Cuentos completos (61 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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—Salud. Por su España, Sebastián.

Al viejo le tiemblan los labios resecos cuando responde con una voz que parece en tinieblas:

—Por vosotros.

Daniel le pasa el vaso grande a Mercedes, pero ella bebe sólo un traguito.

—Arriba, Sebastián.

—No sabéis cómo aprecio vuestro recuerdo. Os pido disculpas por no estar alegre. No puedo estarlo, sencillamente porque no está Remedios. Tú la conociste, Daniel. Creo que tú también, Mercedes. Remedios no fue sólo mi mujer. Fue mucho más que eso. Vosotros no sabéis, por suerte, lo que es el exilio. Perder de pronto el suelo que siempre hollasteis, los olivos que visteis crecer, el sabor y el olor de aquel viento, el color único de aquella tierra. Aquí hay cosas cercanas, queridas, semejantes, pero son otras. Son vuestro suelo, vuestros árboles, vuestro viento. No los míos. No los de Remedios. Y esa amputación se la debemos a ese que desde ayer es muerto remoto, cadáver tardío. Remedios lo odiaba con su cabeza, con su corazón, con su estómago, con su vientre. Lo odiaba más que yo, si ello es posible. Fue ese odio el que la mantuvo viva durante tantos años, a pesar de su mala salud. Este día habría sido una fiesta para ella. Y para mí, si hubiera estado ella. Pero, ya lo veis, no está. Por eso no canto, no celebro, casi no puedo tragar vuestro champán. Porque ese hijo de perra sólo se decidió a morir cuando ya no éramos dos. Nos robó todo, hasta ese abrazo entrañable que Remedios y yo nos habíamos prometido para un día como éste.

—Sebastián —empezó Mercedes, pero no supo cómo continuar.

Fábula con Papa

Doblé la esquina y el Papa estaba allí, solo y bostezando, con su atuendo blanquísimo, recostado en la pared de ladrillos. Siempre supe que lo iba a encontrar, pero no pensé que sería tan pronto. Tenía los ojos cerrados, o quizá entrecerrados, como los de un miope al que el sol le molesta. Pero estaba nublado.

—Hola, Santidad —dije tentativamente.

Levantó con pereza una mano en signo de saludo. Estaba cansado y sin carisma. Me dio un poco de vergüenza haberlo sorprendido en una soledad tan privada. Pero al fin de cuentas estábamos en la calle, o sea en un ámbito comunitario.

—¿Qué quieres? ¿La bendición?

—No, Santidad.

Hizo un esfuerzo y abrió del todo los ojos. Me pareció un poco desconcertado. Un segundo antes, en un gesto casi automático, había empezado a extender la mano para el beso ritual, pero se contuvo y desvió el ademán; tras una vacilación, se pasó los dedos por la frente.

—¿Le duele la cabeza?

—Un poco sí. Mucha gente, demasiada. Les pido silencio y siguen gritando. No me dejan hablar. A veces creo que vitorean lo contrario de lo que he dicho.

—¿Quiere una aspirina?

—No, gracias.

La calle estaba desierta, pero allá lejos se oía un imponente murmullo coral, con salvas, vivas, alaridos, ovaciones.

—¿Cómo pudo evadirse, Santidad?

—Tretas de viejo.

Sonrió casi imperceptiblemente, como si se tratara de la sonrisa de otro.

—Pero a usted le gusta que lo aplaudan, le gusta todo ese éxito. Se le nota.

—Puede ser, pero no es por mí mismo. A quien aplauden y aman es al Vicario de Cristo, al Sucesor de Pedro, al Obispo de Roma...

—Etcétera.

—Soy simplemente un pastor.

—¿Sabe? A mí todo esto me trae el recuerdo del culto a la personalidad. Todo un ritual. En su momento fue muy cultivado por Stalin y De Gaulle.

El Papa apretó las mandíbulas y me miró con increíble dureza. Si no se hubiera tratado del Santo Padre, yo habría dicho que la mirada tenía su pizca de odio, pero seguramente se trataba de firmeza en los principios o algo por el estilo. O quizá no le cayó bien que lo comparara con De Gaulle.

—Santidad, usted a veces me desconcierta.

—¿Por qué?

—Eso del aborto.

—Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente.

—Hay casos y casos.

—Quien negara la defensa de la persona humana más inocente y más débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral.

Noté que había empezado a usar su célebre tono declamatorio.

—Tengo la impresión de que usted se preocupa más de los niños no nacidos que de los que ya nacieron.

—Oh, no. Sobre los ya nacidos he dicho que deben recibir educación religiosa.

—¿Sabe Su Santidad que en lo que va del año ya murieron en América latina más de un millón de criaturas?

—Algo de eso leí en una nota al pie, de
L'Osservatore
Romano
.

—¿Y entonces?

—Hago mías las palabras del apóstol: «No hagáis nada por espíritu de rivalidad o vanagloria.»

—Se mueren de hambre, Santidad.

—La familia es la única comunidad en la que el hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene.

—Esos niños no son amados por lo que tienen, porque no tienen nada, ni menos aún por lo que son, ya que son menesterosos.

—La familia...

—También la familia se muere de hambre.

El Papa volvió a pasarse los dedos por la frente.

—Dame esa aspirina, hijo.

—Sírvase, Santidad.

La tragó en seco e hizo un gesto de hosco, no como el Vicario de Cristo que es, sino como el oscuro párroco de pueblo que pudo ser.

—Como dijo el apóstol: «Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente.»

—Santidad.

—Dime.

—¿Por qué es usted tan conservador? A veces parece preconciliar.

—¿Preconciliar yo?

—Sí, pero de Nicea.

—¿Cuál Nicea? ¿Año 325 o año 787?

—Digamos 787.

—Menos mal.

El Papa volvió a bostezar.

—¿Le aburro?

—No, hijo.

—Entonces dígame. Usted que ha beatificado a Ángela Guerrero, andaluza de alpargatas, ¿cómo se sentirá luego en el Vaticano, rodeado de tanto boato, de tanta riqueza?

—¿Boato y riqueza?

—Sí. ¿Totus tuus?

—Qué va. Todos los bienes son de Dios y Él los reparte a algunos como administradores suyos. Ya lo dije.

—Sí, pero cuando lo dijo, agregó: ...para que los repartan con los pobres.

—¿Eso dije?

—Sí, Santidad.

—Me habré referido a otros bienes. Probablemente a los del espíritu.

El Papa levantó lentamente sus dos brazos, como cuando saluda a las multitudes.

—Aquí no hay nadie, Santidad.

Bajó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos.

—¿Puedo ser franco?

—La franqueza no figura entre las virtudes teologales.

—Comprendo.

—Ni siquiera entre las cardinales.

—Comprendo. Pero ¿puedo ser franco?

Inclinó la cabeza en un signo neoescolástico de afirmación.

—Disculpe, Santidad, pero el papa Juan XXIII me caía mejor. Juan XXIII es, después de Cristo, la figura de la cristiandad que me cae mejor.

Movió lentamente los labios, como si rezara. Pero no rezaba. Tal vez decía algo en polaco.

—Sólo pretendo ser un buen pastor.

—Y también un buen actor, ¿no?

—Lo fui en Cracovia, hace mucho.

—Y todavía.

—Es conveniente seguir purificando la memoria del pasado.

Ahora soy yo quien precisa una aspirina, pero me siento incapaz de tragarla en seco, como él. Me duelen las sienes. Y la nuca. El Obispo de Roma mira sin alegría las viejas baldosas que está pisando.

—Escucho a muchos, hablo con pocos, decido solo.

—Y en eso que decide solo ¿es infalible?

—Naturalmente. La infalibilidad papal existe desde hace 112 años, cuando el concilio Vaticano I la aprobó por 451 votos contra 88.

—Qué bien.

—¿La infalibilidad?

—No. Qué bien esos 88. Le confieso que siempre he sido antiinfalibilista.

—Ah. ¿Como Döllinger, Darboy, Ketteler?

—Si usted lo dice.

—¿Como Hefele y Dupanloup?

—No sé quiénes son esos señores.

—Yo sí sé.

Examinó su albo ropaje y advirtió que se había manchado al arrimarse al muro de ladrillos. Trató de limpiar la tela con sus manos suaves, pero sólo consiguió que la mácula se extendiera. Miró hacia arriba (seguía nublado) y se encogió de hombros.

A esa altura creí que iba a despertar y que probablemente sería frente a un televisor, donde, sin que yo pudiera refutarlo, el Papa me estaría diciendo: «Porque la Iglesia, respetando gustosamente los ámbitos que no le son propios...» Pero no. No desperté. Seguí soñando a pierna suelta. De modo que pude ver cómo el Papa se alejaba por la calle vacía, en dirección a la lejana multitud y sus vítores. Su paso cansino era el de un veterano actor que, después de un breve mutis, volviera a escena dispuesto a recitar el papel de Lear, o el de Titus Andronicus, o el de Coriolanus, o el de Karol Josef Wojtyla.

Escrito en Überlingen

No es que la perspectiva me haga feliz, pero hace una semana pensaba que iba a ser difícil y en cambio ahora estoy convencido de que es viable. ¿Por qué he elegido esta pequeña ciudad alemana? Quizá porque mi padre me hablaba siempre de Überlingen, aunque él había nacido bastante más al norte, en Stuttgart. Fue una lástima que no llegara a Montevideo como turista o al menos como emigrante, sino como marinero del
Graf Spee
, en diciembre de 1939. Jamás olvidó aquel sepelio de sus compañeros, muertos en la batalla contra los cruceros británicos, y cuando cantaba despacito
ich hatte einen Kameraden
, como lo había hecho entonces, se le nublaban los ojos. Durante muchos años iba todos los domingos a la costa, nada más que para contemplar durante horas y en silencio los restos del acorazado que emergían de las aguas.

Nunca se adaptó. Se quedó en Uruguay sólo porque conoció a mi madre, que era de Minas, y el desconcierto, la derrota y la nostalgia se le transformaron en amor. Un amor elemental, primario, sin matices, pero amor al fin. Mi madre demostró un extraño coraje, porque para todos, en aquel tiempo, mi padre era un nazi, y la boda significó para ella la ruptura con toda su familia. Yo ni siquiera conozco a mis tíos y primos. Muchas veces ella me narró los pormenores de esa etapa sombría, pero la verdad es que se mantuvo firme.

Eso de que mi padre era nazi no era un chisme ni una calumnia; efectivamente lo era, lo fue hasta su muerte. Cuando la derrota del acorazado de bolsillo, él abrió un paréntesis, pero seis años más tarde, al concluir la guerra, lo cerró bruscamente y nunca se repuso de semejante conmoción. Trabajó siempre como mecánico, en un taller de la Aguada. Con los años logró hacerse socio y al final se convirtió en único propietario. Ésa fue su vida. Llegaba del taller cuando ya estaba oscureciendo, se metía en el baño por una hora o más, es decir el tiempo que necesitaba para quitarse aquella mugre. Luego se sentaba con mi madre en el jardincito que teníamos en el fondo de la casa, y eran los únicos momentos en que le veía sonreír. Nunca quiso estudiar en profundidad el español, y cuando decía las frases imprescindibles para desempeñarse en su trabajo, tenía un acento mucho más duro que el de otros miembros de la colonia. Mi madre en cambio aprendió fácilmente el alemán y éste era el idioma que se hablaba corrientemente en casa.

Tanto a mí (que había nacido en 1941) como a mi hermano (dos años menor), mi padre trató de inculcarnos sus creencias, sus fervores, sus prejuicios, su fanatismo. Conmigo lo logró en buena parte; no así con mi hermano, que siempre se rebeló. Ni siquiera consiguió hacerle escuchar por las noches los programas de onda corta en alemán. Hay que decir que no bien juntó unos pesos se compró un receptor de radio de extraordinario alcance. A mí consiguió inscribirme, años después, en el Liceo Militar, pero mi hermano se negó y prefirió hacer la secundaria en el Rodó.

En realidad, nada de esto es lo que importa ni lo que quiero escribir. Lo que quiero escribir es algo así como una última parrafada, casi un testamento. Mi nombre es Alberto (mejor dicho Albrecht, pero nadie, salvo mi padre, me llamó nunca así) Scheffel, exactamente comandante Scheffel, 41 años, desertor. Puedo escribir y deletrear esta palabra porque mi padre está muerto, de lo contrario no me habría atrevido. Todavía recuerdo su mirada cortante cuando mi hermano le anunció, en abierto desafío, que se había afiliado a la juventud comunista.

¿Por qué empecé a torturar? Decir que por obediencia y disciplina es lo más fácil, pero ni yo me lo creo. Relatar que lo conversé con mi padre, ya bastante enfermo, y que él me dio su visto bueno, casi su bendición, es más complicado, pero tampoco es una razón última. Contar con pormenores que asistí por varios meses a los cursos norteamericanos de la Zona del Canal y que allí me convencieron y adiestraron, es verdad y tiene su peso, pero tampoco es lo esencial. Si torturé es porque acepté conscientemente hacerlo. Nadie tuvo que convencerme ni pedírmelo ni obligarme. La última y violenta discusión que tuve con mi hermano fue por esa razón. Terminamos gritándonos los peores agravios y sólo la atribulada intervención de mamá impidió que nos tomáramos a golpes.

Durante un par de años apliqué concienzudamente eso que el viejo Bordaberry llamaba «el rigor y la exigencia en los interrogatorios». No me casé. Equivocado o no, siempre pensé que el matrimonio iba a debilitarme, a hacerme vulnerable. Mis relaciones con mujeres eran por lo general breves y provisionales. Sólo una vez estuve a punto de enamorarme, o tal vez me enamoré realmente. Fue el capítulo de Celia (no era éste su nombre, pero da lo mismo). El marido había muerto en un accidente de carretera y le había dejado una hija, Inesita, que en aquella época tendría nueve o diez años. La botija se encariñó conmigo y hasta entonces nadie me había dicho «Alberto» con tanto afecto y tanta expectativa.

También Celia tenía su propia expectativa y además un cuerpo sin desperdicio. Seguramente habrá pensado más de una vez que la solución ideal era casarse conmigo. El inconveniente era que yo no quería casarme con ella. Confieso que cuando desbaraté esa eventual maniobra y nunca más aparecí por su apartamento de la calle Industria, tuve que sobreponerme a dos nostalgias: el insustituible cuerpo de Celia, claro, pero también las alegres bienvenidas de Inesita. En aquella etapa yo era sólo teniente. Desconfié y tal vez cometí un error, pero tampoco me estimulaba cargar con una viuda. Nunca más vi a Celia. Años después supe que se había casado con un bancario divorciado, que también tenía una hija, y que las muchachas se llevaban bien. Enhorabuena, pensé.

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