Read Cuentos de Canterbury Online
Authors: Geoffrey Chaucer
Los preparativos de la ceremonia fúnebre y la erección de la pira se revistieron de gran solemnidad. La cúspide de la pira casi tocaba el cielo, mientras que su base se extendía en veinte codos. En primer lugar se colocaron cargas de paja, una tras otra; pero no tengo intención de describir cómo se construyó la altísima pira, cómo se talaron los árboles, ni tampoco sus nombres: robles, abeto, abedul, álamo, temblón, saúco, encina, chopo, sauce, olmo, plátano, fresno, boj, castaño, tilo, laurel, arce, espino, haya, avellano, tejo, sanguiñuelo; cómo los dioses —ninfas, faunos y hamadriades— corrían de acá para allá después de haber sido desposeídos de los hogares en los que vivían en paz y tranquilidad; cómo las bestias y los pájaros huyeron de pánico cuando se talaron los árboles; cómo el suelo, poco habituado a la luz del sol, palideció a la luz; cómo la pira tenía como base una capa de paja, seguida de una capa de tocones partidos en tres; luego seguía madera verde, especias, gemas preciosas, paño de oro, guirnaldas floridas, muy perfumadas como mirra e incienso; cómo Arcite yacía en medio de todo esto y los tesoros que había colocados a su alrededor; cómo Emilia ritualmente encendió la pira fúnebre y se desmayó al subir el fuego; lo que ella dijo o pensó; qué gamas fueron arrojadas al fuego de la pira, cuando las llamas habían prendido y aquélla ardía furiosamente; cómo algunos arrojaron sus escudos, otros sus lanzas, incluso otros los trajes que llevaban, así como vasos de vino, leche y sangre, a las furiosas llamas; cómo una numerosa compañía de griegos con la cara vuelta a la izquierda cabalgaron tres veces alrededor de la pira, gritando juntos y tres veces más, haciendo ruido con las lanzas; cómo las damas lloraron tres veces, y cómo Emilia fue llevada a casa; cómo Arcite fue incinerado hasta que las cenizas se enfriaron; cómo su velatorio se mantuvo durante toda la noche; cómo los griegos jugaron en los juegos fúnebres… No me interesa explicar quién luchó mejor cuerpo a cuerpo, desnudos y untados de aceite, o quién hizo la mejor demostración; no relataré ni tan sólo cómo regresaron a su casa de Atenas después de los juegos, sino que, rápidamente, iré al meollo del asunto y terminaré este cuento tan largo.
Con el tiempo, después de pasar algunos años, cesaron las lágrimas y el duelo de los griegos llegó a su fin. Parece ser ' que, de mutuo acuerdo, se reunieron en parlamento en Atenas para comentar algunos asuntos pendientes, uno de ellos el de la alianza con ciertos países y la obtención de plena lealtad por parte de los tebanos. Por dicho motivo, Teseo, sin explicarle la razón, mandó a buscar a Palamón. Al enterarse de la orden, se presentó apresuradamente, con el corazón triste y vestido de negro. Entonces Teseo mandó buscar a Emilia. Cuando todos se hubieron sentado y reinó el silencio en aquel lugar, Teseo hizo una pausa y dejó que sus ojos se pasearan por la asamblea antes de hablar con la sabiduría de su corazón. Suspiró calladamente y dio a conocer su pensamiento con expresión seria:
—Cuando el primer motor y la primera causa crearon originalmente la gran cadena del amor en el cielo, grande fue su propósito y profunda su consecuencia. Entendió todos los "porqués" y "por lo tantos" cuando Él ató con la gran cadena del amor los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra, para que no se salieran de ciertos límites. Este mismo príncipe y motor —prosiguió— estableció aquí abajo, en este miserable mundo, ciertas temporadas y periodos de duración para todo lo que se engendrase sobre la faz de la tierra, más allá de cuya fecha no pudieron perdurar, aunque sí pueden abreviar fácilmente dicho periodo. No es preciso que cite a ninguna autoedad porque esto puede demostrarse por la experiencia. Sin embargo, deseo manifestar mi opinión. Por esta ley resulta evidente que este motor es inmutable y eterno. Y resulta claro para todos, salvo para el imbécil de solemnidad, que toda parte proviene de un gran todo, pues la Naturaleza no surgió de alguna porción o fragmento, sino de una inmutable perfección, descendiendo desde allí a lo que es corruptible. Y, por consiguiente, su sabia previsión había ordenado las cosas para que todas las especies y procesos de siembra y crecimiento continúen sucesivamente y no sobrevivan eternamente. Esta es la verdad: puede verse con una simple mirada. Mirad el roble que crece tan lentamente desde que empieza a germinar; como sabéis, vive hasta una verdad muy avanzada, pero finalmente muere.
»Considerad la piedra que pisamos con nuestros pies al pasar: se desgasta mientras está allí en el suelo del camino. »El ancho río, algunas veces, se seca; las grandes ciudades se ven declinar y caer. Es evidente que todas las cosas llegan a su final. Es también evidente que, en el caso de los hombres y de las mujeres, inevitablemente deben morir en uno de los periodos de edad —es decir, en la juventud o en la vejez—, algunos de ellos en la cama, otros en las profundidades del mar y otros en el campo de batalla, como sabéis; el rey igual que el paje. Es algo que no tiene remedio; todo el mundo sigue el mismo camino. Por consiguiente, digo que todas las cosas deben morir.
»¿.Quién es el que gobierna todo esto sino el majestuoso Júpiter, gobernante y causa de todo, que devuelve todo a su fuente original de la que proviene? Contra esto no hay criatura viviente que pueda luchar.
»Por ello, me parece juicioso hacer de la necesidad una virtud y aceptar lo inevitable de buen grado, sobre todo aquellas cosas que están previstas para todos nosotros. No sólo resulta inútil oponerse, sino que constituye un acto de rebelión contrariar al que gobierna todas las cosas. Y ciertamente el hombre que muere en la flor de su juventud, seguro de su buen nombre, obtiene el máximo honor, pues entonces no avergüenza ni a sus amigos ni a sí mismo. Sus amigos deben estar más contentos de su muerte si su último aliento lo ha dado con honor, que si su nombre se ha apagado con los años y se han olvidado sus gestas. Para legar un buen nombre es mejor morir cuando se está en el pináculo de la fama.
»Negar esto sería ser caprichoso. ¿Por qué debemos afligirnos o sentirnos con el corazón contrito de que Arcite, flor y prez de la caballería, haya escapado de la triste cárcel de la vida con veneración y honor? ¿Por qué deben escatimarle la felicidad tanto su primo como su esposa, aquí presentes? Él los quiso bien. ¿Les daría ahora las gracias? No, Dios bien lo sabe, de ninguna manera. Ambos ofenden tanto su espíritu como a sí mismos, sin, por ello, conseguir mayor felicidad para los dos.
»¿Qué conclusión debo extraer de este largo comentario sino aconsejar que la alegría siga a nuestra pena, agradeciendo mientras tanto a Júpiter toda su bondad? Y antes de que nos marchemos de este lugar, sugiero que de dos penas destilemos una alegría que dure eternamente. Ahora mirad: allí donde encontremos la pena más profunda, allí empezaremos la curación.
»Hermana —prosiguió—, ésta es mi opinión profundamente meditada, confirmada por el parlamento aquí presente: que debéis apiadaros del noble Palamón vuestro caballero que os ha servido con toda su alma, corazón y fuerza, desde la primera vez que le conocisteis—, y tomarle por vuestro señor y esposo
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. Dadme la mano, pues ésta es nuestra decisión. Ahora, veamos vuestra compasión femenina. Después de todo, es el sobrino de un rey; pero, creedme, aunque no fuese más que un pobre caballero soltero, merecería consideración porque os ha servido y ha sufrido tan grandes penalidades durante tantos años por vuestra causa. Una noble compasión debe exceder a la simple justicia.
A continuación habló a Palamón:
—Creo que no hace falta insistir mucho para obtener vuestro consentimiento. Acercaos y tomad a vuestra dama de la mano.
Entonces, el Consejo reunido y los barones establecieron entre ellos la denominada unión o matrimonio. De este modo Palamón convirtió a Emilia en su esposa entre músicas y alegría. Que Dios, que ha creado el ancho mundo, les envíe su amor; se lo ganó merecidamente. Ya todo iba bien para Palamón: vivía con riquezas, salud y felicidad. Emilia le amó con tal ternura y él la sirvió con tal devoción, que nunca hubo una palabra de celos o de contrariedad entre ellos.
Así termina el cuento de Palamón y Emilia. ¡Que Dios os bendiga a todos! Amén.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CABALLERO.
Cuando el caballero hubo concluido su relato, todos, jóvenes y viejos, sobre todo los miembros de más categoría del grupo, coincidieron en que era una historia digna de recordarse.
Nuestro anfitrión empezó a reírse y a comentar:
—Esto marcha. Ya se ha roto el hielo. Veamos quién sugiere otro cuento. El juego ha tenido un buen comienzo. Ahora, señor Monje, es su turno. Cuéntenos algo que pueda compararse al relato del caballero.
El molinero, pálido en su embriaguez, que apenas se mantenía en su montura ni podía quitarse el sombrero y guardar la compostura, exclamó con voz de falsete
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, soltando maldiciones:
—Por los brazos, la sangre y las entrañas de Cristo. Os podría relatar ahora algo que haría la competencia al cuento del caballero.
Al ver al anfitrión lo embriagado que estaba el molinero a causa de la cerveza, le cortó:
—Espera, querido hermano Robin. Demos la oportunidad en primer lugar a alguien mejor que tú. Espera, hagamos las cosas bien.
—¡Rediez! —contestó el molinero—. No esperaré. Lo hago ahora mismo o me largo.
Nuestro anfitrión le contestó: —¡Caramba! No estás en tus cabales. Eres un necio. Has perdido el juicio.
—Escuchad todos y cada uno de vosotros —dijo el molinero—. En primer lugar, sin embargo, confieso que estoy borracho. Lo reconozco en mi voz. Por consiguiente, echadle la culpa a la cerveza de Southwark. Os contaré el cuento y la vida de un carpintero y su esposa y la forma en que un estudiante les tomó el pelo.
El administrador le respondió diciéndole: —Cierra el pico. Abandona tu libidinosa embriaguez. Pecado es y gran locura injuriar o difamar a los hombres y a sus esposas. Conténtate con explicar otras cosas.
El embriagado molinero contestó rápido:
—Mi querido hermano Oswald, el que no tiene esposa no puede ser cabrón. Por lo tanto, no digo que tú lo seas. Existen incontables esposas fieles. Más de mil buenas por una mala. Eso lo sabes tú, a menos que estés loco. ¡.Por qué te enfadas ahora con mi cuento? Yo tengo esposa como tú la tienes. Y por ello no me voy a considerar cornudo. Por mi yunta de bueyes que no me debo preocupar en exceso. Un marido no debe indagar las interioridades de Dios ni de su mujer. Puede encontrar allí la plenitud divina. Del resto, mejor no preocuparse.
¿Qué más puedo decir? Este molinero no escatimó palabras con nadie y contó su relato de modo grosero. Lamento tenerlo que repetir aquí. Pido disculpas a todos los gentil hombres. ¡Por el amor de Dios! No juzguéis equivocadamente mi relato. Carece de cualquier mala intención. Relato todos los cuentos, buenos o malos. De otra forma no sería fiel testigo de los acontecimientos.
Por consiguiente, si no deseáis escucharlo, girad página y escoged otro. Tendréis donde elegir: cuentos largos y cortos, de trasfondo y hechos caballerescos, moralizantes y santos.
No me condenéis si seleccionas mal. El molinero es un rufián. De sobra lo sabéis. Así lo eran el administrador y otros varios. De liviandades es su cuento. Os aviso para que no me echéis la culpa. Además, ¿por qué adoptar una actitud seria ante un juego?
Erase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno podía preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo relacionarlos todos.
Este estudiante se llamaba Nicolás
el Espabilado
. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamente discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan delicioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto
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y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astrolabio
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y las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia estaban situados en estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y sobre éste tenía un salterio que tocaba cada noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar el
Angelus de la Virgen
, cantando a continuación la
Tonadilla del rey
. La gente elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los ingresos que tenía y de lo que sus amigos proveían.
El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos le movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se había imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón
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de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: están a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.
Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cimbreante y flexible como el de una nutria. Rodeándole el talle llevaba un delantal de un blanco deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrededor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.
Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más suave que los añinos al tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar en una chica como ésa o en semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la Torre
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; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el granero; solía saltar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de San Pablo
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, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pimpollo, un bombón para la cama de un príncipe o esposa digna de algún acaudalado labrador.