No te he vuelto loco, pero te he hecho mal, ¿verdad?

Otra vez se tomó unos instantes para responder. Me miraba con sus grandes ojos negros, y obviamente analizaba la pregunta desde todos sus ángulos. Las marcadas arrugas de su rostro —en la frente, a los costados de la boca y las patas de gallo— acentuaban su expresión afable, franca.

Aquel ser no tenía nada de agrio, pero bajo su fachada escondía cierta infelicidad, mezclada con profundas reflexiones que se remontaban a toda su vida pasada.

—Habría ocurrido de todas maneras, Lestat—dijo al final—.Existen razones para que ya no sea tan eficiente como Superior General. Habría ocurrido de todas maneras; de eso estoy bastante seguro.

— ¿Por qué no me lo explicas? Yo creía que estabas en las entrañas mismas de la orden, que eso era tu vida.

Sacudió la cabeza.

—Siempre fui un candidato improbable para la Talamasca. Alguna vez te dije que pasé mi juventud en la India. Podía haber vivido la vida entera de ese modo. No soy un erudito en el sentido convencional de la palabra; nunca lo fui. Sin embargo, me parezco al Fausto de la obra. Soy viejo y no he descubierto los secretos del universo; en absoluto. Pensé que lo había hecho cuando era joven, la primera vez que tuve... una visión. La primera vez que vi a una bruja, la primera vez que oí la voz de un espíritu, la primera vez que convoqué a un espíritu e hice que me obedeciera, ¡pensé que lo había descubierto! Pero no fue nada. Esas son cosas pedestres... misterios prosaicos. O misterios que de todos modos jamás voy a resolver.

Hizo una pausa como si quisiera agregar algo más, algo en particular, pero luego levantó el vaso y bebió casi con gesto distraído, sin la mueca esta vez, porque evidentemente la mueca había sido para el primer trago de la noche. Clavó la mirada en el vaso y acto seguido procedió a llenarlo de nuevo.

Me disgustaba no poder leerle los pensamientos, no captar ni la más leve emanación tras sus palabras.

— ¿Sabes por qué me hice miembro de la Talamasca? No tuvo nada que ver con la erudición. Jamás supuse que me iba a recluir en la Casa Matriz, que iba a manejar papeles, a guardar archivos en la computadora, a enviar faxes a todas partes del mundo. Nada por el estilo. Todo comenzó con otra cacería, una nueva frontera, por así decir, un viaje al lejano Brasil. Fue allí donde descubrí lo oculto en las callecitas sinuosas del viejo Río, que me resultó tan emocionan te y peligroso como mis antiguas cacerías del tigre. Eso fue lo que me atrajo: el peligro. Y cómo terminé tan lejos de ello, no lo sé.

Yo nada dije, pero si algo me quedó claro fue que conocerme a mí le significó un riesgo. Le gustaba el peligro, sin duda. Me había parecido que él encaraba la relación con la ingenuidad del erudito, pero ahora veía que no.

—Sí —aseguró casi al instante, y sus ojos se ensancharon al sonreír—.

Exacto. Aunque honestamente no puedo creer que puedas hacerme daño nunca.

—No te engañes —rebatí—. Porque es indudable que te ilusionas. Cometes el viejo pecado de creer en lo que ves, y yo no soy lo que ves.

— ¿Ah, no?

—Vamos... tengo aspecto de ángel, pero no lo soy. Las viejas reglas de la naturaleza incluyen a muchas criaturas como yo. Somos bellos como la serpiente de cascabel, o el tigre a - ayas, pero también somos asesinos implacables. Te dejas engañar por tus ojos. Pero no quiero pelear contigo.

Cuéntame la historia. ¿Qué pasó en Río? Me muero por saberlo.

Un dejo de tristeza se apoderó de mí al pronunciar esas palabras. Hubiera querido decirle: si no puedo tenerte como compañero vampiro, permíteme conocerte como mortal. Me colmaba de una emoción casi palpable el estar sentados ahí los dos, tal como estábamos.

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