Cuentos completos (62 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Bueno, tampoco era esto lo que quería escribir. ¿O sí? De todas maneras, me voy acercando. Lo cierto es que nunca tuve sentimientos de culpa en relación con mi diario ejercicio del rigor y la exigencia. Desarrollé una extraordinaria capacidad de borrar de mi memoria ciertos episodios. En ese archivo sólo se instalaba lo que tenía mi visto bueno, de manera que nunca la imagen de un preso, desesperado y aullante, me quitó el sueño ni el apetito. Extraje alguna información, es cierto, pero mucho menos de lo previsto. Nunca alcancé a comprender por qué la gente es tan estúpidamente leal.

¿Por qué entonces estoy aquí? Si en verdad era tan consciente del significado y el valor de mi trabajo, aparentemente sucio pero de una utilidad concreta, ¿por qué entonces lo he abandonado de manera tan indigna? Eso sí, quiero dejar constancia de que el motivo de mi deserción no es pasarme al enemigo, entonar el mea culpa y darle información. Los idiotas que eligen esa actitud creen que así hacen méritos con vistas al futuro. Pobres diablos.

No, el motivo es otro. Todo empezó una madrugada. Estaba verdaderamente cansado y por eso no me estaba encargando personalmente de los interrogatorios. A pesar de las horas extras el personal a mis órdenes estaba medianamente satisfecho porque esta vez los había autorizado, en una suerte de compensación, a que emplearan sus argumentos sexuales con unas cinco o seis estudiantes que habían caído en una redada y que hasta ese momento no habían abierto la boca.

Yo estaba en la habitación contigua y oía los alaridos, los llantos, los golpes, los insultos, los sollozos. Un teniente apareció en la puerta, saludó militarmente y dijo: «Mi comandante, le hemos dejado la mejor del lote. Ni la hemos tocado.» Era una muestra de confianza pero también una prueba: la manera indirecta de reclamarme solidaridad. De modo que aunque estaba un poco desganado no tuve más remedio que levantarme y decir: «Gracias.» Pasé al otro ambiente y me enfrenté a aquel montón de cuerpos sangrantes, gimientes o inertes. Todas las muchachas tenían su capucha. En el centro había un único colchón, mugriento y rotoso, y allí estaba, encogida, mi recompensa.

Me acerqué y tuve un impulso realmente inexplicable y sobre todo imperdonable, algo insólito en alguien de mi experiencia: de un tirón le arranqué la capucha. Aquel rostro aterrorizado se volvió hacia mí. Las mejillas estaban tiznadas y los ojos se abrieron de forma desmesurada. Fue entonces que aquella infeliz balbuceó: «Alberto.»

Percibí que todos esperaban mi reacción. Yo no los miraba, pero advertía su espera, su ansiedad. Y era lógico. Que yo hubiese quitado la capucha era una transgresión grave, pero mucho más grave era que una detenida me reconociese. Me quité el cinto y empecé a desabrocharme el pantalón, con una rabia que sentía crecer. Que justamente Inesita me pusiera en una situación tan comprometida. Se podía haber callado, ¿no? De modo que la poseí con verdadera furia y mi indignación llegó a su colmo cuando me di cuenta de que, para mayor calamidad, era anacrónicamente virgen. Lo único que faltaba. Ni siquiera gritó. Era sencillamente un témpano. Un témpano sangrante. No sé por qué se me fijó con tanta nitidez la imagen del témpano. Y en medio de mi mecánico vaivén podía ver sus ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos.

Quedé un poco nervioso, aunque me hice el propósito de tomarlo con calma. Esa noche soñé con Inesita. Algo previsible, ya lo sé. Para mí también había sido una violencia. Tres noches después volví a soñar, pero esta vez no era la Inesita de la realidad sino apenas un enorme bloque de hielo, de cuyo extremo superior emergía la cara de Inesita, que decía «Alberto» y luego me miraba con sus ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos. En el sueño trataba de penetrarla, pero cuando mi sexo rozaba el hielo se empequeñecía hasta casi desaparecer. Mi alarma era espantosa. Buscaba con mi mano y mi sexo no estaba. Varias noches me desperté gritando.

Decidí cortar por lo sano. Llamé a una amiga de emergencia y fui a su apartamento. Pero en la cama resulté un fiasco. Cuando iba a culminar la noche me acordé del témpano (no de Inesita sino del témpano) y me achiqué. Fue algo decepcionante. No podía ir a un médico, y menos aún a un médico militar, a contarle mi historieta con niña violada, bloque de hielo y mengua erótica.

Así no podía seguir. Una noche, tras mi enésimo abrazo onírico con el bloque de hielo y los ojos de Inesita, tomé la decisión. Había que poner distancia entre la realidad y mis sueños. Y mejor si era un océano. Comuniqué que estaba con gripe, sólo para que mi ausencia no se notara de inmediato. Retiré mi dinero del Banco, lo cambié por dólares, fui a Carrasco y compré el billete en el mismo aeropuerto. No avisé a nadie. Mis viejos ya estaban muertos y a mi hermano no iba a llamarlo. Al día siguiente llegué a Frankfurt.

Por fin dormí sin sueños. Respiré aliviado y me congratulé de que Inesita y el témpano hubieran quedado al otro lado del Atlántico. Estimé que había sido muy sagaz. Fue entonces que pensé en Überlingen. Sabía que era un lugar tranquilo, especialmente apto para hacer balance y recuperarme. Alquilé un auto y viajé sin prisa, practicando satisfactoriamente mi alemán en hostales y cervecerías. Cuando pernocté en Friedrichshafen, recordé que el viejo me había contado que allí había estado la base de ensayos de los zepelines.

Tomé una habitación en esta Gasthaus junto al lago. Indudablemente es la mejor época. El agua está templada, muy adecuada para nadar, el paisaje es hermoso, el desayuno es exquisito, la gente es amable y, curiosamente, todavía hay unos cuantos que añoran al Führer. Allá enfrente está Konstanz y, en el lado suizo, Romanshorn. Un ambiente muy propicio para tomar una decisión.

Transcurrió una semana y cada vez me sentía mejor y más seguro. Pero de pronto todo se vino abajo. Volví a soñar, qué maldición. Con el témpano, la cabeza de Inesita, la boca que dice «Alberto», los ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos. Ya van diez noches: llevo la cuenta. Sé que no lo podré soportar. Prefiero matarme a volverme loco. Ahora lo recuerdo. Aquella vez que hablé con mi padre sobre la tortura, él me dijo que lo comprendía, que entendía que era mi deber, pero que de todos modos lo pensara bien, porque en esas duras faenas siempre se corría un riesgo. Le pregunté qué riesgo, y él, casi sin mover los labios, dijo: «Der Wahnsinn.» La demencia, claro.

Éste es mi
auf Wiedersehen
. O un testamento, qué sé yo. Si estaré solo en esta podrida existencia que mi única familia es mi hermano, a quien no aguanto. Que no se ilusione: no voy a dejarle mis dólares ni mi casa en Pocitos. Prefiero que todo quede para Inesita. Por eso anoto su nombre en el sobre. Y si esto no sirve como última voluntad (soy un comandante, no un leguleyo), bueno, que se joda.

Conste que no lo hago por piedad ni por arrepentimiento. No practico esos lujos. Es sólo una botella al mar, una apuesta conmigo mismo, y sobre todo una invitación a que me deje tranquilo en la región que me está esperando y no sé muy bien cuál es. También le dejaré estas páginas, sólo para que se entere (si todavía está viva) de todo el mal que me hizo, quizá sin intención. Si puede y quiere, que rece por mí, ella sabrá a quién. Mi única preocupación es que esté muerta y en consecuencia la vuelva a encontrar en esa región que no sé bien cuál es.

Mañana será el día. Una vez tomada la decisión, la muerte ya no me importa. Todo está claro, por fin. Ayer fui a Lindau a comprar las pastillas porque la farmacia local no tenía. Pero luego, pensándolo mejor, creo que usaré el arma. Soy un comandante, carajo.
Alles in
Ordnung
, diría mi padre. Y nada más. Sólo un pedido: que no se culpe a nadie de mi vida.

Ayer escribí lo anterior. Estaba equivocado. No voy a matarme. En la noche volví a soñar, como siempre, con el témpano, pero esta vez los labios de Inesita no se limitaron a decir: «Alberto», sino que además agregaron: «No te dejaré, nunca te dejaré.» Me lancé sobre el bloque de hielo y el frío espantoso me penetró en el vientre como un cuchillo. O un serrucho. O una tenaza. Los ojos de Inesita. O un cuchillo. Los castaños, asombrados, incrédulos, secos ojos de Inesita me miraron con tal intensidad que ya no tuve dudas. Me seguirían vigilando desde ése u otro témpano, más allá de mi muerte. Esa cretina cumplirá su palabra.

Sé que ayer escribí que antes de enloquecer preferiría matarme. Pero ya no puedo matarme. Creo que voy a enloquecer. Mi dolor de cabeza es horroroso. ¿Volver? ¿A quién? ¿A dónde? ¿Para qué? Creo que voy a enloquecer. Der Wahnsinn, dijo el viejo. A enloquecer. El témpano. Ése es el témpano. El témpano. El témpano. El témpano. El tém

El reino de los cielos

Llegaron a
Salidas Internacionales
de Barajas con el tiempo justo, de modo que tuvieron que situarse de inmediato en la cola de Iberia, vuelo 987 a Buenos Aires. Ninguno de los tres hablaba. La noche anterior habían llegado en auto desde Francia. En realidad, ni a Asdrúbal ni a Rosa les gustaba esta partida, esta separación, pero lo habían resuelto de común acuerdo: Ignacio debía ir a Montevideo. Ahora tenía once años, estaba en Europa desde los cinco, y el riesgo era que se convirtiera en un francés. Nada contra los franceses, pero el botija era uruguayo y enviarlo ahora a Montevideo para que pasara un mes con los cuatro abuelos y se familiarizara con los tíos y primos, y también con las calles y las playas, era una maniobra cuidadosamente planificada, una idea nacida aquella tarde en que Rosa lo había sorprendido contando casi clandestinamente un, deux, trois, quatre, cinq, six, cuando hasta ese momento siempre lo había hecho en español.

—Tené cuidado con esta bolsita roja —dijo por fin Asdrúbal cuando todavía estaban a dos lugares del mostrador—. Aquí están el pasaporte, el pasaje, algunos dólares.

—Y no te preocupes a la llegada —agregó Rosa—. En Ezeiza estarán los abuelos, y a lo mejor el tío Ambrosio. Vendrán especialmente desde Montevideo.

—Y además —dijo Asdrúbal— cuando desciendas del avión una azafata te acompañará hasta dejarte con los abuelos.

Ignacio respondió con monosílabos. Una semana con el mismo estribillo. Ya que debía irse, y él no lo había pedido ni resuelto, lo mejor era arrancar de una buena vez.

—Contale a los abuelos cómo vivimos, cómo es el barrio, cómo son los vecinos—dijo Rosa—. La escuela a la que vas, las buenas notas que tuviste este semestre. Así a los viejos se les cae la baba.

—Sí, mamá.

—Y a Roberto que me conteste enseguida sobre la consulta que le hago.

—Sí, papá.

—Mirá que aquí hace calor y allá en cambio vas a llegar en pleno invierno. Antes del descenso ponete el abrigo.

—Sí, mamá.

Ya estaban junto al mostrador. No había valija a despachar. Todo lo suyo, incluidos los regalos, cabía en un bolsón de mano.

—¿Viaja solo el niño?

—Sí, aquí está todo.

—Bueno, ya es un hombrecito.

El hombrecito enrojeció como un semáforo, tal vez porque la empleada era lindísima y además le estaba dedicando su sonrisa profesional para U.M. (
Unaccompanied minor
).

—Ya puede ir pasando por el control. Puerta cinco. Buen viaje, Ignacio.

Ignacio se sorprendió de que aquella muchacha ya se hubiera enterado de su nombre.

—La conquistaste —dijo Asdrúbal—. Qué flechazo, che.

Se acercaron lentamente a la entrada para pasajeros. Casi lloriqueando, Rosa le arregló el cuello de la campera, le acomodó el bolsón grande en el hombro derecho, luego lo besó varias veces y le dio un abrazo tan apretado que el cuello se le volvió a torcer. Asdrúbal fue mucho más sobrio pero tenía los ojos brillantes. Él, en cambio, no hizo concesiones.

Asdrúbal y Rosa estuvieron atentos hasta que Ignacio pasó los controles, les hizo varias veces adiós con la mano que le quedaba libre y desapareció con los demás pasajeros en busca de la puerta cinco.

Por su parte Ignacio, cuando ya no los pudo ver, dejó de hacer adiós y respiró con cierto alivio. Éste era su primer despegue. Pero ya en plena independencia sintió un poco de nostalgia de su dependencia, como si le costara habituarse a esta inauguración que le habían impuesto.

En la puerta cinco había una multitud. También allí le preguntaron si viajaba solo, y él, en estado de inexpugnable mudez, fue mostrando el sagrado contenido de la bolsita roja. Se sentó en uno de los pocos asientos que estaban separados del resto, a la espera de la orden de embarque. Al principio le pareció que todos lo miraban, entonces comenzó a mirar a todos y los demás apartaron la vista. Cuando dieron la orden de embarque en tres idiomas, vino una empleada de la empresa, menos linda que la del mostrador, le preguntó si era Ignacio y lo acompañó hasta el avión, siempre sonriendo y dándole palmaditas en el hombro, y allí lo entregó a una de las azafatas.

La gente estaba entrando atropelladamente en el avión y luego se demoraba un siglo acomodando las maletas de mano y los abrigos. Atravesando con pericia esa selva, la azafata lo acompañó hasta la fila 17 y lo situó junto a otro
unaccompanied minor
, más o menos de su edad.

—Él también viaja solo. A ver si se hacen compañía.

Y la azafata se fue por el pasillo.

—Hola —dijo el que estaba sentado.

—Hola.

Ignacio acomodó el bolsón bajo el asiento, y, recordando el decálogo de Rosa, se abrochó el cinturón de seguridad.

—¿Sos argentino o uruguayo?

—Uruguayo.

—Yo también.

Sólo ahora se dedicó a observarlo. Era robusto y algo pecoso y le faltaba un diente de arriba. Estaba rigurosamente peinado y llevaba una corbatita angosta.

—¿Cómo te llamás?

—Ignacio. ¿Y vos?

—Saúl.

—¿Vas a Buenos Aires?

—Sí, pero después a Montevideo.

—Ah, yo también.

A la derecha de Ignacio estaba el pasillo, pero a la izquierda de Saúl había una señora con anteojos que seguía muy complacida el diálogo incipiente. Al sentirse observados, los muchachos se callaron.

Vino otra azafata distribuyendo diarios, y sin preguntar nada a los chicos, los omitió en el reparto. En compensación, la señora de anteojos escogió dos.

Ignacio pensó que en el bolsón grande habría seguramente algún libro colocado por Rosa por si en el viaje quería leer. Pero prefirió esperar a que el otro mostrara sus propios materiales. No quería hacer el ridículo, exhibiendo lo que su madre entendía por lecturas para niños.

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