Cuentos de Canterbury (14 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la pareja que estaba luchando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.

—¡Socorro, me han matado!

Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron tendido en el suelo. Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.

De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que apoquinar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y acabó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendiga a todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR.

Prólogo al cuento del cocinero

Mientras hablaba el administrador, el cocinero de Londres estalló en carcajadas como si le hicieran cosquillas en la espalda.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Por la Pasión de Cristo! Los razonamientos sobre el hospedaje le han acarreado penosas consecuencias a este molinero. Ya lo dijo Salomón: «Vigila a quien cobijas en tu casa»
[123]
. Es peligroso que un forastero pernocte en casa ajena. Quien da cobijo debe ser consciente de estos peligros. Que el Señor me dé miserias y penas si, así como me llamo Hodge
[124]
de Ware, escuché relato alguno con molinero más trasquilado. Las tretas nocturnas funcionaron a la perfección. Pero Dios no permite que nos paremos aquí. Si queréis escuchar mi cuento, os relataré lo que sucedió en mi ciudad, de la mejor forma posible.

—Tienes permiso, Roger. Procura que sea bueno. Has rebajado la salsa de muchos estofados. Has vendido muchos Jacks de Dover
[125]
doblemente recalentados y enfriados. Muchos peregrinos te han maldecido sobremanera porque padecieron los efectos de tus perejiles cuando probaron tus viejos gansos rellenos de rastrojos. Muchas moscas andan sueltas por tu cocina. Empieza tu relato, mi querido Roger. Te ruego no te enfades si te tomo el pelo. De broma, se pueden decir muchas verdades.

—Por mi vida que tienes razón —dijo Roger—. Los flamencos
[126]
dicen: «Una broma en serio es una mala broma.» Por consiguiente, Harry Bailey, no des rienda suelta a tu enfado antes de que nos separemos si mi relato es acerca de un hospedero. Sin embargo, no tengo intención de contarlo aún. Te pagaré antes de que nos despidamos.

A continuación empezó a reírse y a bromear y contó lo que a renglón seguido escucharéis.

El cuento del cocinero
[127]

Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que trabajaba en un comercio de comestibles. Era más alegre que un jilguero suelto por el bosque. Era un muchachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro elegantemente peinado.

Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban
Jaranero Perkin
. Toda chica que se juntaba a él tenía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.

Bailaba y cantaba en todas las bodas y le tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una procesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor suyo reunió a una banda de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin
[128]
. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su amo a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar seguros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los dados, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio.

Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juergas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la honradez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.

Aunque le regañaban noche y día y algunas veces era llevado a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre aprendiz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje. Pero un día, el dueño, revisando su contrato de aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: «Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las demás.» Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor dejarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podría hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empuje a saquear y estafar al que ha robado o estrujado, Perkin inmediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los dados, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las apariencias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.

(Chaucer dejó este cuento sin concluir.)

SECCIÓN SEGUNDA
Palabras del anfitrión al grupo

El anfitrión constató que el luciente sol había recorrido la cuarta parte y algo más de media hora en su trayecto diurno. Aunque no muy versado en ciencia astronómica, sabía de sobra que era el 18 de abril, el mensajero de mayo, y que la sombra de los árboles medía exactamente igual que ellos.

De modo que, por las sombras, reconoció que Febo, brillante y claro, había remontado cuarenta y cinco grados en su carrera
[129]
. Por el día y la latitud, debían de ser las diez de la mañana. A esta conclusión llegó el hospedero. Súbitamente retuvo a su montura y dijo:

—Señores, les aviso que ha transcurrido la cuarta parte del día. Por amor de Dios y San Juan, no perdamos más tiempo. Éste se consume de día y de noche. Se nos escapa sigilosamente —ya estemos dormidos o despiertos—, si somos descuidados. El tiempo es huidizo como una corriente que nunca regresa, sino que fluye de la montaña al llano. Séneca y otros filósofos lamentaron más profundamente la pérdida del tiempo que la del oro. El tiempo perdido no se recupera.

El oro, sí. No se nos devuelve, una vez pasado, lo mismo que la virginidad de Molly
[130]
, a merced de la vida licenciosa. No encallezcamos en la pereza.

—Señor Magistrado —siguió diciendo—, tal como quedamos, venga vuestra narración. Libremente habéis asumido esta responsabilidad. Ahora estáis sujeto a mi juicio. Cumplid vuestro deber de la mejor forma posible.

—Hospedero —replicó—, por mi vida que lo voy a hacer. No tengo intención de romper este compromiso. Lo prometido es deuda, y me propongo mantener mi palabra y reintegraros el importe. Más no puedo decir. Las leyes que un hombre impone a otro deben ser respetadas por ambos. Así dice el texto. Pero en este preciso momento no recuerdo ningun cuento interesante. Pero Chaucer, aunque a veces utiliza horteramente la métrica y la rima, ha narrado cuentos en el inglés que él domina, como es de todos sabido.

»Y si no los ha escrito en un libro, mi querido hermano, los ha escrito en otro. Sus relatos sobre amantes superan a las antiguas y clásicas Epístolas de Ovidio. ¿Por qué relatar ahora lo que ya hace tiempo que ha sido contado?

»En su juventud escribió sobre Ceix y Alción
[131]
. Desde entonces ha cantado a estas nobles mujeres y sus amantes tal como descubrirán los que examinen su voluminoso texto. Se titula
La leyenda de los santos de Cupido
. En él podréis ver cómo Chaucer describe las profundas heridas de Lucrecia y las de la babilónica Tisbea; la fiel espada de Dido
[132]
a causa de la falsa Aenea; podréis presenciar la muerte de Filis, convertida en árbol
[133]
por amor a Demofón; el llanto de Dianira
[134]
y Hermión, o de Áriadna e Hipsípilo
[135]
; la isla estéril rodeada por el mar; el valeroso Leando
[136]
, ahogado por amor a Fiero. Podréis ver las lágrimas de Helena y la desgracia de Briseida
[137]
y de Laodamia
[138]
. La crueldad de la reina Medeal
[139]
con sus hijitos ahorcados cuando Jasón la despreció. ¡Oh Hipimestra, Penélope, Alcestes!
[140]
. ¡Cómo alaba vuestra femenidad!

»Pero, ciertamente, no escribe acerca del malvado ejemplo de Canacea
[141]
, que amó a su propio hermano de forma pecaminosa. (¡Al cuerno con todas estas malvadas historias!) Tampoco cuenta nada de Apolomo de Tiro
[142]
y del rey Antíoco, que desposeyó a su hija de su virginidad. Es un relato terrible. La arrojó al suelo en su depravada acción. En sus escritos, Chaucer no contó acciones tan horripilantes. Por poco que yo pueda, voy a hacer lo mismo.

»¿Qué voy a hacer yo con mi cuento? No me gustaría ser comparado a las nuevas Piérides
[143]
. Las
Metamorfosis
relatan esto. Sin embargo, me importa un comino si, en comparación con Chaucer, salgo malparado. Yo hablo en prosa, las rimas las dejo a él.

Y, dichas estas palabras, de forma sobria empezó el relato tal como oiréis.

Prólogo del Magistrado
[144]

Que desgraciado es ser pobre o ser humillado por la sed, hambre o frío, y avergonzarse de pedir limosna! Y si no se pide, la misma carencia, a pesar del cuidado en ocultarlas, descubre las escondidas heridas: indigencia, robo, mendicidad y pedir prestado.

Criticáis a Cristo y os lamentáis amargamente de que distribuyera equivocadamente los bienes terrenos. Acusáis a vuestro vecino de forma pecaminosa porque decís que tiene de todo y vosotros apenas nada. «¡Por Dios! —exclamáis—, va a ser condenado.» Sentirá los efectos del fuego por no haber auxiliado a los menesterosos.

Escuchad el proverbio de los sabios: «Es mejor morir que ser indigente»
[145]
. A causa de su pobreza, el vecino será despreciado»
[146]
. Despídete de la consideración si eres pobre.

Considera también esta frase de los sabios: «Los días de los hombres menesterosos son malvados»
[147]
. Procura, pues, no llegar a esta situación.

Si eres pobre, tu hermano te odia. Tus amigos se escabullen. ¡Qué desgracia! ¡Oh ricos mercaderes! ¡Llenos de riquezas! ¡Nobles y prudentes gentes! ¡Sois afortunados! Vuestras bolsas no están repletas de dobles ases, sino con un cinco—seis que os convierte en ganadores
[148]
. La Navidad os dará pretexto para bailar.

Escudriñáis tierra y mar para incrementar vuestras ganancias. Como hombres sagaces, sois sabedores de las diversas situaciones políticas de los vecinos. Facilitáis noticias acerca de la paz y la guerra. Si no fuese por un mercader, ahora no tendría cuento que contar. Recuerdo el que me refirió hace mucho tiempo. Decía así:

El cuento del Magistrado
[149]

Habia una vez en Siria una rica compañía de mercaderes, gente sobria y honrada, que exportaba sus especias, paño de oro y satenes de vivos colores, a lo largo y ancho del mundo. Tan original y barata era su mercancía, que todos estaban dispuestos a venderles género y hacer negocio con ellos. Sucedió un día que algunos de los mercaderes decidieron ir a Roma, alojándose en el barrio que les pareció más conveniente para sus menesteres.

Estos mercaderes pasaron una temporada a sus anchas en la ciudad, pero sucedió que llegó a oídos de cada uno de ellos noticia de la excelente fama de la hija del emperador, doña Constanza. La información que recibieron decía: «Nuestro emperador en Roma, cuya vida guarde Dios muchos años, tiene una hija; si sumas su bondad a su belleza, no ha habido otra igual desde que el mundo es mundo. Que Dios proteja su honor; merece ser reina de toda Europa. En ella hay gran belleza sin vanidad, juventud sin desenfreno ni capricho; la virtud guía todas sus acciones; con su humildad pone freno a toda arrogancia; es el espejo de la cortesía; su corazón es un ejemplo de santidad y su mano es generosa repartiendo caridad.»

Y toda esta información era tan veraz como Dios es verdadero. Pero volviendo a la historia que estaba relatando, cuando los mercaderes acabaron de cargar sus barcos y hubieron visto a esta bendita doncella, regresaron satisfechos a su hogar en Siria y prosiguieron con sus negocios como antes. No puedo deciros nada más, sino que vivieron prósperamente para siempre. Ahora bien, ocurría que estos mercaderes se hallaban en buenas relaciones con el sultán de Siria, por lo que siempre que regresaban de un país extraño, él los recibía con generosa hospitalidad y les interrogaba sobre los diversos países para estar bien informado de todas las maravillas y portentos que pudieran haber visto y oído. Y, entre otras cosas, los mercaderes le hablaron particularmente de doña Constanza y le facilitaron una explicación circunstanciada de su gran valía con tal seriedad, que su imagen se apoderó de la mente del sultán y le obsesionó totalmente hasta que su único deseo fue el de amarla hasta el fin de sus días.

Quizá estaba escrito en las estrellas desde su nacimiento —aquel gran libro al que los hombres llaman cielo— que sería desgraciado y moriría de amor. Pues en las estrellas está escrita la muerte de cada hombre, con mayor claridad que si fuese cristal, para los que saben leer en ellas. Muchos años antes de que naciesen Héctor, Aquiles, Pompeyo y Julio César, de que tuviese lugar la guerra de Tebas y ocurrieran las muertes de Sansón, Turnus
[150]
y Sócrates, todo eso estaba escrito en las estrellas. Pero la sabiduría humana está tan embotada que nadie las sabe interpretar completamente.

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