Cuentos de Canterbury (15 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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El sultán envió a buscar a su Consejo Privado y en pocas palabras les contó lo que pasaba por su mente y les dijo que, con toda certeza, moriría, a menos que tuviese la fortuna de conquistar con presteza el corazón de Constanza. Por consiguiente, les encargó que, a toda prisa, ideasen algún medio de salvarle la vida. Diversos consejos propusieron distintas soluciones y debatieron, aportando numerosísimas y sutiles sugerencias. Hablaron de magia y de conjuros, pero al final llegaron a la conclusión de que no había ventaja alguna en dichos medios y que la mejor salida era el matrimonio. Pero en esta solución, debido a los argumentos en contra, previeron muchísimas dificultades. A causa de la diferencia de creencias en los dos países, dijeron que no creían que ningún príncipe cristiano permitiría de buena gana que su hija se casara de acuerdo con las leyes que les habían sido enseñadas por Mahoma.

Pero él replicó:

—Os aseguro que me bautizaré antes que perder a Constanza. Debo ser de ella. No tengo otra elección. Por favor, cesad de discutir. Tratad de salvarme procurando conseguir a la dama que tiene mi vida en sus manos, pues no podré vivir mucho tiempo más con esta angustia.

No es preciso que me extienda más. Sólo diré que a fuerza de tratados, embajadas y la mediación del Papa, apoyado por toda la Iglesia y la nobleza, aceptaron abolir la idolatría y extender la bendita ley enseñada por Jesucristo. Cada una de las partes aceptó, mediante juramento, el tratado siguiente: el sultán, sus nobles y todos sus súbditos serían bautizados a cambio de la mano de Constanza, que sería entregada en matrimonio, junto con una suma de oro (ignoro qué cantidad) y suficiente garantía de que esto se cumpliría. Y ahora, bella Constanza, ¡que Dios Todopoderoso sea tu guía!

Supongo que algunos esperarán que les describa todos los preparativos que el emperador, en toda su magnificencia, realizó para su hija, doña Constanza; pero ya sabéis muy bien que es imposible relatar en pocas palabras los complicados arreglos que se efectuaron para una ocasión tan importante. Se nombraron obispos, caballeros, damas y famosos señores, junto con mucha otra gente —la lista era interminable— para que la acompañaran. Se ordenó a toda la gente de la ciudad que orase devotamente a Jesucristo para que bendijera este matrimonio y les concediera un próspero viaje por el mar.

Llegó el día de la partida: un día fatal y melancólico. Ya no podía retrasarse más, pues todos los que formaban parte del séquito estaban ya listos para embarcar. Pálida y embargada de pena, Constanza se levantó y se preparó para la marcha, pues veía claramente que no tenía otra alternativa. No debe sorprendemos que llorara al separarse de sus amigos, que, con tanto cariño, habían cuidado de ella, para ir a vivir con un pueblo extraño y verse sometida a un hombre cuyo carácter le era totalmente desconocido. Como saben las esposas, todos los maridos son buenos y siempre lo han sido, por lo que no diré nada más.

—Padre —dijo ella—, y tú, madre mía, mi mayor alegría sobre todas las cosas excepto Jesucristo en los cielos: vuestra desdichada hija Constanza, que habéis criado con todo esmero se encomienda una vez más a vuestros corazones. Como tengo que ir a Siria, nunca más os veré con estos ojos. ¡Ay! Ya que lo deseáis, me iré a este pueblo de bárbaros. ¡Que Jesucristo, que murió por nuestra salvación, me dé fuerzas para obedecer sus mandatos! No importa que perezca, ¡infeliz de mí! Las mujeres hemos nacido para sufrir y estar sometidas al dominio de los hombres.

Diré que ni en Troya, cuando Pirro derribó la muralla antes de incendiar Ilión, ni en la ciudad de Tebas, ni en Roma, asolada por Aníbal, quien por tres veces venció a los romanos, se oyó un llanto tan desgarrador como el que se escuchó en aquel aposento cuando ella se despidió. Pero, llorase o no, tenía que marcharse.

Ahora bien, en los inicios de este terrible viaje, esta despiadada esfera, cuyo movimiento diurno presiona todas las cosas, arrojando desde el Este hacia el Oeste lo que naturalmente debía ir en dirección opuesta, dispuso el cielo de tal modo que el planeta Marte tenía que destrozar el matrimonio. El signo de Aries, ascendiendo oblicuamente, presagiaba desgracia, mientras que el descendiente Marte, que lo rige, empujando implacablemente desde su ángulo hacia Escorpión, la mansión más oscura, era aquí una influencia maligna, con la luna débilmente colocada (pues por haberse movido desde una posición favorable, ahora se hallaba en una conjunción desfavorable). ¿Es que ese imprudente emperador de Roma no tenía astrólogo en toda la ciudad?

En casos como éste, ¿acaso carece de importancia el día que se fija para la partida? ¿Es que no vale la pena elegir astrológicamente las fechas propicias para iniciar el viaje por mar, especialmente cuando se hallan afectadas personas de alto rango y se conoce la hora de su nacimiento? La dejadez y la ignorancia tienen la culpa.

Con pompa y circunspección, la hermosa e infeliz muchacha fue conducida al barco.

—Que Jesucristo quede con vosotros —dijo ella. Y le respondieron:

Adiós, bella Constanza.

Eso fue todo. Ella hizo lo que pudo para ocultar su emoción. Pero la dejaré que zarpe en el barco, mientras retomo el hilo de mi relato.

Aquel pozo de maldad, la madre del sultán, percatándose del indiscutible propósito de su hijo de olvidar sus antiguas costumbres sagradas, convocó inmediatamente a sus consejeros. Cuando hubieron venido y se hallaban todos reunidos para escuchar lo que pensaba, ella tomó asiento y dijo:

—Señores, todos vosotros sabéis que mi hijo está a punto de renegar de las sagradas leyes del Corán, dadas por Mahoma, el mensajero de Alá. Yo hago solamente votos a Alá Todopoderoso: mi corazón dejará de latir antes que la ley de Mahoma sea arrancada de él. ¿Qué puede traernos esta nueva religión, excepto sufrimiento y esclavitud para nuestros cuerpos y, después, el ser arrastrados al infierno por haber renunciado a nuestra creencia en Mahoma? Pero, señores, ¿estáis dispuestos a jurar y hacer lo que diga y a aceptar mi consejo? Si así lo hiciereis, os prometo la salvación eterna.

Ellos juraron: cada uno prometió apoyarla en vida y muerte, y cada uno, dentro de sus posibilidades, reclutó amigos que le respaldasen. Entonces, ella emprendió el plan que voy a describir y les arengó así:

—En primer lugar, debemos simular nuestra conversión al cristianismo —el agua fría no nos hará mucho daño—, y prepararé un banquete para ajustar cuentas con el sultán. Por blanca que haya sido bautizada la esposa, necesitará agua a raudales para lavar tanta sangre.

¡Oh, sultana perversa, fuente de iniquidad, arpía, segunda Semíramis! ¡Serpiente en forma de mujer, como surgida de lo más profundo de los infiernos! ¡Mujer traidora, nido maligno de todo vicio nefando en que se cría todo lo que pueda confundir virtud e inocencia! ¡Oh, Satanás, perpetuo envidioso desde que te arrojaron de tus lares, cómo sabes el camino que conduce al corazón de las mujeres! Tú hiciste que Eva nos trajese la esclavitud, y ahora estás a punto de destruir este matrimonio cristiano. ¡Qué lástima que cuando quieras desviamos del buen camino utilices a las mujeres como instrumento!

La sultana, objeto de mis maldiciones, despidió secretamente a sus consejeros. ¿Por qué prolongar la historia? Un día, ella se fue a visitar al sultán, diciéndole que estaba dispuesta a renegar de su fe y recibir el bautismo de manos de un sacerdote. Dijo que estaba arrepentida de haber sido pagana durante tanto tiempo y le pidió que le concediese el honor de invitar a los cristianos a un banquete. A lo que le repuso el sultán:

—Se hará como pides.

Él se arrodilló y le agradeció la petición. Tan contento estaba, que apenas sabía qué decir. Ella besó a su hijo y se volvió para su casa.

TERMINA AQUÍ LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA.

Los cristianos llegaron y desembarcaron en Siria con una numerosa e ilustre comitiva. El sultán inmediatamente despachó un mensajero para anunciar la llegada de su esposa, en primer lugar a su madre y, luego, a todo el país. Para honrar el reino, rogó a la sultana, su madre, que saliera a recibir a la reina.

Los sirios y los romanos se encontraron con un gran gentío dispuesto con extraordinaria fastuosidad. La madre del sultán, ricamente vestida y con semblante alegre, recibió a Constanza con el mismo afecto con que una madre hubiera recibido a su hija. Con gran pompa cabalgaron lentamente hacia la ciudad cercana. No creo que el triunfo de César, del que Lucano alardea tanto, hubiese podido ser más magnífico y mejor preparado que el conjunto de aquella sonriente multitud. Sin embargo, a pesar de todos sus halagos, esta figura sádica y maligna, esta sultana de corazón de escorpión
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, estaba preparándose para dar un aguijonazo mortal. Poco después llegó el sultán con espléndido boato y dio la bienvenida a Constanza con todos los signos de felicidad y deleite. Aquí les voy a dejar regocijándose. Sólo me interesa explicaros el final de la historia. A su debido tiempo se creyó oportuno terminar la celebración y tomarse un descanso.

Y llegó el momento en que la sultana fijó el día para el banquete del que os hablé. Todos los cristianos, jóvenes y viejos, se prepararon para el festín. Fue un espectáculo magnífico, y gozaron de más manjares deliciosos que los que puedo describir; pero todo ello lo tuvieron que pagar muy caro antes de levantarse de la mesa.

El dolor repentino sigue siempre a la felicidad terrena, que está sin cesar sembrada de amargura, pues la pena, resultado de nuestro goce en nuestros esfuerzos terrenales, vive siempre detrás de nuestra felicidad. Escuchad mi consejo si queréis estar en lugar seguro: en el día de vuestra felicidad acordaos de que la pena o la calamidad inesperada viene siempre a continuación.

En una palabra: aquel día, el sultán y todos los cristianos, con la única excepción de Constanza, fueron apuñalados y descuartizados mientras se hallaban en la mesa. Este hecho atroz fue realizado por esta abominable vieja comadre, la sultana, con la colaboración de sus amigos. Ella quería gobernar el país personalmente. Ni uno solo de los sirios que se habían convertido y tenían la confianza del sultán llegó a levantarse de la mesa: todos fueron hechos trizas. Los asaltantes rápidamente se apoderaron de Constanza y la pusieron a bordo de un barco sin timón, diciéndole que aprendiera a navegar desde Siria hasta Italia, su patria.

Le dieron una cierta parte del tesoro que había venido con ella y (quiero hacerles justicia) una gran cantidad de víveres. También llevaba vestidos. Así fue cómo ella zarpó mar adentro. ¡Oh, Constanza, llena de amabilidad y dulzura, hija querida del emperador, que el Dios de la Fortuna sea tu guía! Se persignó y rezó a la cruz de Jesucristo con voz lastimera:

—¡Oh, altar resplandeciente y bendito, Santa Cruz, teñida con sangre compasiva del Cordero que lava la antigua iniquidad del mundo, sálvame del diablo y sus garras el día en que me ahogue en este mar profundo! Árbol victorioso, protección de los fieles, que por sí solo pudiste sostener al herido Rey de los cielos, al blanco Cordero traspasado por la lanza. Tú tienes poder para arrojar los demonios del hombre y de la mujer, a quien extiendes tus benditos brazos. Guárdame y dame fuerzas para remediar mi vida.

Pasaron los días y transcurrieron los años surcando el barco los mares de Grecia
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hasta que la suerte la llevó a los estrechos de Marruecos
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; ella comía poco y muchas veces buscó la muerte, antes de que las embravecidas olas la arrojasen al lugar al que el destino la había de llevar.

La gente se preguntará: «¿Por qué no fue ella degollada junto con los demás en el banquete? ¿Quién estuvo allí para salvarla?» A estas preguntas contestaré: Dios salvó a Daniel en aquel terrible cubil en el que —juntos, dueños y esclavos— todos fueron devorados por los leones; todos, excepto Daniel, porque lloraba a Dios en su corazón. Por medio de ella, Dios eligió mostrar su poder milagroso para que los demás pudiéramos ver sus grandes obras. Los filósofos saben que Jesucristo (que es el remedio seguro para todo mal) emplea inadecuados instrumentos para fines incomprensibles al entendimiento humano. Nuestra ignorancia no puede comprender su sabia providencia. Sin embargo, como no fue degollada en el banquete, ¿quién la salvó evitando que las olas la ahogasen? ¿Quién rescató a jonás del vientre de la ballena, hasta que fue arrojado sobre Nínive? Como sabéis, el mismo que salvó al pueblo hebreo de ahogarse cuando atravesó el mar a pie enjuto. Y ¿quién manda a los cuatro espíritus de la tormenta y les da poder para hostigar la tierra entera? Norte, Sur, Este y Oeste, no muevas hoja, olas ni tierra. Con toda seguridad él fue quien mandó que esta mujer, tanto dormida como despierta, quedase protegida de la tormenta. ¿Dónde pudo ella encontrar alimentos y bebida y cómo pudieron durar sus víveres más de tres años? ¿Quién alimentó a María de Egipto
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en el desierto y la cueva? Con toda certeza fue Jesucristo. Hizo un milagro tan grande como cuando alimentó a cinco mil personas con sólo cinco panes y dos peces. Dios le envió su abundancia en la necesidad.

Fue arrastrada por los furiosos mares de nuestro océano hasta que las olas la arrojaron cerca de un castillo, cuyo nombre ignoro, en Northumberland. Su barco quedó firmemente aprisionado por las arenas, sin que la marea lo liberase, siendo la voluntad de Jesucristo que ella permaneciese allí. El guarda del castillo bajó a ver los restos del naufragio. Registró minuciosamente el barco y encontró a la mujer casi exhausta por los apuros que había sufrido. También descubrió el tesoro que ella traía consigo. Le pidió en su propia lengua que tuviera piedad de ella y le rogó que aceptase su vida y la liberase de tanto infortunio. Habló en una especie de latín corrompido
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, pero de todas formas le entendió perfectamente. Cuando el guarda tuvo bastante, llevó a la pobre mujer a la playa. De rodillas, dio gracias a Dios por su ayuda, pero —para bien o para mal— nadie pudo convencerla para que dijese quién era. Su cabeza, dijo, había sufrido tanto en el mar, que había perdido la memoria. El guarda y su mujer sintieron tal compasión, que lloraron de piedad. Y ella resultó tan diligente e incansable en servir y complacer, que todos los que contemplaban su rostro la querían.

El guarda y su mujer, doña Hermenegilda, eran paganos, como todos los demás habitantes del país. Sin embargo, Hermenegilda llegó a querer a Constanza entrañablemente. Constanza permaneció allí largo tiempo dedicándose a llorar y a rezar, hasta que, por la gracia de Jesucristo, la esposa del guarda se convirtió.

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